Amistad y fraternidad FT 6 El camino de la amistad social (Por una civilización de la amistad)

De una forma audaz, el Papa Francisco he explicado el título de su encíclica (Fratelli Tutti, hermanos todos) diciendo que trata de la fraternidad y amistad social. La fraternidad se entiende así en forma de "amistad", pero no como pequeña comunión de amigos, sino  como sociedad de amor, abierta a todos los hombres y mujeres de la tierra.

El Papa Francisco ha sido y es jesuita, miembro de la Societas Iesu (SJ) que en castellano suele traducirse como "Compañía de Jesús", en línea quizá más militar, de camaradas y compañeros de la "milicia" de Jesús. Pues bien, esta "Sociedad de Jesús", que se extiende a la humanidad entera, aparece ahora como sociedad de amor o, más concretamente, de amistad.

Para entender mejor el sentido y las implicaciones de esta sociedad de amor universal del cristianismo he querido ofrecer las reflexiones que siguen.

 1. Principios[1]

 Entre los modos básicos de amor hay que citar la amistad (en griego philia). Padres e hijos empiezan formando una casa, viven juntos. Por su parte, los enamorados tienden a casarse (formar casa). A diferencia de eso, los amigos pueden vivir separados, cada uno en su casa, sin formar estructuras legales de vinculación, sin formar familia, pero vinculándose de un modo muy profundo.

Normalmente, el enamoramiento incluye un elemento fuerte de tensión e incluso de pasión sexual, que se expresaba de ordinario entre un varón y una mujer. En contra de eso, la amistad constituye un tipo de relación más «empática», que puede darse sin vinculación sexual. Así aparece como una forma de comunicación hecha de diálogo intenso, de confianza y convivencia entre personas (varones y/o mujeres). Todo verdadero enamoramiento implica un momento de amistad; pero no toda amistad incluye un enamoramiento.

Cuando la tensión sexual resulta dominante tiende a darse un amor enamorado, con todo lo que implica de unidad personal y convivencia; en esa línea, el amor enamorado incluye una fuerte empatía o comunión afectivo-voluntaria, hecha de diálogo personal. Pues bien, cuando la empatía se independiza de la tensión sexual, o de su cultivo consecuente, suscitando, sin embargo, una profunda vinculación interhumana, puede brotar   el amor de amistad.  

La valoración del enamoramiento y la amistad han varia­do a lo largo de los siglos y culturas. En general (al menos en los grandes textos literarios), los antiguos griegos y romanos desconocían la hondura del enamo­ramiento, vinculado al amor hombre-mujer, pues no concebían que entre ellos pudiera darse auténtico diálogo; en cambio exaltaban la amistad entre los hombres (varones) y la ponían por encima de todos los restantes amores, como muestra M. T. Cicerón, en su tratado De amititia. Por el contrario, el antiguo Israel ha valorado las dos formas de amor. Del enamoramiento habla el Cantar de los cantares.

De la amistad como principio de existencia compartida hablan diversos textos sapienciales  de la Biblia, y, de un modo especial, las palabras de David ante la muerte de su amigo Jonatán: «¡Cómo cayeron los valientes en medio del combate! ¡Jonatán, herido en tus alturas! ¡Cómo sufro por ti, Jonatán, hermano mío! ¡Ay, cómo te quería! Tu amor era para mi más maravilloso que el amor de las mujeres» (2 Sam I, 25-26). Sin duda, al fondo de ese canto de David por el amigo muerto pudiera haber un enamoramiento o pasión homosexual, como se ha dicho con frecuencia. Pero eso no es en modo alguno necesario. En la raíz de ese amor puede existir y existe una intensa amistad personal entre dos hombres, dos personas, que se descubren y valoran uno al otro, en medio de unas circunstancias muy adversas (la lucha entre Saúl, padre de Jonatán, y David, el héroe popular judío).

La literatura clásica española desarrolla con frecuencia de la amistad y la relaciona y distingue del enamoramiento (al que llama «amor), como indican unas palabras programáticas de Tirso de Molina: «¡Amistad! ¡Firme amor! La quintaesencia / pienso hoy sutilizar, por modo nuevo, / de vuestro ser. ¡Dichoso si consigo /una mujer constante, un firme amigo!» (“El amor y la amistad”: Obras dramáticas completas III, Madrid 1958, 527). Estos son los dos grandes ideales del hombre: conseguir una mujer enamorada, hallar un firme amigo, sincero y permanente. Cuando se vinculan y completan estos dos afectos, se refleja y se realiza, según Tirso de Molina, la dicha más perfecta, la maravilla del hombre, su verdad sobre la tierra.

La literatura moderna nos ofrece el testimonio de M. Hernández, que, además de haber cantado el amor enamorado, ha compuesto una elegía inolvidable por su amigo muerto: «Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, /compañero del alma, tan temprano... / A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero» (Obras completas, Buenos Aires 1976, 229-230). Amigo del alma ha sido el compañero, aquel con quien ha podido tratar todos los temas, con hondura compartida y confiada.

La relación con el amigo no es deseo sexual, ni de apetencia erótica (aunque, en un sentido, todo amor tiene un rasgo erótico). El amigo no sacia deseos, no sirve para cerrar fallas psicológicas. Pero está ahí, de manera que descubro su cercanía y acepto su presencia, de manera que él se convierte para mí en momento de mi alma. Por eso, cuando se halla ausente quiero «regresarle», hacer que vuelva a mi camino, acompañarle. La relación con el amigo no es directamente pasional y, sobre todo, no es exclusivista: uno está enamorado de alguien en concreto (en el fondo de uno solo); pero uno puede tener varios amigos, de uno y/u otro sexo. Ciertamente, en la amistad pueden expresarse también rasgos pasiona­les: se abre un camino de infinito, una llamada de misterio, puede haber incluso celos. Así lo habían intuido los antiguos afirmando que allí donde se afirma una amistad es necesario que los dioses vengan por testigos. Pero la amistad en cuanto tal está hecha de reconocimiento y compromiso mutuo, más que de pasión erótica o de entrega divina de la vida. 

 2. Momentos

Amigos son aquellos que comparten (comunican) su experiencia: se conocen, se confían y dialogan desde el fondo de la vida. a) Tienen fe: saben fundarse el uno sobre el otro, abiertos, sin fisuras, transparentes sin engaño. b) Se quieren: saben que el amor implica hallarse siempre de servicio el uno para el otro. c) Finalmente, esperan: hacen juntos el camino, encuentran en común y reencuentran los motivos para ser y comportarse.

La amistad incluye, según eso, tres momentos: recibir-dar-comunicarse (confiar-quererse-esperar juntos) y de esa forma se sitúa en la línea de las tres grandes virtudes de la iglesia, que suelen llamarse «teologales» (fe, caridad, esperanza) porque expresan la apertura del hombre a Dios. Desde ese fondo, incluyendo en el modelo de las virtudes teologales un aspecto de búsqueda común y convivencia, se puede ofrecer un esquema de amistad en ocho momentos:

Principio de amistad es el camino compartido: juntos vamos y vencemos los peligros; juntos vamos y tendemos hacia un orden de vida que esperamos sea bueno. La amistad implica en este plano colaboración. Frente a todos los que entienden la vida como lucha o competencia, frente a todos los que intentan combatirse o silenciarse en el proceso de la vida, los amigos cooperan, se respetan y trabajan sobre un campo de búsqueda común. En este primer plano se mantiene la unidad de los miembros de una tribu, el compañerismo de los trabajadores de una fábrica, la camaradería de los que pertenecen a la misma clase social, la solidari­dad de los que luchan por las mismas esperanzas. Un grupo de amigos tiene que dejar a un lado las opciones partidistas, superar los egoísmos personales e integrarse en la búsqueda y fracaso, la alegría y la tristeza del grupo de amistad… Quien no sepa o no quiera colaborar en la obra común nunca será verdaderamente amigo.

La amistad es con-fianza, es decir, “fe común” de los unos en los otros. Sobre las consignas sociales de la solidaridad y colabora­ción, por encima de todos los intentos de unidad de clase o de estamento, destacamos la amistad como espacio en que los hom­bres habitan en confianza. Ser amigos significa estar dispuestos a decirse mutuamente lo más hondo: es conectar en transparencia. La vida deja de ser campo de batalla solitaria o compartida y se convierte en lugar donde es posible el diálogo. Habrá opiniones distintas, pero se logrará una sintonía de fondo. Desde ese momento ya no soy un solitario: hay alguien que conoce mi secreto y lo comparte. Uniéndonos, trazamos un campo de existencia común entre nosotros. Eso es lo que implica ser amigos. En este contexto hay que distinguir la confianza en general y el don concreto de las confidencias. No hay amistad si no surge un campo de confianza, si no existe fe en el otro. Sin embargo, el nivel de confidencia que se alcance en cada caso variará según las circunstancias y los tiempos. Ciertamente, es difícil que perdure una confianza siempre silenciosa, que no baje a confidencias. Pero puede darse el caso de que existan confidencias de carácter más o menos hondo (con el médico, confesor, psiquiatra) que no impliquen con­fianza. Sea como fuere, no existe amistad sin la confianza, sin palabra de llamada y de respuesta. Ser amigos significa dialogar gozosamente, hacernos transparentes. Son creyentes de una religión los que confían en Dios y le responden. Pues bien, los verdaderos amigos son creyentes: valoran y se aceptan los unos a los otros.

La amistad se vuelve “caridad” o ayuda mutua. Amigos son aquellos que se quieren por quererse, sin buscar por la amistad ventajas egoístas. Pero la misma amistad hace que se ayuden en gesto de benevolencia activa: saben acogerse uno al otro, acentúan sus virtudes, perdonan sus defectos, le potencian, le rodean con su ayuda y con su gracia. La amistad implica dos rasgos. (a) Quiero el bien para mi amigo; por eso le enriquezco con mi vida, mi presencia, mi palabra. (b) Pero, al mismo tiempo, cuento con él: sé que hay alguien que se ocupa de mis cosas. Vela por mi vida. Ha decidido ofrecerme su asistencia. Eso me permite estar tranquilo. No basta, según eso, la pura ayuda externa. Acrisolado en el calor de la confianza, amigo es el que busca mi bien, no mis bienes; no ansía la ventaja de mis cosas, me quiere a mí mismo. Su actitud es desinteresada y la ayuda que me ofrece sobrepasa, en general, ese nivel primero de ventajas materiales. A pesar de eso, es evidente que la auténtica amistad ha de expresarse como ayuda material. Más aún, yo diría que sólo son amigos verdaderos los que tienden a ofrecerse y compartir los bienes de la tierra. Sin embargo, ese no es nunca el nivel definitivo. Lo que importa es, sobre todo, compartir proyectos y tareas más profundas: ideales y búsqueda, éxitos, fracasos, vida. Eso conduce ya al plano siguiente: los amigos dan y aceptan, comunican lo que tienen porque quieren construir una existencia compartida.

La amistad implica un tipo de con-vivencia. No basta colaborar en una tarea común, ni confiarse y ayudarse mutuamente en el camino. Amigos son, en realidad, quienes intentan construir un tipo de existencia unida o coexistencia, en la línea de lo que algunos teólogos y obispos de Asamblea de la Puebla de los Ángeles de México (CELAM, 1979) llamaron comunión y partici­pación. (1) Los amigos participan: asumen las tareas comunes y se ofrecen mutuamente lo que tienen; de esa forma surge en ellos una base de existencia que les une: recuerdos, afanes, bienes, valores. (2) Partiendo de eso, los amigos asumen y despliegan un tipo de comunión interpretada como encuentro de personas que comulgan las unas con las otras porque tienen una especie de base que les liga, porque buscan la manera de ofrecerse compañía. Comulgan regalándose la vida: lo ue hacen, lo que tienen, lo que son.Lógicamente, ese nivel de convivencia nos lleva más allá del dar y recibir en cuanto tales. Lo que importa no es hacer, ni darse cosas, ni siquiera comunicarse secretos. Hay algo más hondo: el estar en unidad, el mantenerse en comunión. La fe se ha transformado de esta forma en vida: sobre el trasfondo de las confidencias surge la co-esencia, el descubrimiento y realización de la existencia en el encuentro.En este momento se explicita lo que implica ser persona. Estaba cada uno cerrado en su combate, condenado a su inquietud, amarra­do a su vieja soledad. Pues bien, de pronto, descubrimos que la vida es diferente: van surgiendo entre nosotros lazos de verdad; sobre el cimiento de los intereses y valores comunes se hace posible un contacto libre de personas, una comunión sin más proyecto que el hacernos, siendo en comunión lo que somos.

La amistad incluye también un momento de esperanza. Los amigos pueden empezar uniéndose a partir de un trabajo, de una solidaridad, de una tarea. Pues bien, recorrido el camino de la amistad como confianza, comunicación y convivencia, es necesario que ellos asuman, de algún modo, un horizonte común, desarrollando de esa forma un tipo de vida abierta hacia la Vida. Es más, la misma amistad va suscitando un futuro, va engendrando vida, haciendo que vivamos de verdad como personas. Platón decía que «amar es caminar unidos engendrar en la belleza». En esa línea se podría decir que vivir en la amistad implica cultivar de tal manera la confianza y convivencia que el camino de los hombres y mujeres se mantenga en esperanza y gracia.

Amistad y trascendencia. Muchos han afirmado que la verdadera amistad sólo es posible y culmina cuando al fondo de ella brota algo más alto, la presencia de un «tercero», es decir, de un Bien Común que centre y unifique a las personas ¿Cuál será ese bien común ante el que deben unirse los amigos? Para los pensadores griegos, la esencia o razón de la amistad está relacionada con un tipo de verdad más alta, una justicia o virtud superior que vincula a los amigos, que se unen de esa forma desde arriba. Los cristianos, han vinculado la amistad con Jesucristo, que les dice: «Como yo os he amado, amaos mutuamente» (Jn 13, 34). Como están unidos Padre e Hijo en el misterio trinitario así han de estar unidos, los creyentes, en transparencia amistosa: «Ya no os llamo siervos, sino amigos; porque el siervo no sabe lo que hace su señor; yo, en cambio, os he comunicado todo lo que he recibido del Padre…» (cf. Jn 15, 13-15). Quien escucha estas palabras de evangelio sabe que la unión de los amigos constituye un milagro de gracia, vinculado a la transparencia personal: buscamos la unidad, confianza y convivencia por motivos que desbordan los principios racionales: no nos sometemos a una ley, ni obedece­mos a un mandato impuesto desde fuera. La amistad constituye un regalo de la gracia: es la verdad de Dios que se ha ofrecido en Jesucristo, es el misterio de una vida que se funda en el Dios de la vida compartida, en el Dios que es amistad (siendo, también, amor enamorado).

Amistad y alteridad sexual. Antiguamente parecía que sólo puede darse amistad entre varones, una amistad que con frecuencia tenía ciertos rasgos homosexuales. Las mujeres no podían elevarse hasta un nivel personal de la amistad, pues su vida se encontraba relegada a un plano de materia, sensibilidad, sometimiento. Por otra parte, una amistad no sexualizada entre un hombre­ y una mujer parecía inconcebible. Pues bien, a mi entender eso ha cambiado y debe cambiar más hondamente todavía. El florecimiento de la amistad sólo es posible allí donde el ser humano (varón o mujer) accede a su libertad espiritual y se vuelve capaz de cultivar una relación personal en la que viene a transcenderse (no negarse) el nivel de los deseos. Ciertamente, un tipo de amistad así puede resultar más fácil en personas que son del mismo sexo. Sin embargo, resulta más fructuosa y positiva allí donde los sexos son distintos. Muchos piensan que la amistad es un peldaño inferior, una especie de amor más bajo, que en el caso hombre-mujer debe culminar en el enamoramiento. Así ocurre algunas veces, pero no de una manera necesaria, pues la amistad tiene un valor en cuanto tal, sin necesidad de convertirse en otra cosa. Todo enamoramiento implica un momento de amistad, pero puede haber un tipo de amistad sin enamoramiento; una amistad entre personas del mismo o de distinto sexo, hombres y/o mujeres, que comparten sobre todo la palabra y de esa forma enriquecen sus vidas.

Este modelo de amistad   constituye uno de los retos mayores para los hombres y mujeres del futuro. Apenas hemos salido del cascarón de un tipo de naturaleza muy centrada en el clan, en un tipo de familia patriarcalista. Casi no sabemos lo que implica hacerse y ser hombres y mujeres en amistad. Nuestro amor se encuentra demasiado ligado a formas de vinculación sexual o a gestos de beneficencia afectivamente neutral. Pues bien, llega un mundo nuevo de creatividad en el amor y de amistad más amplia, que apenas somos ahora capaces de intuir. Evidentemente, siguen teniendo fuerza los viejos principios: está la atracción del sexo, la pasión de la vida, la tendencia al placer, el egoísmo. Quien no cuente con ello acaba engañándose a sí mismo. Pero, en este tiempo nuevo, de nueva libertad de amor (sin los tabúes y las prohibiciones moralistas, tan abundantes antaño) puede darse y se dará un florecimiento nuevo en la amistad.

En este contexto se puede plantear, por fin, el tema de la extensión numérica de la amistad: ¿cuántos pueden ser los amigos? Algunos dicen que sólo puede haber amistad entre dos o tres personas: sólo entre ellas puede darse el nivel de confidencia, convivencia y esperanza en que se forjan los amigos. Pero esa visión no me parece exacta. Ciertamente, existen amistades duales muy perfectas. Pero en su misma entraña, la amistad incluye un germen de apertura. El enamoramiento es, por esencial, dual: enamoramiento «a tres» resulta imposible, al menos a la larga. La amistad es diferente. Ella tiende a comunicarse, a crear ámbitos más amplios de confianza y convivencia, como dijo Jesús a sus discípulos, que eran más de dos o y más de tres «No os llamo siervos; vosotros sois mis amigos...» (cf. Jn 15, 14-15).  

3. Solidaridad. Amor social cristiano[1]

 El tema de la amistad social cristiana puede formularse a partir de Mt 25, 31-46 (“tuve hambre y me disteis de comer…»), texto donde la solidaridad real, de tipo económico, social y personal viene a presentarse como punto de partida y norma del “juicio” de Dios. Se trata de una solidaridad humana, que no tiene por qué apoyarse en la confesión explícita de Dios (se dice expresamente que los justos/solidarios no sabían que Dios está presente en los más pobres), pero que, en su base, es radicalmente teológica. Éste es un tema que ha sido desarrollado especialmente en relación con el marxismo y los movimientos sociales de la modernidad. Así lo  tendré en cuenta en lo que sigue.

(1) Base teológica. Jesús se identifica con los rechazados sociales (hambrientos, extranjeros, encarcelados…) porque es Mesías de un Dios creador, que se encarna en la pobreza de la historia humana. Por eso, su solidaridad no es un simple efecto del compromiso social humano, sino don de Dios que se encarna en la vida rota y conflictiva.  

2) La solidaridad de Jesús no va unidad a los intereses de un determinado grupo social, sino con la situación de todos los oprimidos. El marxismo ha destacado el sufrimiento de una “clase” (proletariado), poniendo de relieve su potencial revolucionario, a través de un “partido” que asuma y represente sus intereses, abiertos en un segundo momento a todos los pobres de la tierra. Más que con los proletarios-poderosos (capaces de iniciar una revolución violenta, tomando el poder), Jesús se identifica con los proletarios-excluidos, con los pobres-pobres, que no pueden ni organizarse en forma de partido para tomar el poder.

(3) La solidaridad de Jesús es gracia-donación: amar es más que aceptar la existencia de los otros (de los distintos, de los enemigos); amar es desear que ellos existan, más aún, es dar la vida por ellos. Allí donde el marxismo introducía la lucha entre las clases, para liberar a los proletarios-oprimidos, Jesús cree que la injusticia y violencia del mundo actual no se supera a través de una lucha que lleva a la toma de poder, pues todo poder acaba siendo dictatorial. Por eso, la meta de la solidaridad de Jesús es la comunión gratuita, abierta a todos los hombres y mujeres, no en forma de unidad de clase (pero tampoco de injusticia interclasista), sino de comunión en el amor personal.

(4) Por eso, la solidaridad de Jesús no desemboca en la toma del poder. La revolución marxista se ha mantenido dentro de las estructuras de poder: ha tomado las riendas del Estado, apelando incluso al “ejército revolucionario”, para extender sobre el mundo su solidaridad, por medio de la fuerza; por eso, su solidaridad ha terminado siendo violenta, violencia de los comités de obreros que toman el poder, violencia de soldados que quieren expandir sobre el mundo su revolución.

Jesús no ha tomado el poder para extender el amor. Por eso, su proyecto revolucionario puede ser hasta el final un proyecto de amor.

Una revolución que desemboca en la toma de los poderes del Estado deja de ser revolución, pues, como sabían Marx y Engels, el tipo de Estado puede y debe ser signo de justicia, pero no es signo de amor. Un poder que se impone por la fuerza no es auténtico amor. Aquí se sitúa la verdadera diferencia de la solidaridad cristiana, tal como aparece en el fondo de Mt 25, 31-46. Desde de una perspectiva apocalíptica, de juicio, Jesús divide a los hombres en dos grupos: salvados y malditos. Pues bien, en el fondo de esa oposición hay otra más profunda: por un lado están los necesitados (hambrientos, sedientos, exiliados...); por otro están aquellos que pueden ayudarles, aunque algunos no lo hacen. Mt 25, 31-46 supone la existencia de tres grupos:

(1) Los pobres o pequeño reflejan y conden­san la miseria de la historia que se expresa en necesidad material (hambre y sed), social (exilio, desnudez, cárcel) y biológico-­afectiva (enfermedad, desnudez). Estos pobres son la expresión de impotencia de lo humano.

(2) Los que acompañan y/o ayudan a los pobres saben que la vida es don: que sólo se tiene dando, que sólo se alcanza amor amando a los demás. El valor de estos hombres y mujeres que dan lo que son se explicita en su función de servicio, en apertura creadora hacia los otros.

(3) Aquellos que no ayudan: se cierran en sí mismos y no piensan en los pobres de la tierra. Mt 25, 31-46 no ofrece lugar para neutrales, personas que se inhiben ante el hambre de los otros: quien intente ser neutral es ya culpable, pues no sirve a quien está necesitado.

Según eso, los hombres y mujeres no se escin­den en buenos y malos, grandes y pequeños (burgueses-proletarios), sino en (1) pobres, (2) los que solidarizan con los pobres y (3) aquellos que no lo hacen. Los que determinan la división son los pobres en cuanto tales, de manera que ante ellos se definen los dos restantes grupos. Pues bien, , esta división nos permite descubrir la posibilidad de pertene­cer, al mismo tiempo, a dos grupos distintos. Prescindiendo de algún caso límite, todas las restantes personas pueden ser y somos, al mismo tiempo, objeto de necesidad y sujeto activo de (posible) ayuda a los demás.

Estamos a merced de los demás, pero, al mismo tiempo, les podemos ofrecer nuestra asistencia, no sólo en el nivel externo, sino en otros niveles de presencia, de tal manera que en ese sentido los que más aportan a la convivencia humana y al despliegue de Dios en ella (al surgimiento de la nueva humanidad) pueden ser aquellos que parecen que no aportan nada, que son simple rostro sufriente, como ha destacado el filósofo judío E. Lévinas. Más aún, los que de verdad sirven a los pobres no pueden seguir siendo “ricos”, regalando algo que les sobra, sino que han de volverse solidarios de los pobres, compartiendo la vida con ellos. Pobres que acompañan a otros pobres: estos son los verdaderos solidarios.

Desde ese fondo podemos añadir que la historia humana recibe su sentido allí donde va generándose un movimiento de solidaridad, allí donde cada uno de los hombres, recibiendo ayuda de los otros, les ofrece su respuesta de asistencia amistosa, de tal manera que los pobres y aquellos que les “sirven” o cuidan forman un círculo de intercambio de solidaridad y de amistad humana. Quien impide ese intercambio, aquel que se aprovecha de los otros y no quiere darles nada destruye el gran camino del amor de Cristo y se destruye. Con este esquema superamos el exclusivismo económico y el puro antagonismo de ricos y pobres. Ciertamente, Mt 25, 31-46 pone de relieve la miseria alimenticia (hambre, sed...) e indica que es preciso resolverla, pero también destaca otras miserias importantes (cárcel, exilio, enfermedad...), queriendo que los hombres y mujeres vivan en solidaridad, no en enfrentamiento mutuo.

Lo inaudito de Mt 25, 31-46 no es que Cristo invite a amar a los pequeños; eso lo dijeron numerosos sabios anteriores. Lo inaudito es que proclame de manera directa que el mismo Dios está presente en los pequeños y excluidos del amor solidario: «Tuve hambre, estuve en el exilio». Donde sufre un hombre sufre el Hijo de Dios a quien podemos llamar no sólo «el proletario universal» sino el «sufriente originario». Sólo en esta línea de identificación de Jesús con los necesitados se entiende la palabra de «felices vosotros los pobres...» (Mt 5, 3): felices porque el mismo Dios alienta en vuestra situación de impotencia y lucha. En esta perspectiva se sitúa la exigencia de la solidaridad activa: si descubro la presencia de Dios en los pobres puedo amarles de un modo concreto (dar de comer, acoger). Sé que el Dios de Cristo no está sólo en mi propia pequeñez, sino en la pequeñez de los demás y en el amor mutuo, de tal forma que puedo escuchar la palabra: «bienaventurados los misericordiosos...» (Mt 5, 7 s). De esa forma, la solidaridad concreta se hace signo de Dios, no a través de la violencia de un partido o grupo social que, para defender a los pobres, toma el poder y lucha militarmente contra los opresores, sino a través del gesto solidario de aquellos que se ayudan desde su propia opresión.

Mt 25, 31-46 ofrece, según eso, un ritmo histórico ternario. El punto de partida es el amor de Dios en Cristo, la presencia de Dios en los pequeños. Al final está el amor que triunfa de la muerte. Entre esos campos, apoyándose en la gracia y dirigido hacia la meta escatológica, aparece el ejercicio afectivo y efectivo del amor: la certeza de que, siendo pequeños, nos tenemos que ofrecer ayuda unos a otros. Desde la pequeñez de los expulsados y hambrientos, han de instaurarse formas de solidaridad económica y social, que sean capaces de trasformar la historia. En esta línea va el despliegue de la vida.

¿Y aquellos que no ayudan? ¿Qué pasa con aquellos que no se reconocen pequeños, no agradecen, por tanto, el don de Dios ni el servicio que viene de los hombres, aquellos que no ofrecen nada por los otros? Mt 25, 31-46 responde de un modo tajante, siguiendo el modelo apocalíptico judío: «Apartaos de mi». Los que actúan de esa forma terminan pereciendo: se destruyen a sí mismos porque no han querido acompañar a los otros, porque no han sido solidarios. Por el contrario, aquellos que simplemente son pequeños, los perdi­dos proletarios que no pueden ni siquiera elevarse sobre sí, los deficientes profundos, los hundidos de la vida sin retorno..., todos esos se encuentran integrados en la vida de Jesús, y con ellos pueden alcanzar también la vida aquellos que les ofrecen su asistencia, solidarizándose con ellos. Desde ese fondo vuelvo a trazar la diferencia entre el amor de Jesús y la solidaridad marxista, que se encuentra, como te he dicho, en la forma de concebir salvación y gracia.

Don o conquista humana. Para el cristiano la salvación es don de Dios que se revela en Cristo como poder de comunión como lugar donde nos vamos realizando. Por eso alcanzan los pobres y aquellos que ayudan a los pobres, de manera que en su gesto de solidaridad no impositiva viene a revelarse la verdad del ser humano, el futuro de la vida. Ciertamente, la ayuda solidaria puede y debe estructurarse a través de medios económico-sociales, pero nunca en forma de violencia directa de tipo estatal o militar, como ha querido el marxismo. Para el marxista, en cambio, la salvación sólo se alcanza en un proceso histórico de enfrentamiento: no hay gracia de Dios; la ternura personal es importante, pero al fin resulta secundaria: lo que importa es el cambio de las estructuras de la historia, un cambio que debe expresarse en forma incluso militar, a través de unas trasformaciones sociales de fuerza.

Tomar el poder, no tomar el poder, vivir en amistad solidaria. El marxismo apela a !a solidari­dad de clase o grupo, una solidaridad “de fuerza”: en un momento determinado, los proletarios descubren que son más, que tienen en su mano los resortes de la riqueza y del poder, de manera que pueden imponerse, tomando el Estado y poniéndolo a su servicio… hasta que desaparezca por sí mismo. Pues bien, la solidaridad cristiana no empieza tomando el poder, sino ayudando en concreto a los necesitados. Conforme a su visión de la historia, los marxistas creían que el motor del cambio humano son los proletarios-poderosos, bien organizados, capaces de tomar el poder. Por el contrario, los privilegiados de Jesús empiezan siendo los proletarios-mendigos, los que forman el “lumpen” o basura de la sociedad, de manera que no pueden ni siquiera defenderse. El evangelio se sitúa en la línea de una revolución sin toma de poder estatal ni militar, una revolución de las multitudes abiertas al amor.

 La solidaridad de los partidos marxistas clásicos ha fracasado, porque han querido tomar el poder y cambiar las relaciones humanas por la fuerza. Pues bien, en contra de eso, según el evangelio, lo que importa son los pobres, esto es, todos los hombres, empezando por los pequeños y excluidos (que no pueden defenderse a sí mismo, ni formar un partido) y pasando por aquellos que son capaces de ayudarles, suscitando caminos de unidad solitaria que cambia los corazones de los hombres y mujeres. De esta forma se recuperan, desde el centro de una solidari­dad abierta, algunos rasgos del amor que el marxismo había tomado menos en cuenta: la intimidad, el enamoramiento, la gratuidad. El riesgo de la solidaridad marxista está n su fuerza: piensa que la toma del Estado es la forma de superar el tipo de Estado actual. Pues bien, en contra de eso, hace ya dos mil años, Jesús no quiso tomar el Estado judío o romano para cambiar a los hombres, sino que se propuso cambiarlos desde el amor, es decir, desde fuera de los poderes del Estado.

Dicho eso, debe añadirse que el cristianismo puede y quizá debe aceptar el hecho de la lucha de clases o, mejor dicho, de la lucha de intereses y poderes de la historia humana, tal como supone Mt 25, 31-46, pero dando un paso más, pasando de la lucha a la aceptación mutua y a la amistad. Dando un paso más, muchos cristianos podrán aceptar incluso, al menos parcialmente, un tipo de interpretación marxista de la historia. Sin embargo, ellos saben que hay algo más allá de la lucha económica y social. Por eso, ellos añaden que los problemas no se solucionan con la toma de poder, a no se que el poder se cambie totalmente, ya desde ahora, en línea de gratuidad y comunicación general de la vida.

Notas

[1] Los documentos sociales del Magisterio Católico han sido publicados en diferentes editoriales. Ediciones on line en: churchforum.org/info/Doctrina/Social¸ doctriglesia/doctriglesia.shtml, corazones.org/mundo_iglesia/doctrina_social etc. Cf. también AAVV, Doctrina social de la Iglesia, BAC, Madrid 1993; I. Camacho, Doctrina social de la iglesia, Desclée de Brouwer, Bilbao 2005; J. de Fraine, Adam et son lignage, Desclée de Brouwer, Bruges 1959; G. Girardi, Amor cristiano y lucha de clases, Sígueme,Salamanca 1971; E. Levinas, Totalidad e Infinito, Sígueme, Salamanca 2001; X. Pikaza, Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños. Mt 25, 31-46, Sígueme, Salamanca 1984.

[1] Cf. M. Buber, Yo y tú, Buenos Aíres 1956; E. Gentile, L'amore, 1’amicizia e Dio, Toríno 1978; P. Laín Entralgo, Sobre la amistud, Madrid 1972; J. Maritain, Amore e amicizia, Mocelliana, Brescia 1964; R. Maritain. Les grandes amitiés, Desclée de Brouwer, Paris 1949; A. Vázquez de Prada, Estudio sobre la amistad, Rialp,Madrid 1975.

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