Cegadoras de vanidad

Era como una hoja seca caída de un árbol de un jardín celestial. En verano, sentada al pie de sus escaleras, silenciosa, sin artificios, como un objeto que guardaba en su corazón los secretos de millones de años del mundo, vigilaba el inquieto bullir de los nietos y escuchaba atentamente lo poco que a su alrededor sucedía para guardarlo en su corazón. “Al morir, tan leve como sin nombre, se repartió, su simiente corrió por los arroyuelos, cantó en los árboles y le vio serena desde las flores”. Ella, y miles de personas como ella, sobre las columnas inamovibles de sus pocas palabras con la luz de sus miradas, cegadoras de la vanidad, durante sus vidas y sin piedras, han construido templos robustos, catedrales magnificas, vivas, andantes. En el silencio sepulcral de su entierro, que retumbaba en el empedrado cielo, se masticaba la plenitud de su vida.  Todos la lloraron, sin lagrimas amargas, desde lo más íntimo de su ser. De regreso a casa recordé: “Solo en la simple limitación de la infancia encontré todavía las melodías puras”.  

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