Aquella tarde paseando por la Galicia rural cuando vi viejas casas cuyas ventanas, por las que otrora asomaban rosáceos rostros de muchachas y como pergaminos arados por pentagramas de música callada de viejas encantadoras, estaban ahora enrejadas con jirones de hiedras como lágrimas disecadas de sus idos habitantes. Y pensé, sin venir a cuento, en los profesores que deben su catedra a artículos publicados en prestigiosas revistas científicas por los que han pagado sumas que los becarios, sus verdaderos autores, no pueden pagar, y en políticos que se parecen unos a otros en su andar, en su pensamiento, en la manera de vestir porque, en vez de prestigiar su puesto con el valer de su persona, se revisten y se hacen respetar por el valor y prestigio de su puesto. Todo me pareció consumido por el moho y la muerte que, como un murciélago, sobrevolaba y convertía el día en tinieblas de noche. Así compuse la letra para esta peregrina música de políticos, profesores e ilustres catedráticos. En algún momento sentí un miedo y una angustia como si hubiese sido enterrado vivo