"A todos nos llega la muerte, pero vivimos ignorándola" ¡Nadie está preparado!

“Hoy reflexionamos sobre el contraste que existe entre la esperanza cristiana y la realidad de la muerte. Nuestra civilización moderna trata de suprimir y disimular la muerte, hasta el punto de que cuando llega nadie está preparado, ni tiene tampoco los medios para darle un sentido. La muerte es un misterio, manifiesta la fugacidad de la vida, nos enseña que nuestro orgullo, ira y odio, son sólo vanidad; que no amamos lo suficiente, que no buscamos lo esencial” (Papa Francisco)
"¿Cómo podemos llenar nuestra vida de esa trascendencia?"
Esta carta tiene una motivación especial para la Comisión ecuatoriana de Justicia y Paz, nace de una realidad que nos ha afectado profundamente; en estos últimos tiempos, hemos perdido a entrañables amigos como Serafín Ilvay, Andrés León, el P. Lauren Fernández y tenemos otros compañeros que están sufriendo graves quebrantos y riesgos para su salud. Nos sentimos íntimamente involucrados y esto nos impele a reflexionar sobre el sentido de la vida y de la muerte.
Reflexionar sobre nuestra muerte es reflexionar sobre nuestra vida. La muerte es una dimensión de la vida. La muerte siempre es un misterio, es la gran incógnita y la principal crisis existencial. Es una realidad que está siempre presente en la vida, sabemos que un día, tarde o temprano llegará, pero vivimos ignorándola, salvo cuando nos afecta directamente, ya sea por nuestra propia situación o por la pérdida de las personas que queremos. La muerte es parte de la vida y la vida es parte de la muerte.
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Ante la muerte afloran los más fuertes sentimientos: rechazo, negación, aceptación, consuelo, fe, esperanza…En gran parte nuestra actitud depende del sentido que demos a ese tránsito. Cada una de las culturas tiene sus propias costumbres, símbolos y rituales frente a la muerte; en algunos pueblos se acepta como una parte integral del ciclo de la vida misma; en otros, cuando se vive en un círculo interminable de pasiones o en un activismo permanente, se trata de evitarla, suprimirla y esconderla.

Hay muertes que nos cuestionan y nos obligan a preguntarnos “los porqués”, como cuando mueren niños o jóvenes que no han desarrollado todo su potencial humano o cuando fallecen personas que hubieran podido salvarse si hubieran tenido una adecuada atención en su salud. Nos sorprende si llega de forma imprevista o por un accidente. Otras nos indignan, cuando hay vidas segadas por la cruel y estéril violencia o cuando mueren en soledad, abandonadas por los suyos. En muchos decesos percibimos la cínica máscara de la cultura del descarte.
Hay otras muertes de personas que han cumplido su ciclo vital y asumen este paso con un sentido trascendente; al sentir que están en peligro o que la llama vital se apaga, se ponen en manos de Dios: “Que se haga, Señor, tu voluntad”. Otras se convierten en ejemplo, es el caso de las personas que se sacrifican por los demás, como Mons. Alejandro Labaka, la Hna. Inés y tantos otros que han entregado su vida al servicio del bien común y con amor al prójimo.
Al final cada persona muere sola, no podemos atisbar el más allá, pero este trance se hace más asumible cuando hay la posibilidad de despedirse y se es acompañado por el afecto de la familia y amigos. En algunas comunidades todavía este “paso” es un tiempo compartido y su recuerdo permanente es un desafío a la muerte.
La muerte es la recapitulación que da sentido a toda la vida, permite ver lo que son muchas de nuestras vanidades, evidencia la petulancia del orgullo y de incansable lucha por el placer, el prestigio, el poder o el dinero, pero,“También nos indica que solamente el bien y el amor que sembramos mientras vivimos permanecerán” (papa Francisco)
¿Cómo podemos llenar nuestra vida de esa trascendencia? Debemos analizar nuestras prioridades, si creemos en el Reino de Dios y en el Evangelio, debemos asumir que la vida es un peregrinaje hacia la casa del Padre y la vida plena, comprometiéndonos con todo nuestro corazón e intelecto para hacer el bien y compartir nuestra existencia solidariamente, en comunidad. Los que han dado su vida a los demás, siguen con vida en los que amaron y se alimentaron de su vida.
En medio del dolor por la pérdida de seres queridos y amigos, surge la esperanza y la confianza que nos viene de Cristo Resucitado quien nos dice: “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Lucas, 20,38), sabiendo que “Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, porque yo soy la resurrección y la vida” (Juan, 11,25-26).
