Celebra diócesis de Cuernavaca el XV aniversario episcopal de su pastor Mons. Ramón Castro Castro: “He venido a servir y no a ser servido”

“Descubrí el llamado de Dios, a través del deseo de servir a los demás y el gozo de experimentar que, sirviendo, podría encontrar la plenitud de mi vida”.

castro xv aniv

Este 3 de junio, el obispo de Cuernavaca, Mons. Ramón Castro Castro, cumple 15 años cuando en 2004 fue ordenado al episcopado por la imposición de manos del hoy arzobispo emérito de Yucatán, Mons. Emilio Berlié Belauzarán. Este día, presbiterio y diócesis han celebrado al obispo. ¿Cómo surgió la vocación de Mons. Ramón Castro Castro? ¿Quiénes influyeron para seguir el llamado de Cristo? ¿Quién lo ordenó sacerdote? En mayo de 2017, el XII obispo de Cuernavaca concedió una amplia entrevista a este medio, una plática sobre sus pensamientos más personales, su vida de familia, el ingreso al seminario del obispado de Tijuana y posterior ordenación y trayectoria diplomática.

Reproducimos a continuación una parte de esa entrevista uniéndonos a la alegría de la diócesis de Cuernavaca por el episcopado de Mons. Ramón Castro Castro, pidiendo de Dios la abundancia de sus dones y gracia en este fecundo ministerio. Desde este espacio enviamos una calurosa felicitación al pastor de la paz. ¡Felicidades!

Mons. Castro, la vocación es, en gran medida, modelada por los padres. ¿Quiénes eran sus padres y cómo surgió su vocación durante su infancia en Jalisco?

-Mi padre, Santiago Castro Sahagún, mi madre Guadalupe Castro Díaz. Nací en Teocuitatlán de Corona, Jalisco. El ambiente religioso y de fe de Jalisco es devoto, firme y fuerte. Mi padre murió a una edad temprana y mi madre decidió trasladarse a Tijuana junto con mi hermano, somos tres hermanos; mi primer hermano murió, el más grande de edad, Onésimo, después quedó mi hermano Ernesto, seis años mayor que yo y su servidor. La familia se trasladó a Tijuana en busca del sueño americano. Estuvimos algunos años en Tijuana y cuando cumplí 17 años, mi familia decidió ir a vivir a los Estados Unidos, yo me quedé porque en ese momento había entrado al seminario. Decidí quedarme en la diócesis de Tijuana porque palpé una gran necesidad de pastores, de ministros ordenados y ahí surgió mi vocación ante el ambiente cristiano y devoto de la familia. Mi madre fue una mujer que supo sacarnos adelante, se entregó totalmente a sus hijos, nunca volvió a casarse; se dedicó a darnos lo mejor de ella misma, a trabajar y a llevarnos adelante en nuestros estudios. Era una mujer que me hacía rezar todas las noches, nunca lo olvido, entraba a mi cuarto y no me dejaba dormir sin hacer las últimas oraciones de la noche y en cuaresma, particularmente, el rosario, hincados… Cuando uno era niño o adolescente no lo comprendíamos y huíamos, pero ella era firme y fuerte. La vivencia de la cuaresma es algo que nunca voy a olvidar porque nos motivaba a no ver televisión ni oír la radio para que los viernes viviéramos la penitencia que, normalmente, ella vivió en su juventud. Eso quedó grabado en mi mente y corazón ciertamente.

En la vida de un seminarista siempre hay modelos de santidad, gente que le incita a ir al seminario. ¿Quiénes determinaron esa invitación para que usted ingresara al seminario?

-Tengo un gran amigo que ahora es el vicario general de la diócesis de Ensenada. Desde los doce años nos conocemos, fuimos compañeros en la secundaria. Una vez terminada la secundaria decidió ir al seminario y, junto con una familia conocida de ambos, insistían en que yo tenía vocación. Ahí Dios comenzó a hablarme al corazón y hacerme sentir que estaba invitado a recorrer ese camino y esa vocación. El padre Francisco Javier Jaime Pérez y la familia Valderrama fueron instrumentos de la gracia de Dios. Igualmente, la Acción Católica Mexicana que, en ese momento era tan fuerte, y de la cual formaba parte, de los jóvenes de la ACJM, y en una parroquia, la de la Inmaculada, el padre Máximo García, fue un instrumento muy importante por su vida sacerdotal, entrega y desgaste por los más pobres, nos hacía ir a los barrios más necesitados y hacer construcciones para las familias que estaban en necesidad. Ahí descubrí el llamado de Dios, a través del deseo de servir a los demás y el gozo de experimentar que, sirviendo, podría encontrar la plenitud de mi vida.

¿Cuáles son los santos favoritos del Obispo? -Quizá por la devoción que infundieron en el seminario nuestros directores espirituales es San Juan María Vianey, patrono de los párrocos y del clero diocesano. Su vida me impactó al igual que su trabajo. Después, habiendo estudiado Espiritualidad, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz quienes me dejaron marcado por sus libros y obras invitando a la vivencia de la mística, ellos son importantes en la vida espiritual de Ramón Castro Castro.

Una espiritualidad religiosa carmelitana totalmente…

-Sí, debo reconocer que es una espiritualidad carmelitana. La absorbí, sobre todo, en la licenciatura que realicé en el Teresianum de Roma.

¿Cómo fue su vida en el seminario? ¿Qué dificultades u obstáculos tuvo en su etapa como seminarista? ¿En algún momento de su formación llegó el pensamiento de dejar la formación para dedicarse a otra cosa?

-Hay una cosa sumamente interesante. La única dificultad que encontré al inicio de mi entrada al seminario fue una oposición en mi familia. Mi madre y mi hermano no tenían mucho entusiasmo por mi ingreso al seminario y ser sacerdote. Durante un par de años mantuvieron una relación bastante fría con la idea de desanimarme y que abandonara el seminario. Fuera de esto fui advertido por la dirección espiritual que, normalmente, hay una crisis al terminar la filosofía para seguir en la teología y otra, cuando se deja la teología para comenzar la vida pastoral. Debo confesar, sinceramente, que nunca me llegaron tales crisis. Hasta este momento no he vivido una crisis de ese tipo y yo le pido a Dios que no se me vayan a venir todas juntas en este momento de la vida.

El 13 de mayo de 1982 fue ordenado como sacerdote para el clero de Tijuana. ¿Qué recuerdos especiales guarda del día de su ordenación?

-Fui ordenado diácono en Tijuana y sacerdote en la parroquia de San José Obrero en Ensenada que pertenecía a la diócesis de Tijuana. Me ordenó don Juan Jesús Posadas Ocampo, era todavía el obispo y fuimos los últimos tres sacerdotes que ordenó antes de que él fuera trasladado a la diócesis de Cuernavaca precisamente.  El recuerdo que tengo del día de mi ordenación es ese silencio tan elocuente durante la ceremonia. La parroquia de San José estaba repleta y era una gran emoción. La noche previa no pude dormir y las semanas anteriores traté de hacer conciencia sobre el don tan extraordinario que iba a recibir. Ese día fue particular, tocar con la mano la gracia de Dios y el momento de la postración, creo que a la mayoría de nosotros nos impacta, cuando uno ve y siente su humanidad y debilidades, la gracia de Dios que toca nuestros corazones y vida y dice particularmente: “A ti te he escogido y te voy a consagrar para ser ministro de la Buena Nueva, consolidador del Reino”. Al levantarse de la postración vienen tantos sentimientos y emoción, eso fue el culmen. Además de la imposición, la consagración de mis manos cuando el señor Obispo, don Juan Jesús, las ungía fue algo muy impactante que aún recuerdo con muchísimo ánimo y emoción.

castro posadas

Mientras usted narra esta experiencia de su ordenación, ve sus manos. Y experimenta una gran emoción al recordar a su Obispo, don Juan Jesús Posadas. ¿Qué pensamientos tiene de ese Cardenal que sería abatido?

-La relación con él fue relativamente cercana. Sus oficinas estaban en el seminario y lo veíamos prácticamente todos los días, lo saludábamos. Era un hombre sencillo, entregado, muy sabio, buen filósofo. Un hombre que trataba bien a todos. Eso fue una manera de formarnos a los seminaristas, al ver a aquel que, como padre y pastor, era cercano y amable. Eso marcó mi vida como seminarista y después de sacerdote.

Cuando usted es llamado al presbiterio ¿Qué le pidió el obispo?

-Apenas terminada la ordenación diaconal, me envío a Ensenada a la parroquia de San José Obrero. Estuve trabajando un año y ahí mismo me ordenó sacerdote. Ese año como sacerdote fue algo extraordinario, 150 mil habitantes para tres sacerdotes. Era tremendo. Los fines de semana había un promedio de 35 bautizos, teníamos cerca de treinta grupos, el trabajo en la oficina con matrimonios, la dirección espiritual, las confesiones. Fue algo sumamente interesante, intenso y bello donde fundamenté los cimientos de mi ministerio. Algo interesante dentro de mi relación con el señor Posadas… Él, a esos tres últimos que nos ordenó, el padre Francisco Javier Jaime, el padre Mónico Margarito y su servidor, nos pidió que tuviéramos conciencia sobre algunos problemas que tuvo con sacerdotes que envió a estudiar a Roma.  Nosotros debimos firmar un acuerdo donde nos comprometíamos para que, jamás, nos enviaran a estudiar. Con gusto lo aceptamos porque fue una condición que el señor Obispo nos puso. Cuando firmamos, sabíamos que jamás saldríamos a estudiar, pero ¡cómo es la Providencia de Dios! Donde se pone en evidencia que la mente de Dios no es la misma que la de los hombres. Apenas un año de ordenado llegó otro Obispo con una mentalidad diferente y a los tres meses como Obispo de Tijuana, don Emilio Berlié Belaunzarán, me envió a estudiar a España la licenciatura en Teología Espiritual y, después de un año, me cambió para ir a Roma junto con otros cuatro sacerdotes y así terminé la licenciatura en Teología Espiritual en el Teresianum. Luego, estando en el Colegio mexicano, don Emilio me regaló a la Santa Sede para el servicio diplomático del Vaticano.

Esa trayectoria de estudios en Roma y haber sido llamado al servicio diplomático es poco común para un sacerdote mexicano…

-Los mexicanos que hemos estado ahí no somos muchos ciertamente. Fue una experiencia novedosa y, en la dimensión de la obediencia, acepté. Tuve que vivir en la Pontifica Academia Eclesiástica, anteriormente la Pontificia Academia de los Nobles Eclesiásticos; fue una experiencia bella y fuerte, de cuatro años de estudios donde hice la licenciatura en Derecho Canónico y después un doctorado, lenguas y las materias de la diplomacia vaticana.

Estuvo en seis países durante su servicio en las misiones diplomáticas de la Santa Sede…

-Sí, Zambia y Malawi, Angola, Ucrania, Venezuela, Paraguay y estuve tres meses en Perú porque estando en Paraguay, la madre del nuncio en Perú, se puso muy grave y me enviaron como emergente a la nunciatura de Lima como encargado de negocios. 

Tal vez Dios hubiera querido que usted fuera nuncio…

-Sí, yo tenía todo preparado. Mi doctorado lo hice en la espiritualidad propia del representante pontificio porque quería adentrarme en aquello que sería la fuerza de mi futuro ministerio como nuncio. Terminado mi servicio en Paraguay, me ordenaron regresar al Vaticano y trabajé tres años como encargado del Óbolo de San Pedro. Cuando, cronológicamente, debería haber sido llamado a ser nuncio, don Emilio Berlié, aquel que me regaló, me pidió como obispo auxiliar. Cambió el panorama completamente. De tener todo preparado para un eventual servicio como nuncio, me llamó el Sustituto de la Secretaría de Estado que había sido mi superior en Venezuela, el Cardenal Leonardo Sandri. Me dijo que el Santo Padre me pedía ser obispo auxiliar de Yucatán. Me dijo, “Es usted totalmente libre de aceptar o no porque no tengo con quien sustituirlo. Es algo que debe decidir en plena libertad y en conciencia”. Cuando vi la firma de Juan Pablo II dije: “Creo que no tengo mucho que pensar. Soy hijo de obediencia y si he de recomenzar todo, lo recomenzamos en el nombre de Dios”. Aquí está la insistencia de Mons. Bertello que era nuncio en ese momento, lo conocí porque frecuentemente visitaba la oficina del Óbolo de San Pedro y él consideraba que debería estar prestando un servicio como obispo en México en lugar de un servicio en la diplomacia vaticana. De alguna manera fue un instrumento para que llegara a una tierra donde no conocía a nadie, fuera de Mons. Berlié. Fue una experiencia muy bella de dos años como obispo auxiliar de Yucatán.

Antes de regresar como obispo auxiliar de Yucatán tuvo este cargo en la oficina del Óbolo de San Pedro. ¿Por qué le llamaron a dirigirlo?

-Mons Sandri, que era el sustituto de la Secretaría de Estado me conocía y fue el ecónomo de la nunciatura. Probablemente le gustó el trabajo que realicé y consideró que podía prestar este servicio. Pude adentrarme a las finanzas del Vaticano y conocer, de primera mano, la realidad económica de la Santa Sede que es totalmente diferente a lo que se dice y critica. Una anécdota. En alguna ocasión el déficit era tan fuerte que se tuvo que vender un edificio para pagar las pensiones. No había dinero para pagar a más de dos mil pensionados y se vendieron esos bienes para solventar esas obligaciones y cubrir las pensiones de los exempleados del Vaticano.

Es decir que en esas responsabilidades, usted era parecido a un Secretario de Hacienda…

-No precisamente. Más bien un secretario de promoción. Todo el dinero que llegaba al Vaticano pasaba por mi oficina, no materialmente, más bien la promoción y contabilidad de los recursos. Una anécdota muy interesante, era el responsable de que el déficit no fuera tan grande y de promover en el mundo el Óbolo que se conoce muy poco. Cada diócesis está invitada a dar una colaboración al Vaticano, así como una parroquia otorga una ayuda a la curia, cada diócesis está invitada y son pocas, realmente pocas, las diócesis que envían esta ayuda. En México, por ejemplo, de las 98 diócesis sólo 15 dan esta colaboración. Y el Óbolo de San Pedro es mucho menor que otras colectas nacionales. Los países que más aportan a la Santa Sede son Estados Unidos, Italia, Corea del Sur y son 10 países que dan el 85 por ciento de las entradas del Óbolo de San Pedro. La anécdota es esta: Contraté a un encargado de marketing mexicano, hicimos una estrategia en la que debería presentarse la figura del Santo Padre como promotor del Óbolo. Pasé diferentes estratos hasta llegar al Secretario de Estado y él me dijo: “No. Preferimos ser pobres a presentar la figura de un Papa que pide dinero”. Ahí se quedó el marketing. Yo lo entendí.

Cuando regresa a México como obispo auxiliar entonces tiene una especie de conflicto… -Veinte años de estudios en donde había una inercia existencial para este trabajo, preparándome para dar un buen servicio como nuncio; sin embargo, se rompe porque veo que es la voluntad de Dios. Recomenzar todo, había “cierta comodidad”, tenía tres grupos de apostolado en Roma, vivía en un monasterio de clausura en un ambiente de oración y fraternidad. Tenía todo lo que un sacerdote necesita, pero aquí vienen las sorpresas de Dios. 

Antes de ir al capítulo de su vida como obispo, quisiera hacer un par de preguntas sobre el sacerdocio. ¿Qué diría a los jóvenes? ¿Por qué vale la pena ser sacerdote?

-La vivencia más profunda en estos treinta y cinco años como sacerdote es que la fuente de alegría y plenitud que he tenido es el servicio. He entendido con los años y a mayor plenitud lo que significa “he venido a servir y no a ser servido” y cuánto el Señor nos enseña cuando lava los pies a sus apóstoles. Esto es muy significativo y ha motivado mi vida sacerdotal. No cambiaría nada, ni un solo día de mi sacerdocio, ni por todo el oro del mundo, por la alegría tan profunda cuando puedo atender a un enfermo, hacer una confesión y me dicen gracias porque me ha devuelto la alegría, hizo crecer mi fe; en algunas celebraciones eucarísticas, ver al Pueblo de Dios tan animado. Recuerdo a mi director espiritual que me decía: “Con que seas ordenado sacerdote y celebres una sola misa, valieron la pena todos los años de estudio y preparación”. El contacto con el misterio, además del servicio, experimentar que a través de nuestra humanidad se realice la transustanciación y que in persona Christi se realice la Eucaristía, es algo bello e inenarrable dentro de lo que experimenta mi corazón. Yo le diría a los jóvenes que viven en esta sociedad líquida que encuentren la fortaleza de aquello sólido y firme, la enseñanza de Jesús prevalece a través del tiempo y del espacio, es tan fresca como lo fue hace dos mil años. El servicio es una fuente extraordinaria de alegría y plenitud de vida, entregar al hermano todo lo que somos y tenemos.

¿Qué aconsejaría a los sacerdotes que están desgastados y tristes? ¿Cómo recuperar esa alegría inicial que ahora podrían ver perdida durante su ministerio?

-Yo se lo he dicho a mis propios sacerdotes y he insistido para que no pierdan su identidad sacerdotal, qué son, a qué han sido llamados y a vivir una profunda vida de oración. Quien así la vive y está en sintonía completa con el Señor es capaz de enfrentar la soledad, las críticas, de enfrentar las tentaciones tan fuertes que vienen en la vida sacerdotal. No dejar nunca la liturgia de las horas, ni la preparación de las homilías en un contacto personal con la Palabra de Dios. Creo que todo esto nos puede mantener sanos y ajenos a muchos problemas.

¿Cómo conciliar el pensamiento de esta sociedad líquida que dice que el compromiso no es importante con el hecho de que el sacerdote es, precisamente, este signo de contradicción? -

-El punto central es darnos cuenta de la diferencia entre lo esencial y lo secundario. Muchos de nosotros nos dejamos llevar por vivencia de lo superficial y secundario para olvidar lo que es más importante. Formarnos en conciencia sobre lo qué es más importante en la vida, nuestra vida, es lo que nos podrá ayudar. Muchos de nuestros jóvenes que son llamados podrían descubrir su vocación. Yo afirmo constantemente que no hay crisis de vocaciones, hay crisis de respuesta a la vocación. No creo que Dios haya dejado de sembrar vocaciones en muchos corazones, lo que pasa es que en esta sociedad liquida, de la vivencia superficial de las cosas importantes, no hay capacidad de llegar al fondo de corazón, hay un cierto temor que se manifiesta no sólo en la vocación sacerdotal también en la matrimonial, es la incapacidad de los jóvenes para tomar un compromiso de por vida, tienen temor y huyen a esto. Creo que es parte de la incapacidad de descubrir lo más bello, importante y trascendental en nuestras vidas…

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