Herencia de amor y hospedaje

La abuela decía que las pisadas de los cascudos caballos y las esquilas de las vacas cuando agitaban el pescuezo eran una manera de conversar. Con firmes palabras reprendía a quienes fustigaban los caballos, apaleaban las vacas, tiraban piedras a las ovejas y daban patadas a los perros. Animaba las interminables noches de invierno atizando el fuego del hogar. A todos los visitantes, ricos y pobres, daba gracias por la honra y provecho que su visita había traído a la casa, escuchaba atentamente las tristezas de aquellos que se habían visto obligados a vagar por el mundo, le disgustaban las aves de malagüero, y disfrutaba cuando la gente gozaba del yantar y del beber. Nunca metía prisa al que no daba muestras de querer irse, pero tampoco retenía al que anhelaba marcharse. Sus palabras sin dolo llevaban esperanza a corazones desesperados en ruinas. Sabiendo que lo malo y lo bueno están muchas veces mezclados, repetía con frecuencia: Mi casa es rica en herencia de amor y hospedaje”. En el bar lleno, me habló casi en secreto sin pesadumbre. Tomó el último sorbo y se fue pensativo.

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