"La cruz no es solo un instrumento de muerte, sino un lugar de fractura" "Jesús no reacciona. Se queda quieto. Se carga con cada Auschwitz y cada Gaza, con cada Abu Ghraib y cada El-Agheila"

Crucifixión de Chagall
Crucifixión de Chagall

Jesús es condenado a muerte. Y este juicio se traduce inmediatamente en el hecho de que su cuerpo ya no cuenta: pasa de mano en mano, como si fuera una cosa. Está en manos de los soldados, ya no en manos del poder religioso ni en las del poder político. Es el turno del poder ejecutivo. Los soldados lo llevan al interior del pretorio, lo colocan en el centro, como se haría con un objeto para observar. Lo adornan con un manto púrpura, el de los soberanos; lo coronan como si fuera una estatua. Y él está allí, sin sentido, como un rey en carnaval, vestido así solo para hacer reír poco antes de morir. Y la corona le pincha, porque está hecha de espinas.

La frialdad del proceso era serena, legal. Ahora el orden establecido da paso al desorden de la violencia. La acción ya no necesita legitimarse: simplemente puede ocurrir. Así se revela la realeza por lo que es: una farsa.

Luz es mi cruz
Luz es mi cruz

Lo golpean con una caña, le escupen, se arrodillan para burlarse de él. Ya no hay control sobre ese cuerpo que parece atraer hacia sí el abismo. Lo que se desata contra Jesús no es la imposición de un castigo, sino la puesta en escena de una destrucción trágicamente lúdica. Jesús no reacciona. Se queda quieto. Se carga con cada Auschwitz y cada Gaza, con cada Abu Ghraib y cada El-Agheila.

Al final, le arrancan el manto rojo y le visten con sus ropas. El teatro del cuerpo ha terminado. Concluye la burla, que da paso a la logística. Se pasa al transporte hacia el lugar de la ejecución. El peso de la cruz, en este momento, es demasiado. Los soldados, agotada la violencia, recuperan la razón y obligan a un transeúnte, Simón de Cirene, a llevarla. Marco anota el detalle de sus hijos: «padre de Alejandro y Rufo». Es una nota sin sentido si no diera al relato el sabor de la realidad, de la piedad, de las relaciones familiares, quitándole el domopak de violencia pulp y grotesca.

La cruz pasa de un cuerpo a otro. Simón la toma. Llevan a Jesús a un lugar llamado Gólgota, que significa «lugar de la calavera». Marcos lo traduce para sus lectores. Es un topónimo que ya lleva en sí el olor de la muerte. No es un nombre cualquiera. Es un nombre que habla de huesos, de fin. Allí le ofrecen a Jesús vino mezclado con mirra: una especie de analgésico, un gesto mínimo de piedad o de convención. Jesús lo rechaza.

«Lo crucificaron». Marcos (16, 16-27) lo dice sin añadir nada. Tres palabras. Sin descripción. Sin detalles. Es un hecho. Ocurre. Y el Evangelio no lo escenifica. La muerte de Jesús no es una película. Basta con el verbo.

Después, los soldados se reparten sus vestiduras, echando a suertes lo que quedaba. La vida de Jesús se ha reducido a su cuerpo, y ahora también se reparten sus ropas. Ya no le queda nada. Está despojado hasta el último detalle. La cruz no es solo un instrumento de muerte, sino un lugar de fractura, de desgarro de todo lo que no sea la carne torturada y los huesos que no se sostienen.

Eran las nueve de la mañana. También se registra la hora. El tiempo, que parecía suspendido, ahora se mide. La ejecución tuvo lugar al comienzo del día. Y sobre la cruz, una inscripción: «El rey de los judíos». Es el motivo de la acusación, pero también se convierte en una declaración colocada sobre la cabeza de Jesús, como si fuera la etiqueta del precio o la leyenda explicativa de un museo.

Junto a él, dos crucificados: «uno a su derecha y otro a su izquierda». Es una escena que evoca, de forma amarga, las peticiones de los discípulos de sentarse a la derecha y a la izquierda en la gloria. Los lugares están ahora ocupados. La gloria habita entre los cuerpos clavados.

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