Visita a la comunidad de Santa Teresita en el río Putumayo (Perú) Ajebeko-urue: un pueblo que busca su identidad

Danza tradicional en Santa Teresita
Danza tradicional en Santa Teresita César Caro

Un pueblo originario que indaga sus raíces, que busca reconstruir sus señas de identidad, que trabaja para conocer quiénes son y sueña con serlo de verdad. “La desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal” (Laudato Si 145), y por tanto ayudar a que una cultura reviva y perviva es un servicio que “enriquece a la Iglesia con la visión de una nueva faceta del rostro de Cristo”, dijo el Papa Francisco en Puerto Maldonado.

¡Qué envidian me dan mis compañeros misioneros acá en Soplín! Porque solo precisan escuchar, mirar, estar con ellos. No les den muchos discursos ni les hagan muchas propuestas de hacer cosas. Solo respaldar, preguntar, aprender, dialogar, contemplar.

Hasta hace unos meses, jamás había oído hablar de un pueblo originario llamado ajebeko-urue. De hecho, si uno busca en Google y se lo pregunta a la IA, lo más parecido es un restaurante francés-japonés Akabeko en París, cuyo nombre deriva de un juguete folclórico japonés en forma de vaca roja con la cabeza bamboleante. Pero el caso es que los ajebeko están a solo cuarenta minutos de Soplín Vargas, puesto de misión del alto Putumayo, en el río Penella. ¿Quiénes son estas gentes?

“¿Quiénes somos?”, cuenta Enrique que se preguntaron años atrás. Fue después de que los del gobierno llegaran a darles el título de propiedad de su tierra, inscribiendo a la comunidad como “nativa murui”. Poco después vinieron los maestros bilingües, pero resulta que, aunque eran murui, ¡nadie los entendía! y solo podían enseñar a los niños en castellano. Ahí se dieron cuenta de que no eran quienes hasta entonces habían creído.

Y es que muchos de ellos se llaman de apellido Caimito, un fruto bien dulce y también el nombre de uno de los clanes de la etnia murui-muinane. Hay una teoría que dice que los ajebeko son un clan escindido de los murui en la antigüedad, tras una guerra; de hecho, parece que su territorio-fuente estaría también en el Caquetá. Pero entonces, ¿cómo se explica que las lenguas sean tan diferentes? Otra hipótesis es que este pueblo proviene del tronco común de la gran familia huitoto, pero es de hecho distinto.

Hemos atracado en Santa Teresita y ya nos están esperando en el puerto. Se han ataviado con sus vestimentas tradicionales y varios hombres llevan sus coronas de plumas. Estrechamos todas las manos y ahí mismo hay una primera danza, un círculo rítmico que nos rodea dándonos la bienvenida. Nos invitan a pasar a su maloka, que me fijo que es de concreto y calamina. Allí piden que se sienten “los vejucos”, es decir, los adultos*. A pesar de que somos desconocidos, percibimos buen humor y bromas.

Hay más danzas. Noto que solo algunos abuelos saben las canciones, los pasos son vacilantes, inciertos… Pero participan los niños, hay un interés por mostrar y transmitir lo suyo. Lo mismo ocurre con las comidas, que en un momento llenan las mesas que han dispuesto. Son platillos muy similares a los de otras etnias, a base de yuca y pescado, sobre todo, pero tienen sus propios nombres. La mujer que nos los presenta evita decir la palabra “kawana” cuando toma la jarra con esa bebida a base de piña y almidón, porque ese es el término murui.

Diálogo con la comunidad

Se suceden varios discursos: el cacique (que es mestizo), la promotora del internado que nos acompaña, el padre… los blancos y mestizos acaparan la palabra y yo, mirando las caras de los moradores, sé que no se están enterando ni de la mitad porque su español es justito. Yo tampoco entiendo casi nada hasta que por fin ellos mismos, los indígenas, comienzan a hablar.

El señor Enrique narra que “No somos murui, pero pensábamos que sí. Nuestros abuelos y padres nos contaron la historia, pero nos preguntamos quiénes somos nosotros, cómo hemos llegado hasta acá”. Otro vecino dice que hay una franja de selva, en el Angosilla, donde vivieron antes, donde están enterrados sus antepasados. “Ahí ingresamos, cazamos, pescamos, pero no está titulado a nuestro nombre”. Es parte de su territorio ancestral.

La profesora también tiene claro que no son murui: “no mambeamos coca, no chupamos ambil (tabaco). No necesitamos las plantas para comunicarnos con Dios”. Muchos son evangélicos, y es probable que los misioneros hace décadas les prohibieran el mambe; pero no se pueden definir como cultura de manera negativa o por oposición, y de hecho “tenemos nuestros cuentos, adivinanzas, saberes medicinales, la historia de nuestros orígenes.La lengua no está escrita, estamos en ello, hay reuniones donde discutimos cómo escribir las palabras, con qué letras y signos”. Es increíble.

Recién comencé a captar en qué situación están, y lo apasionante que sería poder acompañar a esta gente. Un pueblo originario que indaga sus raíces, que busca reconstruir sus señas de identidad, que trabaja para conocer quiénes son y sueña con serlo de verdad. Qué hermosura. Queda un largo camino para lograr un reconocimiento “oficial”, pero ellos ya están remando. “La desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal” (Laudato Si 145), y por tanto ayudar a que una cultura reviva y perviva es un servicio que “enriquece a la Iglesia con la visión de una nueva faceta del rostro de Cristo”, dijo el Papa Francisco en Puerto Maldonado.

¡Qué envidian me dan mis compañeros misioneros acá en Soplín! Porque solo precisan escuchar, mirar, estar con ellos. No les den muchos discursos ni les hagan muchas propuestas de hacer cosas. Solo respaldar, preguntar, aprender, dialogar, contemplar. Y recibir, como por ejemplo yo, una corona de regalo. Con un abrazo y una cuestión sonriente: “¿cuándo vas a regresar?”

* Es un juego de palabras sarcástico: “bejuco” es cualquier liana o planta trepadora de la selva, que acá suplanta a viej-uco, viejuno, viejo.

Volver arriba