Las crisis del Reino de Dios
25 Domingo ordinario –A - Mt 20,1-16 24 de septiembre 2023
| Luis Van de Velde
Mons. Romero titula su homilía [1] “Las crisis del Reino de Dios”. “Si en esta hora, 1978, no hay hombres con crisis religiosa, no es hombre de ahora. No me extraña que hayan crisis.”. En su comentario al Evangelio de este domingo profundiza a partir de la pregunta : ¿Cuál es el pensamiento de Dios? Reflexionamos a partir de los siguientes párrafos.
“¿Cuál es el pensamiento de Dios, que está por encima de nuestros pensamientos? Y bendito sea Dios, que Dios no se identifica con el pensamiento de los hombres. Muchos sí quisieran, como dice aquella canción, “un dios de bolsillo”, un Dios que se acomode a mis ídolos, un Dios que se contente como yo pago mis jornaleros, un Dios que apruebe mis atropellos. ¿Cómo podrán rezar ciertas gentes a ese Dios el Padre Nuestro, si más bien lo tratan como uno de sus mozos y de sus trabajadores.”
Un primer paso es recordar que Dios (que se hizo cercano en Jesús) no se deja utilizar como instrumento en nuestras manos. Puede hacerlo con esos dioses de bolsillo, nuestros ídolos. Dan su (falsa) bendición a la injusticia (por ejemplo, en los salarios pagados) y a los crímenes, a la corrupción, a la falsificación de títulos oficiales de propiedad, al abuso político del poder para favorecer a su propia familia a costa de otras familias, etc, etc, ..... Monseñor Romero dice que esas personas no pueden orar el Padrenuestro que Jesús enseñó. Claro que tampoco les importa, sólo las apariencias (de una salsa cristiana sobre los pecados humanos) parecen interesarles.
“En el Evangelio de hoy, aparece Dios tomando la iniciativa. Salió a buscar trabajadores. (….) A la Iglesia no se viene con curiosidad política, se viene con piedad para buscar a Dios. Dios sale a buscarnos y a todos los anda buscando. ¡y qué hermoso saber que, a todas las horas de la vida, el Señor anda buscando”.
Un segundo comentario de Mons. Romero sobre este texto evangélico trata del hecho de que Dios nos está buscando, buscando obreros para su Reino de paz y de justicia, como en la parábola el dueño va buscando -todo el día- obreros para su viña. Qué mensaje tan hermoso y poderoso: creemos en un Dios que nos busca en cada momento, en cada época de nuestra vida, hablándonos, llamándonos y dándonos oportunidades para participar en la construcción de "un cielo nuevo y una tierra nueva", el Reino de Dios. Probablemente ni lo sabemos y no somos conscientes de la cercanía de su llamada. Es muy posible que hasta ahora hayamos escuchado más a los pequeños dioses de nuestra propia creación. En efecto, para escuchar y ver a ese Dios que busca a hombres y a mujeres, debemos hacer oídos sordos a esos ídolos y aprender a "escuchar" con oídos abiertos y a "ver" con ojos abiertos. Jesús mismo nos dijo desde dónde nos mira y nos habla: en el rostro violado de los pobres, de los hambrientos, de los que no tienen casa, de los extranjeros, de los detenidos, de los enfermos: personas vulnerables y dolientes. También en el silencio de nuestros corazones, de nuestras conciencias. En la comunidad de fe, podemos apoyarnos mutuamente para abrirnos a ese Dios.
“Lo que la parábola quiere elogiar es la iniciativa de Dios y la generosidad de Dios en pagar lo mismo al los dela última hora que a los que llegaron primero. La recompensa es generosa. (…) Ante Dios no tenemos privilegios ni derechos. Si lo hemos servido desde nuestra más pequeña juventud, ¡bendito sea Dios!, hemos usado bien la vida: pero eso no nos da derecho a sentirnos dueños de la Iglesia. Aunque seamos los obispos, aunque seamos los sacerdotes, podemos estar más necesitados de la misericordia de Dios que el pecador que acaba de convertirse y por su amor, tal vez, está más cerca de Dios de quien se siente dueño de la Iglesia. Dios es bondadoso. Nadie puede juzgar sus iniciativas. (…) El objetivo de esta parábola de los trabajadores de la viña refleja la crisis del primer cristianismo: eran los fariseos, los judíos que se convertían al cristianismo, que se sentían dueños del cristianismo porque (….) decían que ellos habían venido a adorar al Dios desde las primeras horas del día, se sentían con derechos; en cambio estos gentiles que San Pablo iba encontrando y dándoles a conocer el mismo Cristo, los consideraban como cristianos de segunda orden. (…) Lo resolvió la primera comunidad, así como se resuelve la parábola de hoy: pagando igual a todos. Es decir, dándoles a conocer el Dios que les acabo de presentar; un Dios que no reconoce privilegios, más que la santidad de cada hombre, venga de donde viniere. Para Dios no hay clases sociales; para Dios no hay categorías humanas. (…) “Mis pensamientos no son como sus pensamientos”. “Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”
El Concilio Vaticano II llamó a la Iglesia: pueblo de Dios. Desgraciadamente, esa concepción de la Iglesia no se desarrolló ni se profundizó más. Por supuesto, en nuestra Iglesia estructurada jerárquicamente, no es tan fácil aceptar que Dios "no reconoce más privilegios que la santidad de cada hombre, venga de donde venga". Monseñor Romero vuelve a poner el dedo en un punto débil (¿o es una herida?) de la Iglesia: tampoco los obispos y los sacerdotes son dueños de la Iglesia, también ellos son servidores ordinarios del Reino de Dios. Ni la vejez, ni el ministerio ordenado, ni los líderes pastorales, ni los/las religiosos/as, .... cuentan con privilegios especiales por parte de Dios. Sólo importa "la santidad" de cada ser humano, no importa cuán grande o pequeño seamos, cuánto tiempo hayamos sido cristiano o cuán poco, no importa qué lugar ocupemos en la jerarquía eclesiástica, no importan los títulos eclesiásticos que hayamos recibido, no importan las vestiduras litúrgicas que nos pongamos, no importa el hábito que llevemos,.....el único criterio es cómo trabajamos nuestra "santidad", hasta qué punto somos "santos/as".
"Dios es misericordioso. Nadie puede juzgar Sus iniciativas". Lo decimos, lo profesamos, pero la cuestión es si lo vivimos así. Los criterios y normas del "mundo" impregnaron también a la Iglesia, y en nuestra cultura todos los hemos "respirado" en alguna medida y los hemos hecho nuestros. Ser santo significa ser misericordioso como Dios es misericordioso. El modo de pensar y de actuar de Dios, de llamar y de acoger, no es el nuestro. También Jesús[2] tuvo que explicar que en el camino al Reino de los Cielos, los publicanos y las prostitutas andan mejor que muchos que pensamos que no necesitamos conversión, que vivimos bajo su cobertura religiosa - eclesiástica según las normas del "mundo". Por otra parte: los últimos serán los primeros. ¿Nos pondríamos celosos porque Dios es bueno, porque se dirige y llama e invita a todos, porque no mira el pasado de las personas, sino lo que podemos aportar a Su Reino? Para Dios no hay privilegios, ni tipos de personas, ni clases sociales (eclesiales). Con Dios, no tenemos que presentar diplomas, ni riquezas, ni títulos o nombramientos, ni C.V. ricamente rellenado, ni lista de publicaciones y reflexiones, ni tampoco antecedentes penales,...
El Dios que se hizo Humano en Jesús tiene criterios diferentes a los nuestros. No deja de tomar nuevas iniciativas para encontrarnos a los humanos, llamándonos para que rompamos con las normas de la lógica del mundo y cooperemos con su reino. Todos somos llamados en los caminos de Dios.... Y no olvidemos que, definitivamente, los últimos serán los primeros.
Preguntas para la reflexión y la acción personal y comunitaria.
- ¿Qué entendemos por un "dios de bolsillo"? ¿Nos hemos despedido ya realmente de esos ídolos? Qué podemos hacer todavía con ellos?
- ¿Cómo hemos experimentado en nuestra vida que Dios quiere encontrarse con nosotros, que sale a nuestro encuentro en todas las circunstancias de nuestra vida y nos invita a participar? Qué significa para nosotros ese encuentro?
- Dios nos busca allí donde estemos, por perdidos que estemos a veces, y nos ofrece -a cada uno de nosotros- ser misericordiosos, sí, santos como Él. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a arriesgarnos por Él? ¿Qué nos lo pone difícil?
[1] Homilías de Monseñor Oscar A. Romero. Tomo III – Ciclo A, UCA editores, San Salvador, primera edición 2006, p. 272 -274
[2] Mt 21,31