Esta mañana, cuando el viajero salió a ver como la aurora abría los ojos y la paz del amanecer fracasaba, el temeroso conejo, el desconfiado raposo, el vigilante y fiero lobo que surcaba la cañada por caminos secretos, el cauteloso corzo que retoza en los prados, el rugoso y sañudo jabalí que desaparecía por las fragosas veras del camino y el receloso ciervo dibujaba en el cielo los límites del mundo con su trémula cornamenta, incrustaban su inmortal y desnuda memoria en los senderos, en los claros del bosque, en las corrientes y en los meandros del Eiroá, e impregnaban de una dulce confusión y de un invisible temor el Cebreiro.