Un tipo singular

Tío Franquias, escuálido y esmirriado, de cráneo angosto, nariz aguileña de judío, taimado, era tan huraño que los mendigos no le pedían limosna, y tan irascible que pasaba de la bondad apacible a la ira del rayo a la velocidad de la luz. Tenía unos pelos largos en las orejas y en los agujeros de la nariz por los cuales se podía meter un dedo con holgura, los dientes mellados, las pestañas pitañosas, los ojos tiernos y la mirada de lince. Parecía un ermitaño mirando por una rendija desde detrás de la puerta de su choza. Vivía agachado sobre la tierra cavando, observando el nacimiento de los frutos que arrancaba, agarraba y exprimía. Su casa era una serie de huecos lóbregos. Él, tía Flores y la criada cenaban frugalmente, como comían. En invierno, antes de irse a acostar, los tres salían al patio a dar patadas contra las paredes y contra el tronco de la higuera para calentarse los pies.  Los tertulianos lo rememoraron con gratitud y simpatía 

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