Mañana radiante de sol en su tibieza inicial. Pueblo de la montaña con flores ya en sazón. Cientos de palomas blancas revolotean gráciles en torno a la iglesia rural: pensamientos de inocencia, guardianes de honor de Cristo Eucaristía. La torre de la parroquia apunta esperanzadora hacia el cielo azul.
Bulle ahora en mi mente con toda su fuerza emotiva la melodía de mi niñez: "Las palomitas vuelan, vuelan al palomar; mi alma también vuela, vuela hacia tu altar."
Con frecuencia salta a mi memoria una frase, una canción de la infancia, o una anécdota llena de humanidad: - ¡personajes ocultos en la bruma del tiempo, aparecen como algo cercano y familiar! Con gozo infantil me acerco a la iglesia. Necesito desahogar mi espíritu junto al Amor hecho Pan de Sacramento. Hoy último día de mis cortas vacaciones. Deseo tomar fuerza del Amigo Divino para entregarme mañana a mi nuevo quehacer humanitario. Empujo el postigo de la puerta; una iglesia más, cerrada...
Y siguen mis palomicas revoloteando en torno al campanario. Y me vienen ganas de replicar contra la machacona costumbre de clausurar los templos al amor eucarístico. Pero ¡ahí está Jesús! Me sigue llamando. Y me detengo una hora en el banco del pórtico, a la sombra del altar en oración amorosa con Jesús, compañero y amigo de nuestra existencia, tras puertas y paredes encerrado.
Parece que el sagrario se ha dilatado mientras permanecen fijos los recios muros de la torre. Las palomas siguen acariciando los ventanales románicos... ¡Que dure el amor y podremos enfrascarnos en oración eucarística! Pero esto no excusa, a mis amigos sacerdotes, de su afán de cerrar a cal y canto nuestros templos, palomares del amor de Dios.
José María Lorenzo Amelibia
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