Kiyome: Purificación


Respondiendo a la petición de uno de los comentaristas del post anterior, que deseaba un comentario cristiano sobre los difuntos, a continuación del comentario budista, reproduzco aquí hoy el post del año pasado sobre el Purgatorio como refrigerio.En japonés, KIYOME, es decir, Purificación)

También en Japón niños y niñas de primaria compran hoy calabazas y máscaras para pedir propina gritando ¡Haa-roo-uinnn...! , fonética nipónica del Halloween inglés. Japón lo importa y adapta todo, desde las chocolatinas por san Valentín hasta la rosa y el libro por san Jordi.

Los antiguos irlandeses y escoceses celebraban el comienzo del invierno, la víspera del Samhaim, misterioso rito de tránsito y cruce del mundo humano con el divino. La liturgia cristiana bautizó la religiosidad local y la incorporó en el día de Todos los Santos.

Se quejaba un obispo hispánico catastrofista de “la ola de laicismo que nos invade” y de “las fiestas religiosas convertidas en puente para ir a la playa”. Pero también muchas festividades cristianas comnenzaron absorbiendo la fiesta local (comenzando por el Sol invictus en Navidad...).

(En cuanto a lo de las beatificaciones romanas etc... ya se sabe que “ni están todos los que son, ni, sobre todo, son todos los que están, sobre todo algunos...).

En la misa infantil de las once, dialogando con el parvulado de la primera fila, tengo que explicarles que “Todos los Santos” y “Los difuntos” son una misma fiesta. Han escrito en un cartel con ideogramas japoneses de colores la frase del Credo: “Creo en la comunión de lo santo y de los santos”: La comunidad cristiana es la que se reúne en torno a “lo santo: la Eucaristía” (así nos lo enseñó el teólogo Ratzinger hace cuarenta años), y en ella se reúnen vivos y difuntos, por eso somos comunión de “los santos” reunida en torno a “lo santo”.

La liturgia llama santos a quienes no lo somos, pero somos hechos santos por Dios que nos santifica.

Para la misa de nueve el chip ha de ser distinto, porque vienen personas mayores, catequizadas en la era preconciliar. La viuda del señor Tanaka pregunta si, a pesar de tantos sufragios, todavía estará su marido en el Purgatorio (“Como el pobre tenía tantos “asuntillos” fuera de casa...”, comenta sonriendo).

Y el señor Nakamoto viene a la sacristía preguntando cómo ganar indulgencias. Habrá que comenzar tranquilizándoles, en vez de agobiarles con imágenes de almas en pena o fuegos de purgatorio. “Nada de fuego, ni de sala de espera; nada de purgar, expiar o pagar penas para satisfacer, según el estilo jurídico heredado de la mentalidad romana; nada de comprar indulgencias como quien paga multas de tráfico”.

“Entonces, ¿es que ya no hay Purgatorio?”, dice perpleja la viuda Tanaka. “¿Será, dice el bromista Nakamoto, que mientras el planeta se calienta el Purgatorio se enfría?” Pues habrá que aclarar en la homilía qué queda o qué no queda del Purgatorio.

Ante todo, “Purificatorio” es el nombre del símbolo mal llamado “Purgatorio”. En vez de purgarnos antes de contemplar cara a cara el Misterio de la Vida, es al revés: el encuentro con ese misterio nos purifica, según dice la carta primera de Juan: “Se manifestará entonces lo que somos... Veremos cara a cara... Esa vista nos purifica” (1 Jn 3, 1-3; segunda lectura de la liturgia de Todos los Santos).

Orar recordando a lo seres queridos (más que orar por ellos, orar en compañía de ellos y por su intercesión) es tradición antigua en la Iglesia. Solamente desde el siglo cuarto se menciona un “purgatorio”. Predicadores como san Cipriano tomaron a la letra lo del “fuego que quema la paja y purifica el oro” (1 Corintios 3, 12-15) y usaron la palabra “purgar”, de donde salió el “purgatorio”. La mentalidad jurista latina elucubró sobre expiar y pagar penas, incluso por lo ya perdonado. Las iglesias griegas preferían hablar de “purificación” y divinización en el trance de la muerte, en vez de purga y satisfacción expiadora.

El Concilio de Florencia buscó un compromiso (como ocurre a menudo en documentos eclesiásticos, para contentar a dos extremos de la feligresía): quitó lo del fuego, tranquilizando asíando a las comunidades griegas, y mantuvo la expiación, dando gusto a las latinas.

Pero se complicó la cosa por el trapicheo mercantil de las indulgencias, que con razón criticó Lutero. El Concilio de Trento prohibió las exageraciones pirómanas de la predicación, pero no se le hizo caso y siguieron exhibiéndose los cuadros de ánimas achicharrándose en llamas (De pequeño, recuerdo cómo me impresionaba ver esas imágenes de tamaño natural en san Nicolás y san Antolín, en Murcia, unos cuadro inmensos de ánimas en pena; ignoro si, por fin, los habrán quitado).

El Concilio Vaticano II corrigió de nuevo (Lumen gentium, 49-51) y el Catecismo del 92, en vez de “purgar”, habló de “purificarse”. Queda, por tanto, la riqueza del símbolo refrescante de la purificación, como en el agua bautismal cristiana o en el kiyome sintoísta con agua pura. Recordamos sin ansiedad a los seres queridos difuntos, que ya descansan, como se canta en el Requiem, en el lugar “del refrigerio, la luz y la paz”.

Lo dije, en vida de mi madre, en una homilía, y comentó ella, desde la sensatez acumulada de sus ochenta y nueve años: “Hijo mío, esta teología es un alivio, pero, ¿por qué los curas lo teníais tan callado hasta ahora?”.
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