Desafíos que surgen de los resultados de las elecciones en Chile Dignidad o miedo, la encrucijada de Chile

Dignidad o miedo, la encrucijada de Chile
Dignidad o miedo, la encrucijada de Chile

La primera vuelta electoral del pasado domingo 16 de noviembre reveló a un país dividido entre la búsqueda de dignidad social y el avance de un discurso de control que se alimenta del miedo. Con un Parlamento inclinado hacia la derecha dura, Chile enfrenta una encrucijada histórica cuyo desenlace excede la elección presidencial.

Mientras el país votaba, el Papa León XIV recordó que el futuro solo será posible si se escucha el grito de los pobres. En un Chile herido por la soledad, la inseguridad y la fractura social, la Iglesia está llamada a reconstruir comunidad y defender la justicia como condición para la paz.

La primera vuelta presidencial dejó a Chile ante una fractura profunda entre dos modelos de sociedad: la búsqueda de dignidad social y el deseo de control frente al miedo. Jannette Jara obtuvo el primer lugar con el 26,8 por ciento, seguida por José Antonio Kast con 23,9 por ciento.

Pero la clave para comprender este momento no está solo en la papeleta presidencial: está en el Parlamento fue electo en paralelo (según los resultados disponibles al cierre de esta nota), donde la derecha, la ultraderecha y el populismo liberal quedaron a dos escaños de lograr el quórum necesario que pueden modificar la Constitución. Es una correlación de fuerzas inédita desde el retorno a la democracia.

Estos resultados expresan un malestar que la gente conversa y reflexiona, referidos a la inseguridad cotidiana, el miedo a la delincuencia en barrios y poblaciones, la precariedad laboral, la desigualdad que continúa y aumenta, y una desconfianza estructural hacia las instituciones. Aunque falta el balotaje del 14 de diciembre, el país ya dejó ver los contornos de un futuro que aún no logra definir.

En este panorama, la dimensión de la fe no es un detalle menor. Diversos estudios muestran que entre la mitad y dos tercios de la población chilena se declara creyente o religiosa. Esto significa que la fe sigue viva pero la pertenencia eclesial se ha debilitado enormemente. Hay espiritualidad pero hay poca vida comunitaria; hay búsqueda de sentido pero escasas experiencias de fraternidad.

Esta desconexión explica, al menos parcialmente, por qué sectores del mundo creyente en estas elecciones han oscilado entre opciones orientadas a la justicia social y otras han estado centradas en la seguridad, “carcel o muerte” se ha dicho, más un abierto rechazo hacia migrantes incluso si no hay antecedentes delictuales.

En este escenario, la Iglesia no puede seguir refugiándose en la prudencia ni limitarse a declaraciones genéricas. Algunos pueden pensar que el reciente mensaje de los obispos (“En tiempos de incertidumbre, seamos signo de esperanza”), emitido dos días antes de las elecciones, llegó tarde. Y no les falta razón. Pero si ese tono profético se mantiene en el tiempo, y ayuda a discernir temas sociales clave para la gente, la jerarquía podría comenzar a recuperar su credibilidad perdida por los abusos. Podría, pero no bastaría por sí solo.

Podría decirse que, desde que una parte de la jerarquía optó por replegarse a las sacristías justo cuando el país recuperaba la democracia —y luego centró su voz casi exclusivamente en el derecho a la vida al nacer o al morir—, la Iglesia dejó de promover y sostener comunidades de base por temor a la crítica política, mientras los abusos la corroían por dentro.

No obstante, la experiencia muestra que la vida comunitaria es decisiva. Sin comunidad, la fe queda expuesta a discursos que prometen certezas rápidas, identidades cerradas y respuestas simples para miedos profundos. Es el resultado de décadas de debilitamiento pastoral y de un alejamiento progresivo entre Iglesia, territorio y sufrimiento cotidiano.

Por ello, hoy, mientras Chile votaba el último domingo, la homilía pronunciada por el papa León XIV ofreció una brújula ética inesperadamente precisa para la realidad del país.

El Papa, siguiendo la línea de su exhortación apostólica Dilexi te, recordó que “Dios está del lado de los más pequeños, del huérfano, del extranjero y de la viuda” y que la Iglesia debe ser “madre de los pobres, lugar de acogida y de justicia”.

Su mensaje fue aún más directo: “Exhorto por ello a los Jefes de Estado y a los Responsables de las Naciones —entiéndase a quienes gobiernan o van a gobernar— a escuchar el grito de los más pobres”. Y añadió una advertencia que interpela de manera especial a nuestro país: “No podrá haber paz sin justicia, y los pobres nos lo recuerdan de muchas maneras, con su migración, así como con su grito tantas veces sofocado por el mito del bienestar y del progreso que no tiene en cuenta a todos, y que incluso olvida a muchas criaturas abandonándolas a su propio destino”.

Estas palabras describen con precisión el clima chileno y León XIV una vez más apuntó al corazón del problema: no habrá paz sin justicia. Y sin justicia, la seguridad —aunque se invoque a diario— se desvanece o se transforma en violencia institucional.

En treinta días más, casi 15 millones de habitantes volverán a votar. Pero, gane quien gane, el país enfrentará un escenario complejo: fragmentación política, cansancio social, irritación acumulada y un Congreso con inclinación marcada hacia políticas de control más que de cuidado.

La dirección profunda está en lo que el Papa planteó con tanta claridad: volver a los pobres, recomponer vínculos sociales, construir comunidad, romper la soledad estructural, anunciar un Evangelio que hable de justicia y toque las heridas reales de la gente. La Iglesia tiene una responsabilidad ineludible: recuperar territorio, acompañar los miedos sin canonizarlos, escuchar antes de hablar y defender la democracia como espacio donde la dignidad humana se protege y no se negocia.

Más allá de los resultados del balotaje de diciembre, lo que está en juego no es simplemente un gobierno, sino el alma social de Chile, y con ella las condiciones mínimas para la paz. Para eso, en palabras del teólogo chileno Ronaldo Muñoz, se trata de acompañar con el Evangelio la vida del pueblo.

La primera vuelta presidencial dejó a Chile ante una fractura profunda entre dos modelos de sociedad: la búsqueda de dignidad social y el deseo de control frente al miedo. Jannette Jara obtuvo el primer lugar con el 26,8 por ciento, seguida por José Antonio Kast con el 23,9 por ciento.

Pero la clave para comprender este momento no está solo en la papeleta presidencial: está en el Parlamento electo en paralelo (según los resultados disponibles al cierre de esta nota), donde la derecha y la ultraderecha, , si se añade el populismo liberal, quedaron a solo dos escaños de alcanzar el quórum requerido para modificar la Constitución. Es una correlación de fuerzas inédita desde el retorno a la democracia.

Estos resultados expresan un malestar extendido que se escucha a diario en barrios y poblaciones: inseguridad, miedo a la delincuencia, precariedad laboral, desigualdad persistente y una desconfianza estructural hacia las instituciones. Aunque falta el balotaje del 14 de diciembre, el país ya dejó ver los contornos de un futuro que aún no logra definir.

En este panorama, la dimensión religiosa no es un detalle menor. Diversos estudios muestran que entre la mitad y dos tercios de la población chilena se declara creyente o religiosa. La fe sigue viva, pero la pertenencia eclesial se ha debilitado enormemente. Hay espiritualidad pero poca vida comunitaria; búsqueda de sentido pero escasas experiencias de fraternidad. Esta desconexión ayuda a explicar por qué sectores del mundo creyente han oscilado entre opciones orientadas a la justicia social y otras centradas en la seguridad, incluso con rechazo hacia migrantes aunque no tengan antecedentes delictuales.

La experiencia demuestra que la vida comunitaria es decisiva. Sin comunidad, la fe queda expuesta a discursos que prometen certezas rápidas, identidades cerradas y respuestas simples a miedos profundos. Es el resultado de décadas de debilitamiento pastoral y de un alejamiento progresivo entre Iglesia, territorio y sufrimiento cotidiano.

Puede decirse que, desde que una parte de la jerarquía optó por replegarse a las sacristías justo cuando el país recuperaba la democracia —y luego centró su voz casi exclusivamente en el derecho a la vida al nacer o al morir—, la Iglesia dejó de promover y sostener comunidades de base por temor a la crítica política, mientras los abusos la corroían por dentro.

En este contexto, la homilía pronunciada por el papa León XIV este domingo 16, mientras Chile votaba, ofreció una brújula ética inesperadamente precisa para nuestra realidad. El Papa, siguiendo la línea de su exhortación apostólica Dilexi te, recordó que “Dios está del lado de los más pequeños, del huérfano, del extranjero y de la viuda” y que la Iglesia debe ser “madre de los pobres, lugar de acogida y de justicia”.

Su mensaje fue aún más directo: “Exhorto por ello a los Jefes de Estado y a los Responsables de las Naciones —entiéndase a quienes gobiernan o van a gobernar— a escuchar el grito de los más pobres”. Y añadió una advertencia que interpela de manera especial a nuestro país: “No podrá haber paz sin justicia, y los pobres nos lo recuerdan de muchas maneras, con su migración, así como con su grito tantas veces sofocado por el mito del bienestar y del progreso que no tiene en cuenta a todos, y que incluso olvida a muchas criaturas abandonándolas a su propio destino”.

Estas palabras describen con precisión el clima chileno: un país donde la soledad se ha vuelto estructural, donde barrios enteros viven sin redes de apoyo, donde la migración es convertida en chivo expiatorio, donde mujeres y jóvenes sostienen cargas que el Estado no alivia y donde la promesa del progreso dejó demasiadas familias atrás. León XIV apuntó al corazón del problema: no habrá paz sin justicia. Y sin justicia, la seguridad —aunque se invoque a diario— se desvanece o se transforma en violencia institucional.

En treinta días más, casi 15 millones de habitantes volverán a votar. Pero, gobierne quien gobierne, Chile enfrentará un escenario complejo: fragmentación política, cansancio social, irritación acumulada y un Congreso con inclinación marcada hacia políticas de control más que de cuidado.

En este escenario, la Iglesia no puede seguir refugiándose en la prudencia ni limitarse a declaraciones genéricas. Algunos pueden pensar que el reciente mensaje de los obispos, emitido dos días antes de las elecciones, llegó tarde. Y no les falta razón. Pero si ese tono profético se mantiene, acompaña procesos comunitarios y ayuda a discernir temas sociales clave, la jerarquía podría comenzar a recuperar parte de la credibilidad perdida por los abusos. Podría, pero no bastará por sí solo.

La dirección profunda está en lo que el Papa planteó con tanta claridad: volver a los pobres, recomponer vínculos sociales, construir comunidad, romper la soledad estructural y anunciar un Evangelio que no tema hablar de justicia y toque las heridas reales de la gente. La Iglesia tiene la responsabilidad ineludible de recuperar territorio, acompañar los miedos sin canonizarlos, escuchar antes de hablar y defender la democracia como el espacio donde la dignidad humana se protege y no se negocia.

Más allá de los resultados del balotaje de diciembre, lo que está en juego no es simplemente un gobierno, sino el alma social de Chile, y con ella las condiciones mínimas para la paz. Se trata, en palabras del teólogo chileno Ronaldo Muñoz, de “acompañar con el Evangelio la vida del pueblo”.

Etiquetas

Volver arriba