Testigo de inmortal memoria

Feliz Navidad, nos deseamos a la salida de misa, en el bar, en la encrucijada, desde una puerta a otra puerta. Como un animal tenebroso, debajo de la alfombra de hojas caídas, detrás de cada trémulo rayo de sol, que el paso apresura haciendo vecina la mañana de la noche, se siente el invierno. El Eiroá, a veces perezoso, a veces manso como buey y a veces violento como jabalí herido, va por una triple calle de alisos, abedules y chopos que desnudos dejan al descubierto todos sus secretos. Una brisa gélida corre por los undosos centenares. Allá arriba, casi colgada del cielo,  la Reina Loba, testigo de inmortal memoria y espuela de imaginación para tiempos desbordantes de emociones y faltos de razón. En este tiempo, el día es pólvora que apenas da tiempo al sol para dorar los campos ni a los pájaros para cantar al sol ni a las estrellas para despertar de la vigila de la noche ni a las abejas para abandonar sus doradas celdas porque luego del amanecer triunfa pronto el mudo y afable silencio de la noche.

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