Dios no condena al infierno, sufre nuestro infierno/cárcel para abrir un camino de Vida

Éste es un tema que la exégesis bíblica y la buena teología tienen ya bien planteado, a pesar de las reticencias de algunos estamentos eclesiales que siguen utilizando la amenaza del infierno como medio para tener bien sometido al personal, pues el centro del mensaje de Jesús no es infierno, sino la superación (la destrucción) del infierno.
Esto es, como he dicho, un tema resuelto en principio, aunque algunos han querido y quieren seguir manteniendo el infierno, no sólo para someter a otros (amenazarles con terrores eternos si son “malos” conforme a su moral pequeña), sino porque ellos mismos no se sienten (reconocen) liberados por el Dios de Jesús para la vida en libertad.
El tema estaba claro en el evangelio del próximo domingo (19. 2. 17: Mt 5, 38-48), que empecé a comentar el otro día: Si Dios nos pide que perdonemos a nuestros enemigos… y él no perdona a los suyos, sino que los manda al infierno, no es Dios, sino un monstruo, y sería mejor que no existiera.
Con ese tema he terminado mi ponencia en el 14 Congreso sobre las Cárceles (Panamá 7-11.2.17), centrada en un estudio sobre Mt 25, 31- 46. No quiero repetir el texto, ni tampoco el comentario que ya hice el otro. Abra cada uno su Biblia y lea. El texto es una “parábola” y no un dogma “canónico” (una sentencia judicial), de manera que leído de un modo “plano” resulta contradictorio. Estas son sus “contradicciones” allí donde se lee y se entiende de manera plana (en línea de mal derecho o mal moralismo, anticristiano):
1. Jesús (el juez final) pude a sus amigos que visiten y “salven” a todos los encarcelados (sin pensar en sí son buenos o malos…),
…. pero después él se olvida de lo que ha mandado a los hombre y arroja con rabia al infierno a los malos (para siempre, al fuego eterno). Leído así este texto, el juez final de Mt 25 es un juez malo, y encima sádico (y da mal ejemplo a los hombres, pues no hace lo que manda).
2. Este juez amigo de Mt 25, 31-46 establece en el mundo un camino (una pedagogía liberadora…), que va de dar de comer a visitar y liberar de la cárcel a los hombres…

…. pero después lo estropea todo, pues se olvida de su bondad y su pedagogía manda al “infierno eterno” a los que han cometido algún pecado (¡regulado por cierta Iglesia!). Éste es, sin duda, un Dios desesperado, no el Dios de Jesús.
3. Pero entonces… ¿Por qué esta parábola de Mt 25, 31-46 cuenta así las cosas? ¿No lo podía haber dejado más claro….?
… las cuenta así para enseñarnos la importancia que tiene el ayudar a los hambriento, extranjeros, encarcelados… Él no manda al infierno a nadie. Ha venido a destruir el infierno, pero nosotros (si nos empeñamos) podemos destruirnos a nosotros mismos…
4. Y entonces ¿qué pasa con la Capilla Sixtina y el juicio de Miguel Ángel donde nombran a los papas? ¿y que pasa con la catedral vieja de Salamanca y mil cientos de iglesias y de curas que siguen apelando al infierno….?
... Pasa muchos… Desde el siglo III en adelante una iglesia “vaga” (que no ha entrado de verdad en el evangelio), una iglesia que ha hecho suyos los mitos del mundo griego (y sobre todo del romano) ha convertido el infierno en artículo básico de su fe, no el infierno de los hombres (que se destruyen entre sí…), sino el de un Dios no evangélico que se impone por encima, manda o puede mandar al infierno a los hombres por un “quítame de aquí unas pajas….”

Pero no quiero hablar hoy resolver esos temas, sino dejarlo insinuado. A los que quieran seguir les ofrezco algunas de las últimas reflexiones de mi ponencia para el congreso de las Cárceles de los Hombre, de Panamá (cárceles en las que muchas veces hemos querido meter a Dios en nuestro infierno). Buen día a todos.
Imagen 1: Jesús lleva al día a la mala cabra que según una lectura ingenua y mala de Mt 25, 31-46 debía ir al infierno).
Imagen 2-3. Capilla Sixtina, una lectura e interpretación no cristiana del evangelio.
Imagen 4: Un momento del Congreso de Panamá sobre las Cárceles, con la Virgen de la Merced presidiendo). Buen día a todos.
1. EL DIOS DE JESÚS NO PUEDE MANDAR A NADIE A LA CÁRCEL ETERNA DEL INFIERNO
1. La cárcel un tema teológico y social, una gran paradoja:
A partir de una buena lectura de Mt 25, 31-46, se plantea la gran pegunta: ¿Puede Dios condenar al infierno final a los “injustos” (es decir, a la cárcel eterna) si él manda a los hombres que no condenen a los encarcelados, sino que les ayuden? En ese contexto, Mt 25,31-46 suscita un tema que resulta teóricamente insoluble, pues nos sitúa ante el misterio del mal, con la posibilidad de una “destrucción eterna” de los malvados, es decir, de aquellos que no ayudan a los otros.
‒ Por un lado, Jesús pide a los suyos que visiten/ayuden a los encarcelados, no que les “castiguen” ni que les condenan para siempre. En esa línea, los cristianos están llamados no sólo a perdonar en un sentido espiritual a los encarcelados (en el caso de que ellos sean son culpables), sino también a cuidarse de ellos, a ayudarles humanamente en gesto de visita/atención y recuperación, ofreciéndoles el perdón de Dios y el principio de una posible conversión. Eso significa que los cristianos no quieren “condenar” a nadie, mandándole a un tipo de “infierno” que es ya irrecuperable, sino que han de entender la cárcel como espacio de ayuda a los necesitados y como lugar de terapia para los culpables.
‒ Pero al mismo tiempo, Jesús eleva su palabra contra aquellos que no ayudan a los encarcelados, amenazándoles con el “fuego eterno”, es decir, con la condena sin fin (con un infierno entendido como cárcel total y para siempre). De esa forma, da la impresión de que el mismo Dios (que ha de ser todo bondad, el que sufre en los que sufren) no cumple aquello que él pide a los hombres. (a) Por un lado, él pide a los hombres que perdonen y ayuden siempre, y que lo hagan de un modo especial con los encarcelados. (b) Pero él, en cambio, al final de la vida no ayuda a los que mueren “en pecado”, creando una especie de cárcel eterna e inmensa (sin salida) para aquellos que no ayudan (no han ayudado) a los encarcelados.
Mt 25, 31-46 sabe que las cárceles de este mundo son obra de los hombres, no de Dios, de manera que ese Dios de Jesús pide a los creyentes que ayuden a los encarcelados (que les atiendan, que les perdonen). Por eso, en un sentido radical, conforme al espíritu de Mt 25, 31-46 no ha podido crear el infierno (la cárcel suprema), sino que ha venido a superarlo (es decir, a evitarlo).
En esa línea, Mt 25, 31-46 sabe que la cárcel final, es decir, el mismo infierno es creación de una mala humanidad, no de Dios, que quiere eliminarlo (y que para eso ha enviado a su Hijo Jesucristo al mundo), pero que, por otro lado, ha dejado a los hombres en manos de su propia opción, de manera que aquellos que no ayudan/sirven a los demás quedan sometidos al poder de propia muerte, esto es, del mal que ellos mismos han creado.
‒ Dios tiene que dejar “abierta” la posibilidad del infierno, respetando así la libertad de los hombres. En ese sentido, el tema de la cárcel y el infierno nos deja en manos de la gran paradoja de Dios (que es la paradoja de la vida social). Cuando Jesús dice a los injustos “que vayan al fuego eterno” da la impresión de que está suponiendo que “ni Dios puede ayudar” a esos injustos, dejándoles bajo el poder de un tipo de “talión escatológico” (de un castigo final), que estaría por encima del mismo Dios, que aparece así como un espectador externo.
‒ Pero esta visión del Dios que sería como un “espectador” que deja a los hombres en manos de su maldad no puede ser la última palabra, pues el mismo juez que dice “estuve en la cárcel y me (o no me) visitasteis…” podría y debería seguir diciendo “estoy en el infierno, para liberar a los encarcelados…”. Se trata, sin duda, del Dios que según la tradición (y la palabra del Credo Romano) ha bajado a los infiernos, a la gran cárcel de la historia humana, para liberar a los que estaban allí sometidos, es decir, para abrir al fin todas las cárceles.
Entendido así, el texto (Mt 25, 31-46) nos deja en manos de la gran paradoja de la historia. Por un lado, el Dios de Jesús (Jesús-Dios) se hace presente en los que sufren (hambrientos, sedientos…), y de un modo especial en los encarcelados, en los que culmina esta lista de los males, y así quiere ayudarles (liberarles de su perdición). Pero, al mismo tiempo, ese Dios es Dios de libertad y no pueda cambiar (liberar del infierno) a los hombres por la fuerza.
‒ Éste es, por un lado, el Dios del amor que siempre libera que entra (se encarna) en el lugar de mayor miseria de la humanidad (la cárcel), invitándonos a seguirle, desde allí. Éste es el Dios que libera a los encarcelados (Lc 4, 18-19), el Dios que perdona a los pecadores. En esa línea no se puede hablar de una cárcel para siempre, no se puede hablar de infierno.
‒ Pero éste es, al mismo tiempo, el Dios de la suprema libertad, que tiene que indicar el hombre el riesgo en que se encuentra, advirtiéndole que puede destruirse a sí mismo si no ayuda a los encarcelados. Éste es el Dios que ha de “avisar” a los hombres, diciéndoles que pueden condenarse, si no cumplen las obras de Mt 25,31-46, si no dan de comer al hambriento, acogen al extranjero y visitan a los encarcelados.
Significativamente, Mt 25, 31-46 sólo habla del infierno (es decir, de la cárcel eterna) como “aviso” para aquellos que no ayudan a los encarcelados, de manera que aquellos que no dan de comer ni acogen ni ayudan a los presos pueden acabar destruyéndose a sí mismos. Ciertamente, el Dios de Jesús no quiere en modo alguno la cárcel, y por eso se ha encarnado en los encarcelados para liberarles, pero, precisamente por eso, puede elevar su amenaza en contra de aquellos que no visitan y ayudan a los encarcelados, diciéndoles que pueden destruirse a sí mismos.
2. Urgencia social, ayudar a los encarcelados.
Desde el fondo anterior se entiende la tarea (la exigencia) de ayudar a los encarcelados. Jesús no quiso destruir por la fuerza las cárceles de su tiempo (siglo I dC), ni pide a sus discípulos que destruyan por la fuerza las cárceles de ahora (s. XXI), pero introduce en este contexto carcelario (penitenciario) un principio de inversión (de transformación) que se expresa en forma de cuidado, a fin de que ellas (las cárceles) puedan convertirse en escuela especial de humanidad, lugar de presencia solidaria y cuidado, como indica la palabra epeskepsasthe: “Estuve en la cárcel y cuidasteis de mí” . De aquí derivan tres consecuencias importantes para los cristianos:
‒ El cristiano acepta en un sentido el orden judicial como expresión de justicia intra-mundana (cf. Rom 13,1-7). Eso significa que no quiere convertirse en guerrillero, para tomar por asalto la cárcel y liberar con violencia a los presos (como podría suponer una lectura sesgada de Lc 4, 18-19: He venido a liberar a los presos. Eso significa que Jesús se (nos) introduce en el contexto de la justicia carcelaria que actualmente existe, dentro del orden actual de la sociedad, pero invirtiendo de algún modo su tendencia, poniéndose al servicio de los encarcelados (para bien de toda la sociedad).
‒ Según eso, el cristiano quiere transformar las cárceles actuales, pero no destruyéndolas en sentido violento (con otra violencia que sería también opresora), sino convirtiéndolas en lugar de humanización, no de castigo. En esa línea, el cristiano visita a los encarcelados (es decir, va a ellos y les cuida: estaba encarcelado y vinisteis a mí: 15, 37.39), a fin de ocuparse de ellos (es decir, de visitarles y servirles: 25, 43-44), porque sabe que el sistema judicial en sí resulta insuficiente, no libera al ser humano, sino que se limita a controlar una violencia que parece incontrolada (o a-social) con otro tipo de violencia controlada. Por eso, aceptando en un plano la cárcel, el cristiano quiere superarla.
‒ Este principio cristiano (visitar/cuidar a los encarcelados) está abierto hacia (debe conducir a) la superación del sistema carcelario, convirtiendo las medidas de prisión (encerramiento físico) en un medio para la transformación personal y social de los presos, en la línea de la práctica penitencial de la Iglesia en los siglos IV-VII d.C. El cristiano quiere crear formas eficaces y misericordiosas de re-educación de los culpables (sin necesidad de este tipo prisión externa), de manera que sólo algunos especialmente “peligrosos” podrían (quizá deberían) quedar físicamente encerrados. Éste es, un deseo humanista, pero de fondo cristiano, que ha de aplicarse en los próximos decenios, para que la condena de los culpables no se expresa en forma de venganza, sino como ofrecimiento de una oportunidad de transformación humana.
2. DIOS NO MANDA A LA CÁRCEL A NADIE,
SINO QUE SUFRE EN LA CÁRCEL QUE HACEN LOS HOMBRES
Desde la perspectiva de los “juzgados”, la palabra clave de Mt 25, 38.42 es cuando te vimos…Tanto aquellos que han servido-ayudado a los pobres-encarcelados como aquellos que no les han servido preguntan a Jesús, revelación de Dios: Cuándo te vimos (pote se eidomen). Éste ha de ser, según eso, el principio de una educación liberadora, en el contexto de la cárcel: educación para ver, contemplar y actuar, como seguiré diciendo.

En la base de esta “pastoral” (es decir, de este cuidado) a favor de los encarcelados ha de estar el conocimiento de la realidad, sin miedos ni ocultamientos: Que la sociedad en su conjunto (y de un modo especial los “servidores” de esta pastoral) sepan y valoren, que conozca las causas profundas y las razones inmediatas de aquel tipo de injusticia social y “delincuencia” que desemboca en la cárcel de algunos, con el sufrimiento real de las víctimas, entre las que se incluyen también muchos encarcelados.
1. Aprender a ver, un camino social
En la actualidad, parte del gran conocimiento técnico se organiza en forma de ciencia para la guerra, es decir, para la destrucción, con armas cada vez más mortales. Más aún, una buena parte del conocimiento social está dirigido hacia la justificación de la injusticia del orden dominante, de manera que así se justifica y mantiene el hambre de unos, la opresión de otros, con la cárcel de los supuestos delincuentes. Pues bien, en contra de eso, el profetas Isaías había prometido (Is, 2, 2-4) que “los hombres no se adiestrarían ya más para la guerra”, es decir, para la lucha de unos otros, sino sólo para la paz.
Nos hallamos pues ante un tipo de conocimiento que puede destruirse y destruirnos, pues siendo finitos y pequeños, tenemos un poder casi “infinito” de negarnos a nosotros mismos, es decir, de matarnos, no sólo como individuos concretos (a través del suicidio), sino como especie humana, allí donde empezamos negando a una parte de la población del mundo, por hambre, por cárcel. Somos la primera generación de hombres y mujeres que saben y tienen un poder de destrucción total de la vida en el mundo, no sólo a través de una guerra atómica, sino también por la contaminación de las fuentes de la vida y la perversión de relaciones sociales. Por eso es necesario aprender a juzgar, a interpretar la realidad:
‒ Aprender a descubrir los mecanismos que llevan a la ruina del mundo y de la vida humana, y no dejarnos engañar por ellos. No podemos limitarnos a conocer las cosas “de oídas”, ni por dictado de otros (según su conveniencia, al servicio del sistema económico-social), sino que debemos conocerlas por contacto real con los problemas, es decir, con las personas en un mundo que se ha vuelto muy complejo, problemático, arriesgado. En esa línea, podemos recordar que todo el Antiguo Testamento es una especie de aprendizaje social, desde la perspectiva de Israel.
‒ Sólo podemos aprender de verdad comprometiéndonos al servicio de los expulsados del orden social, desde los hambrientos hasta los encarcelados, sabiendo que la justicia bíblica se expresa dando de comer a los hambrientos, ofreciendo casa a los extranjeros, liberando a los encarcelados. No se trata de mantener una forma de justicia parcial al servicio del poder establecido, sino de comprometerse a favor de la acción liberadora de Dios, al servicio de la “justicia” (es decir, de la liberación) de todos, y en especial de los más débiles.
2. Ver y ayudar a Cristo desde la cárcel, un camino místico
Se trata, pues, de enseñar a pensar en libertad, al servicio de la vida concreta, es decir, de los oprimidos y expulsados sociales, poniendo de relieve lo que está en el fondo del camino que lleva del hambre a la cárcel. Éste es un conocimiento doble, que ha de verse desde la perspectiva del Dios de Jesús y desde el espacio social concreto en que vivimos:
‒ Éste es un conocimiento de Dios, es decir, de tipo “místico”, que no proviene de eso que Mt 16, 17 ha definido como enseñanza de la carne y de la sangre (es decir, de los intereses egoístas de la vida), sino del Padre Dios. Es el descubrimiento de Dios como Poder Supremo, pero no como poder-sobre los demás (en línea de potestad), sino como Poder-en-y-para los pequeños y excluidos (en línea de potencia).
Éste es el descubrimiento del Dios que dice Soy-el-que-Soy (ex 3, 14), pero no por encima de los demás (en sí mismo), justificando lo que existe, sino como Aquel que impulsa la vida de los hombres (de su pueblo) desde dentro, sufriendo con los que sufren, iniciando en y desde ellos un camino de transformación humana. Este conocimiento implica una mística social, que no sea de evasión, sino compromiso humano con todo lo que existe (y en especial con los hombres amenazados).
‒ Pero éste es, al mismo, tiempo un conocimiento social muy concreto, que descubre la potencia de la vida que se esconde y actúa en los rechazados y expulsados de la vida concreta. No es un conocimiento puramente moral (en la línea de una justicia dualista, que divide a los hombres en buenos y malos), sino un conocimiento mesiánico, hecho de esperanza y creatividad, en la línea del compromiso activo a favor de (y en unión con) los pobres, extranjeros, enfermos, encarcelados (en la línea de Mt 25, 31-46). No se trata, por tanto, de conocer sólo por pura experiencia interna (aislándose de los demás), sino de conocer por contacto directo con los demás, y por compromiso a favor de los otros.Se trata, pues, de un conocer haciendo, en la línea de Jesús que va conociendo a medida que se compromete a favor de los enfermos y expulsados de su pueblo, para abrir con ellos un camino de reino.
En esa línea, más que un conocimiento cerrado en sí, los cristianos comprometidos en el seguimiento de Jesús han de ofrecer a (y compartir con) los demás unos medios y caminos para que puedan sentir, pensar y actuar con los últimos del mundo, desde la experiencia del Dios encarnado en los pobres, del Dios que es el más grande haciéndose y siendo el más pobre y pequeño, desde el abismo de una humanidad que corre el riesgo de destruirse a sí misma.
Ésta es la mística que se expresa, por ejemplo, en el testimonio estremecedor y luminoso de una mujer judía, gran amiga de Jesús, lectora apasionada del Evangelio de Mateo, desde la cárcel fatídica de un campo de concentración nazi, donde fue asesinada. Me refiero a E. Hillesum (1914-1943), que sentía el dolor de Dios condenado a muerte en los millones de asesinados, y decía:
Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado. Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: Que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos (cf. Una vida compartida, Anthropos, Barcelona 2007, 142).
E. Hillesum, judía enamorada del Dios de Jesús, descubre desde el centro de una de las mayores cárceles y cruces del siglo XX (el exterminio judío) la vocación cristiana de la misericordia entendida como solidaridad, en nombre de Dios (con el mismo Dios de Jesús que sufre y muere en el campo de concentración). De esa forma quiere acompañar a los demás “encarcelados”, ayudando al mismo Dios, que ha penetrado en la entraña del dolor del mundo, compartiendo así la cruz de los hombres, en Jesús y con Jesús.
Así descubrió E. Hillesun la misericordia de Dios desde el centro de la cárcel (no limitándose a visitar a los encarcelados, sino sufriendo y muriendo por ellos), haciéndose misericordia con y como el mismo Jesús cristiano, en quien quería creer. De esa forma experimentó en su vida la gracia y responsabilidad de la encarnación de Dios en Cristo, la redención, la vida, que ella misma debía “regalar” a Dios, proclamando e iniciando su Reino, como hizo Jesús.
Nos cuesta comprender esa señal suprema de mística “encarnada” en sentido radical, es decir, “encarcelada”, como le había costado a San Pablo, el primero de los místicos de la misericordia cristiana (es decir, de los que descubren en su vida al Dios encarcelado y condenado). Quizá sólo una mujer, como E. Hillesum, pudo penetrar en ese misterio del amor encarcelado (crucificado) de Dios, que ha de expresarse y expandirse en forma de justicia, para que nadie más muera como en Auschwitz, para que no sigan muriendo de hambre y desnudez los nuevos pobres, exilados y encarcelados del siglo XXI.
Conclusión: el Dios de Mt 25 no manda a la cárcel eterna a nadie, sino que sufre él en la cárcel de los hombres, para liberarles a todos.
