"El tribunal se convierte en un teatro. Se recita a improvisación" "Ante una verdad distorsionada, Jesús no reconstruye los hechos. Permanece en silencio"

Jesús ante el Sanedrín
Jesús ante el Sanedrín

Jesús es llevado. Tras el espacio oscuro de Getsemaní, se abre ahora otro espacio, el del palacio del sumo sacerdote. Ya no es el jardín, sino el palacio del poder, un lugar cerrado, como todos los lugares de poder. Es aquí donde llevan a Jesús. Marcos escribe con precisión: «Lo llevaron al sumo sacerdote y se reunieron todos los jefes de los sacerdotes, los ancianos y los escribas». Es, por tanto, una escena coral. Se forma un tribunal informal pero influyente: no tiene las características oficiales de un proceso romano, pero posee la autoridad religiosa que decide el destino de quien, como Jesús, es percibido como un peligro.

Pedro está presente, pero sigue desde lejos. Ya no está con Jesús, lo observa. Está en el patio, en el piso inferior, sentado entre los sirvientes, calentándose junto al fuego. Podemos ver su rostro gracias a la llama, pero no sabemos si mira el fuego o a Jesús, o si está perdido en sus pensamientos.

Jesús ante el Sanedrín

En el centro de la escena están los líderes religiosos. Buscan un testimonio contra Jesús, un motivo para condenarlo a muerte. No buscan la verdad, sino confirmaciones. No investigan, sino que recogen acusaciones. Sin embargo, los testimonios no coinciden. Marcos (14, 53-65) subraya el fracaso del intento de construir un sistema acusatorio coherente. Las palabras de los testigos no encajan. Se contradicen. Incluso la acusación más concreta —«le hemos oído decir: “Destruiré este templo hecho por manos humanas y en tres días construiré otro, no hecho por manos humanas”»— resulta frágil, porque los testigos ni siquiera se ponen de acuerdo en esta frase. Las palabras se amontonan, inútiles.

Jesús calla. El suyo es un silencio meditado, pesado. Es una forma de no participar en el juego de las acusaciones, de no entrar en el mecanismo de la acusación y la defensa. Ante una verdad distorsionada, Jesús no reconstruye los hechos. Permanece en silencio.

Entonces, el sumo sacerdote toma la iniciativa. Se levanta y le pregunta directamente: «¿No respondes nada? ¿Qué testifican estos contra ti?». Jesús guarda silencio. La segunda pregunta es más directa, más esencial: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?». Es la pregunta clave. No se refiere a las acciones, sino a la identidad.

Es entonces cuando Jesús responde: «Yo lo soy». Pocas palabras, claras, concisas. Pero enseguida llueven en su discurso imágenes poderosas, visionarias, declaraciones inauditas, blasfemas para los oídos de los jefes: «Y veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de la Potencia y venir con las nubes del cielo». Sus palabras son un estruendo. Jesús se reconoce en el título mesiánico y lo relaciona con una imagen de autoridad divina. Es la catástrofe del sistema, es la condena.

El sumo sacerdote no discute, pero se agita, se descompone, se altera, se transforma: agarra epilépticamente sus propias vestiduras y se las arranca en un torbellino. El tribunal se convierte en un teatro. Se recita a improvisación. Su gesto es performativo: hace lo que dice. La sentencia coincide con el desgarro y la ostentación de la desnudez de su carne envejecida. «¿Habéis oído la blasfemia, no?». Todos declaran que es culpable de muerte. La sentencia es un coro. El cuerpo de Jesús se convierte en un blanco: lo cubren de escupitajos, le vendan el rostro, lo golpean con los puños. Algunos lo abofetean. La venda le cubre el rostro. El golpe se convierte en burla. La violencia verbal lo ridiculiza.

El arco narrativo es claro: la acusación se concentra, la voz se eleva, se pronuncia la condena, se golpea el cuerpo. Jesús está atado, pero sigue libre con la palabra: «Yo soy», «Yo soy», «Yo soy» resuena en el palacio. Y también el sonido claro de un desgarro de vestiduras.

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