Jornadas de desierto IGNACIO DE LOYOLA Y CARLOS DE FOUCAULD: Ejercicios Espirituales y Jornadas de desierto

A Ignacio Dios le salió al encuentro desde el fondo de su fragilidad humana y el proceso de conocerse, aceptarse y perdonarse, le condujo a la disponibilidad del buscar y hallar a Dios en todo. Y este fue básicamente el esquema de los Ejercicios Espirituales como base de su apostolado. Esto no se opone, más bien se complementa, con lo que el discípulo con preeminencia de Carlos de Foucauld, que fue René Voillaume, nos ilumina






A Ignacio Dios le salió al encuentro desde el fondo de su fragilidad humana y el proceso de conocerse, aceptarse y perdonarse, le condujo a la disponibilidad del buscar y hallar a Dios en todo. Y este fue básicamente el esquema de los Ejercicios Espirituales como base de su apostolado. Esto no se opone, más bien se complementa, con lo que el discípulo con preeminencia de Carlos de Foucauld, que fue René Voillaume, nos ilumina:

También nosotros, como Jesús durante su vida terrena, necesitamos períodos de retiro y de desierto, que “no deben parecer períodos quitados a los hermanos”. El período de tiempo de desierto es esencial para profundizar nuestra vida de oración. Desierto no es sinónimo de retiro: no todo lugar de retiro es un desierto y lo que normalmente se llama Ejercicios Espirituales no es comparable a un período de desierto. Cada lugar lleva en si mismo un significado espiritual en la medida en que, a través de nuestros sentidos, ayuda a imprimir una señal en nuestro espíritu. San Juan de la Cruz señaló la importancia de los lugares como medio de preparación para la contemplación. El desierto no es solo un lugar solitario y silencioso, ya que puedes encontrar muchos en el mundo e incluso en el corazón de nuestras ciudades.El desierto es más que un lugar de retiro, porque ocupado por estas soledades áridas parece un sin sentido frente a los espacios más fértiles y superpoblaos. Como la oración de adoración pura, de la que es imagen, el desierto aparamente no sirve para el hombre. El desierto lleva al hombre al límite de su debilidad e impotencia y lo obliga a buscar la fuerza sólo en Dios. Lleva en sí el signo de la pobreza, de la austeridad, de la extrema sencillez, del desamparo total de la persona que descubre su debilidad, ya que el ser humano no es capaz de subsistir por sí mismo frente al desierto,su extensión y en su vacío donde manifiesta sus propios valores. 

Así, el desierto es inútil para el ser humano. Por contra, es Dios quien conduce al desierto, ya que el espíritu no puede permanecer allí sin ser alimentado directamente por Dios. En esto se diferencia un período de desierto de un retiro en el que es bueno, por el contrario, buscar medios externos para renovar la fe: conferencias, participación en la liturgia, oraciones en común, discusiones con un director espiritual, etc.. Estos retiros son necesarios y por otra parte pueden tener, según la madurez espiritual de cada persona, diversos grados de soledad. El desierto, por el contrario, es un intento de avanzar desnudos, débiles, desprovistos de todo apoyo humano, en ayuno de alimentos terrestres e inclusive espirituales, hacia el encuentro con Dios, y no habrá que ir muy lejos. Nuestra oración, cuando sea el resultado de una actividad de las virtudes teologales, implica siempre una experiencia respetuosa del alimento divino. El periodo del desierto es una prueba, un intento lleno de confianza para instar a Dios a que venga hacia nosotros, en nuestra impotencia, para conducirnos a él. Lo que, por tanto, es esencial, en un período de desierto, es el despojo total y la espera serena y silenciosa de Dios en cierta inactividad de nuestras capacidades. Esta espera pasiva, sin respuesta de Dios, sería dañina si se prolongara mucho, pero está llena de ventajas si es breve, como un grito de auxilio lanzado hacia Dios y que necesitamos, de vez en cuando, para apoyar nuestra oración. 

No debemos emprender retiros prolongados en el desierto de forma temeraria, sin dirección espiritual. Para ir al desierto, uno debe creer que Dios puede venir a nosotros encontrarlo en la oración y, para obtener la gracia de esta visita, hay que desearla con confianza y alegría. El día en el desierto nos recuerda regularmente la necesidad de esta espera. Nos recuerda las condiciones de preparación necesarias para recibir esta gracia: humildad de corazón, no confiar en un mismo, aceptar la ausencia de consuelos sensibles y la austeridad de este modo de encontrar a Dios; porque, si el Espíritu Santo nos visita, no sucederá al menos que primero nos olvidemos de nosotros mismos. Para convertirse en camino hacia Dios, el desierto debe ser acogido con espíritu de absoluta pobreza y silencio interior. Es también en la desnudez del desierto donde caerán las ilusiones de todo lo que estorba a nuestro corazón. No se puede soportar caminar mucho, solo en el desierto, si no si tiene un corazón sencillo y pobre y si todavía se espera de la vida algo más que solo Dios. Por eso las tentaciones de hacernos útiles a los hombres, de un modo diferente de la trascendencia divina o del amor divino, la tentación de establecer el reino de Dios por medios distintos a los utilizados por el mismo Jesús, no serán definitivamente vencidos hasta que lo hagamos en el desierto, como lo hizo Jesús. No, no somos más débiles en el desierto que en cualquier otra parte, pero en el desierto estamos en condiciones de hacer una elección más absoluta y radical, una elección cuyas alternativas, durante nuestra vida habitual, se desvanecen por la multiplicidad de actividades diarias y por los innumerables compromisos más o menos conscientes.

El consuelo de un encuentro con Dios en la desnudez del desierto se nos presenta entonces como fuente y guardía de nuestra fidelidad a las exigencias de la contemplación en el ritmo pleno de la vida, de renovación de nuestra vocación como permanentes en la oración; se inscribe también en nuestra vocación de ser salvadores con Jesús a través de una oración de intercesión cuya intensidad exige, en sí mismo, el absoluto del desierto.

Para nosotros, discípulos de Foucauld, la llamada a vivir en el desierto no deriva de una vocación solitaria permanente, ni de una vocación monástica que implica la separación del mundo como elemento esencial y permanente en la búsqueda de la santidad, sino que es parte de la realización misma de nuestra vocación y misión de oración de adoración e intercesión. Es el mismo Espíritu que nos empuja a bajar y mezclarse con la multitud y a subir a la montaña solos. Las estancias de Jesús en el desierto encajan plenamente en su misión de Salvador. La adoración del Padre es la oración pura del Redentor, en toda la extensión de la misión y de la responsabilidad por la salvación de todos los hombres. Prueba de ello son las tentaciones que sufre por parte del Maligno, así como ciertas noches de oración: las que preceden a la elección de los apóstoles y la del huerto de Getsemaní. Es un estado extremo de oracion. Ciertos apóstoles y ciertos santos, elegidos por Dios para una gran obra de evangelización, vivieron estados de oración similares: San Pablo en el desierto de Arabia, San Francisco de Asís en muchas de sus ermitas y, sobre todo, en La Verna.

Necesitaríamos renovar siempre nuestra fidelidad a la gracia de nuestra vocación, y para ello iremos al desierto. Además, en algunos momentos, sentiremos, como fruto de una generosa fidelidad a la gracia de la vocación, la necesidad de una pura oración de intercesión, como Jesús en su vida pública, sientió la angustia de la salvación de aquellos a quienes es enviado, o se tiene conocimiento de la inmensidad del mal, que sólo la oración pura puede erradicar. «Este tipo de demonio, el espíritu impuro, sólo puede ser expulsado con la oración» (Me. 9:29). Esta última forma de oración se injerta y lleva a la Pasión de Jesús, por aquí han pasado muchos santos, y esto está en consonancia con la vocación redentora de las fraternidades.

CONCLUSIÓN

La vida contemplativa, enclaustrada o no, no es más que una anticipación de lo que debe ser un día el estado de vida de toda criatura humana: es su última y auténtica justificación. Sin esto, no tiene sentido. Anticipamos así cuál debe ser el destino de toda persona salvada y glorificada por Cristo. Sabemos muy bien que algunas de las justificaciones humanas, que con demasiada frecuencia se invocan, no dan cuenta realmente de la legitimidad del voto de castidad: la única válida es la de la anticipación. Está en el plan de Dios que el estado de castidad sea un día el de todo ser humano. Por lo mismo, ninguna razón justifica más que la vida consagrada, que el hecho de ser simplemente una anticipación de la visión beatífica. A pesar de nuestra debilidad y del modo miserable en que llevamos tal vocación, nuestro estado de vida sigue siendo el sustento de una vocación sobrenatural de la humanidad. El mundo necesita ver que son posibles estas realidades, no sólo afirmadas por una predicación, sino que también realmente anticipadas, ante sus ojos, en algunas vidas humanas.

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