Que la conclusión del luto oficial por las víctimas de la pandemia no sea el fin de su memoria Nuestro deber de recordar a aquellos que no pueden hablar

Frente a la incomprensión entre creyentes y no creyentes en torno al rol de Dios en la pandemia y las muertes por ella provocadas, irrumpe el común deber de la memoria

Querido Javier:

Encaminados desde hace semanas hacia el periodo estival, hemos vuelto a sentir el sol sobre nuestra tez. Dan, sin dudas, ganas de abrir spotify y poner de hilo musical el célebre himno Here Comes the Sun, que cantaba George Harrisonen The Beatles. Mañana entra una parte de los territorios de España en fase dos. Otros ya acceden a fase tres. El fin de este largo momento se vislumbra cercano.

Sin embargo, la tentativa, precisamente ahora que vuelve el Sol, puede ser que intentemos pasar por lo que hemos experimentado como un mal sueño.; como aquel que se levanta de una pesadilla y se dirige con prontitud a la cocina, prepara el café y comienza el día. Pero no, no podemos pasar de puntillas por lo vivido y, aunque nos cueste y prefiramos evadirnos (actitud, por otra parte, completamente lógica), debemos hablar sobre lo que hemos vivido. Mejor dicho: debemos dialogar. Hablar, quizá, se ha hablado demasiado en los últimos meses. E, incluso, gritado en medio del conflicto por la atribución de las responsabilidades de la crisis, que ha alcanzado en algunos discursos el inadmisible punto de volver a politizar la muerte: casi 30.000 personas, según las estimaciones del Ministerio de Sanidad, que peligran ahora de pasar de cifra sin rostro a arma arrojadiza en la política. Hoy, en estos días de luto oficial, volvemos nuestra mirada hacia ellos y ellas.

La muerte en principio no tiene por qué ser un mal en el sentido radical del término: es un hecho de la existencia, una imposición biológica. Así lo vive quien ha experimentado una larga vida y muere rodeado de sus seres queridos. Sin embargo, y más allá de nuestra percepción oscura sobre ella –anticipo de la negrura en la que nos sumimos tras ella– la muerte se puede convertir en un mal y en un mal radical, como atestiguan tantas vidas inocentes sesgadas a lo largo del tiempo y de la historia. Vidas cortadas, interrumpidas injustamente. A medio camino entre la imposición biológica y el mal evitable se encuentran las muertes acaecidas por la crisis de la COVID-19. Hay en ellas algo de biológico, sin duda. Es la muerte por un virus que a todos nos ha encontrado desprevenidos en pleno siglo XXI. Pero no podemos obviar que hay algo de estructural y, por tanto, de mal radical: residencias abandonadas, selección de enfermos, realidades que se han cebado con el sector particularmente vulnerable de nuestros ancianos.

Ante esta extraña vuelta de la muerte a primera plana mediática, irrumpían distintos artículos que mostraban el absurdo del Dios omnipotente y juez como explicación de lo experimentado. Rafael Argullol apuntaba críticamente hacia la voz necesitada “de encontrar un juez que la condene por las faltas cometidas”. “Hoy nos hemos deshecho de Dios como de una chapuza primitiva”, señalaba Santiago Alba Rico en eldiario.es. En sus reflexiones, como en tantas ocasiones sobre las que se piensa sobre los límites de la existencia, se remitía al absurdo de la idea del Dios juez, al que –por otra parte- ambos referencian como un asunto del pasado. Su presentación remite a una larga literatura, que hunde su raíz en una teodicea en la que el mal, y particularmente la muerte, aparecen como principales acusadores en el tribunal contra la existencia de Dios.

Sin embargo, en mi modesta opinión, la cuestión a este respecto (no en lo relativo a otros puntos del análisis de ambos pensadores) es más compleja de lo que artículos como los citados reflejan. Uno, porque Dios no ha desaparecido para gran parte de la población (66% de la población española y 71% de la europea se consideran cristianos, según refleja el Informe del Pew Research de 2018); dos, porque para los que creen en Dios la explicación de la crisis no se presenta necesariamente en la figura de juez exterminador que envía las plagas a la tierra, esta vez la del coronavirus. Afirmaciones de este tipo son el fruto de una falta de comprensión de la complejidad religiosa por parte de nuestras voces seculares, alimentadas –a su vez– por los sectores religiosos más alarmistas, que efectivamente tratan a Dios como si de un juez implacable se tratara.

La pertinente cuestión que ambos artículos traen a colación no implica necesariamente una respuesta firme sobre Dios. Más bien, nos sitúa en el límite de la existencia, en ese espacio liminal donde la respuesta puede reforzar la esperanza en la creencia o la sospecha ante cualquier divinidad. Respuestas ambas perfectamente válidas, pero insuficientes ante la magnitud de la cuestión y el dolor experimentado. Así lo mostraba la ministra Margarita Robles a la hora de cerrar la morgue del Palacio de Hielo en Madrid. A muchos, como a Habermas, la crisis nos ha revelado lo poco que sabíamos. También a este respecto.

Y es que el problema de la incomprensión no remite a la pertinencia de la cuestión, sin duda necesaria, sino a la perspectiva desde la que se afronta: el saber en un sentido estricto. ¿Qué es lo que podemos saber sobre Dios ante la muerte injusta? Relativamente poco. Incluso nada, pues no constituye una tesis ni verificable ni objetivable. No obstante, entre el fanatismo religioso y el dogmatismo científico hay –como siempre– términos medios. Y se me ocurren muchos verbos que pueden expresar distintas concepciones de un saber en sentido amplio y que concuerdan mejor con la cuestión planteada: confiar, sospechar, amar, esperar, indignarse, rebelarse, callar. Y, por supuesto, recordar. Hoy, este verbo se me antoja particularmente pertinente para tratar de abordar esta cuestión.

El debate sobre qué podemos saber acerca de Dios y la muerte injusta nos puede cegar el qué debemos hacer, donde personas religiosas y no religiosas poseen un campo común en el imperativo de la memoria. Y la impotencia que surge ante el “poco pudimos hacer” y “qué poco podemos saber” se torna compromiso exigente de futuro: os recordaremos, con vuestros nombres y apellidos para que no vuelva a suceder. La impotencia cede paso a la responsabilidad y al compromiso para las voces seculares y religiosas en torno a este eje común.

El límite no solo nos desarma de respuestas, sino que nos exige creatividad para ser capaces de trazar caminos donde antes no había sendero desbrozado. Y el deber de memoria supone un impulso en pos de esta meta tanto para las voces seculares como para las religiosas. A las voces seculares, la creatividad para saber ver que, a ojos del creyente, Dios no es solo la imagen del juez, una chapuza remedada del pasado, y que las respuestas dadas por las tradiciones religiosas exceden largamente esa figura. E, incluso, parte de esas respuestas se encuentran con el común compromiso del deber de memoria que a todos los ciudadanos se nos impone con la misma fuerza con la que se nos ha impuesto el virus.

Para las voces religiosas, implica que la respuesta ante la muerte no solo se conjuga en cuestiones de juicio individual: (¿qué hago/he hecho?), sino también en deber colectivo de memoria: “Haced esto en memoria mía”, dijo Jesús antes de perecer en una muerte injusta, arquetipo que recorre la Biblia a través de las figuras como el siervo sufriente de Isaías y Job. Y que esa memoria actualizada de Jesús no da una respuesta fija, sino una pregunta continua que se empalabra de modo distinto en cada contexto: ¿Cuándo, Señor, te vimos? Hoy, en el rostro del enfermo, del que ha vivido el confinamiento sin hogar, del anciano temeroso en la residencia. Por ellos, voces seculares y religiosas se han unido a propuesta de la Comunidad de Sant Egidio en la firma de un manifiesto en el que se reclama un futuro para Europa desde los ancianos.

Sabemos poco, pero queda mucho por hacer. Más bien, queda mucho por recordar, con el consiguiente imperativo ético de “nunca más”. Nunca más selecciones de enfermos. Nunca más olvido a otros países: nunca más pensar que solo son muertos los míos, inconscientes de los que están muriendo en Italia y en China. Todos ellos son hoy los nombres de nuestra memoria, compartida por voces seculares y religiosas, y que se me antojan como la mejor respuesta activa y humanista al dilema del mal radical en el mundo. Y para el cristiano, el deber de vivir un Dios encarnado, un Dios de vivos-

                                                                                                                                                      Rafa

APOSTILLA:

Caro amigo: cuando escribimos nuestro compromiso radical por el diálogo, no imaginaba que el primer testimonio expresara tu valentía con la propia frontera del ser humano: la  muerte y Dios. Pero tienes razón y resultaba obligado en el tiempo de nuestra pandemia global. Y tus palabras son certeras especialmente porque nos resultan pertinentes y necesarias. Humillada la humildad en la idolatría de un progreso sin alma, el mal nos arrojó de nuevo a la muerte incomprensible con otro nuevo sufrimiento y el redescubrimiento de la desterrada incertidumbre. Entre tanta conmoción, según nos dicen personas y medios veraces, no pocos, quizás algunos más, atisbaron algún rostro de Dios o cierto recuerdo de sus huellas.

Escribes, interpelando a quienes llamas, para hacer patente la necesidad dialógica ante el miedo común, “voces seculares y religiosas”, que los mayores denominamos aún “creyentes y no creyentes” para unirnos en el “deber de memoria” a todos y cada uno de los ausentes y enmendar cuanto debemos corregir, desterrando cualquier tentación cainita y tan siquiera el atisbo del uso instrumental de las víctimas. Obligado compromiso de futuro con esperanza, más allá, que no en contra, de la insuficiente teodicea tradicional.

Con todo, la natural normalidad biológica de la muerte, que razonablemente aprecias, seguirá siendo guía del imprescindible conocer científico y la confianza que nos otorga el conjunto de la investigación para que pronto llegue la ansiada vacuna salvadora, pero contemplada desde la vida, es decir, desde la conciencia singular de nuestra especie sobre tal inevitable límite, con el sufrimiento de cualquier víctima injusta o inocente y el anhelo inagotable de supervivencia la muerte reclama alguna respuesta que complete la irrenunciable, pero insuficiente para su significado, razón instrumental. Para ello apelamos a la razón simbólica y a la filosófica que mejor sostenga una ética civil común, con su inherente necesidad política. Convocamos así a un preciso y fecundo diálogo interdisciplinar, quizá también con su inherente dialéctica, a la mejor cultura de la Literatura y el conjunto de las Artes (las clásicas y las modernas) y, claro es, a la de la religión, que nos remite a la historia y memoria de Dios. No cabe, pues, el extrañamiento, en este tiempo convulso y apasionante, del empoderamiento del “relato”, o de los “imaginarios colectivos” o de la “identidades diversas”, ni, evidentemente, del acogimiento voluntario del misterio o la espiritualidad. El estudio de la racionalidad simbólica que sostiene epistemológicamente tanta riqueza patrimonial no es un adorno superficial o gratuito, sino de una realidad exigente y difícil, por no ser estricta materialidad. Sólo cabe huir, con la claridad precisa, de cualquier lectura fundamentalista que secuestre o patrimonialice su capacidad de significación y sentido abierto a su propio cambio y evolución cultural.

Una breve palabra final ya por el momento. Querías, querido amigo, con honda razón, convocar también a Dios en este tiempo cruel. Citas a quienes ahora se vuelven  con mayor intensidad hacia Él o le imploran más por todas las víctimas, los innumerables sufrimientos y nuestro temor general. Ahí está el estudio de J. Bentzen al respecto sobre internet o los recientes del Pew Research y la poesía sobre Dios en la pandemia. Pero, con todo ello, me atrevo a señalar un nuevo desafío que las catástrofes humanas del siglo XX ponen de manifiesto y los propios dos papas vivos reflejaron conmovidos en Auschwitz: el silencio de Dios, reiterado de nuevo en esta pandemia. Quizá tanta mudez nos incite a repensar en el significado de la “palabra de silencio” a la que ya la poesía moderna quiso con cierta insistencia apelar. Pero, como bien señalas, la seguridad del rostro divino está, aquí y ahora, en cuantos sufren cualquier necesidad y su dignidad nos convoca a todos a una respuesta común inaplazable.       

                                                                                                                                                    Javier

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