Su ironía le hacía capaz de convertir la tristeza en corriente de honda alegría. Fue hacedor de techos perfectos y restauraba muebles a la perfección. Las tablas en su mano en como la reja en la del arador, y los instrumentos de carpintero como la pluma en la del escritor. Desde que gozaba de su retiro, y antes los días de descanso, después de comer hasta la media tarde, disfrutaba de jugar una partida de cartas, con quien tuviera tiempo de hacerlo, tomándose un vasito de vino. Desde hacía años se le podía ver sentado a la puerta de su casa esperando a alguien que buscara con quien hablar o como una planta más perdida en medio de las plantas de su huerta. Las ultimas veces que hablé con él repetía con frecuencia: “A cabeciña vai perdendo”. En sus últimos años, los suyos, que lo mimaron y cuidaron como a un niño, no lo dejaban salir solo por miedo a que no acertara el camino para volver. Si la muerte esclarece la vida (Unamuno), la vida del carpintero fue un hacedor de amigos. Su entierro fue multitudinario