Aquel curso no me causó problemas; no lloré el día de ingreso; volví feliz de vacaciones. Suponía que todos se iban a dar cuenta de mi transformación, porque mi cambio sería radical: nada de quebrantar la disciplina en el silencio, en la laboriosidad... Desde el primer día me comportaría de forma intachable.
Y así fue: enseguida lo advirtieron todos los compañeros. Al principio me tentaban para que quebrantase el reglamento. Viendo que todo resultaba inútil, me respetaron por completo, y no encontré dificultades para seguir la trayectoria que me había propuesto.
Habían nombrado prefecto un joven diácono, Don Alberto Mas. Con él charlaba yo frecuentemente en su despacho. Me proporcionaba libros de formación para adolescentes, sobre todo de Tihamer Toth: "El joven de carácter", "El joven de porvenir", "El joven y Cristo". Disfrutaba leyendo en filas aquellos volúmenes, y los asimilaba, procurando vivir según sus directrices.
¡Don Alberto!: Hombre de exquisita sensibilidad; inspirado poeta viviendo la fe. Cuando faltaba un profesor a clase, lo suplía él y nos leía trozos de Tagore; así aprendíamos a ahondar en la delicadeza de sentimientos. Me ayudó mucho en el proceso de mi conversión. En lo académico me propuse obtener las mejores calificaciones.
Estudiaba y atendía en clase sin permitirme la menor distracción. El deporte (fútbol, pelota, que tanto me molestaban) fue mi amigo y familiar. En esto no logré resultados tan satisfactorios como en los estudios, pero me esforcé.
Una excursión muy agradable tuvo lugar el lunes de Pascua. La víspera llovió copiosamente. El Pater nos reunió en la capilla para pedir al Señor que al día siguiente luciera radiante el sol. Cuando los vagones del tren maniobraban en la estación de Zuasti - Aldaba, nuestro destino, el brillo del disco dorado bañaba ya la campiña. En la ermita de Nuestra Señora de Oskía celebramos con gozo pascual la Misa de los Dos de Emaús. Me correspondió asistir a ella oficiando de acólito. ¡Qué penetración divina invadía todo mi espíritu!
Durante la sagrada Comunión, a falta de bandeja, llevaba en mi mano la palia de tela almidonada. Una forma sagrada cayó sobre ella. Sentí vivísima emoción al retener en mi mano durante un segundo el cuerpo del Señor. - Me voy acercando poco a poco a la meta. En día no lejano yo mismo nutriré las almas con este divino manjar.
A pesar de estas aspiraciones hacia la santidad, no me encontraba satisfecho conmigo mismo. ¡Me sentía imperfecto y durante largas temporadas dominado por los escrúpulos de conciencia!
Impresiones de belleza mística embargaban mi corazón. Se grabaron en mi alma las festividades del Corpus Christi, cuando acompañábamos a Jesús todos los seminaristas, formando coros y entonando himnos por toda la Ciudad. Él, nuestro Maestro y Salvador, marchaba envuelto de humo de incienso. Yo me sentía pequeño junto al Señor, pero lleno de gozo al cantar sus alabanzas. Aun ahora, en mis ratos de Betania rememoro con alegría aquellas jornadas, y llenan mi espíritu de renovado fervor.
José María Lorenzo Amelibia
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