Jesús 6. El judaísmo de Jesús (Mario Sabán)

Jesús, como judío, sabía quién era
Los israelitas nacían (y nacen) a la vida personal y social en un contexto donde tradiciones, profetas y libros antiguos marcaban la identidad de cada uno y conformaban de algún modo, su alma. Actualmente nacemos, por regla general, en un entorno que no sabe decirnos lo que somos, de manera que parecemos condenados a buscar una identidad que nos escapa, corriendo el riesgo de morir sin haber descubierto lo que pudimos haber sido. Jesús, en cambio, nació en un pueblo y familia donde muchos habían esperado y preparado su llegada, para decirle quién era y cómo debía comportarse. El conocimiento de su pasado (tradición) fue un elemento esencial de su experiencia.
Llevaba escrito de antemano su futuro; pero, al mismo tiempo, debía interpretarlo y concretarlo a lo largo de su vida, descifrando y desplegando su personalidad. Todo lo que debía ser se hallaba anunciado en las promesas de Dios (la Escritura); pero todo debía confirmarlo y concretarlo por sí mismo, en su propia historia, dedicada al anuncio del Reino de Dios, al servicio de los pobres.
Su destino estaba escrito
Creció conociendo lo esencial, por herencia y cultura de pueblo, pero ese mismo conocimiento le puso ante tareas que él mismo debía interpretar, pues la Escritura y Tradición podían entenderse y aplicarse de diversas formas, como lo indicaban los varios grupos de judíos de aquel tiempo. Algunos pensaban que la estrella de Israel debía convertirse en enseña militar y así querían luchar por la independencia y conquista de la tierra (como había hecho Jesús/Josué). Otros contestaban que la guerra de aquel tiempo era la última y distinta, la batalla de Dios, de tal manera que sus fieles sólo podían colaborar con sus oraciones. Muchos se limitaban a sufrir, como hijos de un tiempo y de una tierra abierta a grandes promesas, pero cargada de quebrantos.
Inserto en esa historia de Israel, Jesús creyó, sin duda, que todo estaba escrito en Dios, pero descubrió que el mismo Dios le pedía que colaborara en ella, cumpliendo una tarea a si servicio, como mensajero del Reino. Su visión de Dios (su forma de entender el judaísmo) le llevó a ponerse al lado de aquellos que carecían de identidad (de los expulsados, oprimidos), dentro de un sistema político (imperio romano) dominante en plano externo.
(1) Fue judío galileo y quiso mantenerse fiel a un mensaje profético de justicia, para bien de los pobres, pero fue rechazado por algunos sacerdotes del templo de Jerusalén, lo que significa que su opción fue objeto de escándalo para cierto judaísmo.
(2) Fue súbdito (¡no ciudadano!) del «reino» de Roma, pero anuncio la llegada del Reino de Dios. No luchó con armas contra el Reino de Roma, pero buscó y propuso otro Reino, siendo crucificado por el gobernado romano, como vulgar (aunque peligroso) insurgente.
Nació judío y así aprendió su vocación y destino, como manda la Escritura: «Escucha Israel, Yahvé, tu Dios, es un Dios único... Estas palabras que yo te mando estarán en tu corazón. Las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas, sentado en casa o andando de camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Las atarás a tu mano como señal, y estarán como frontal entre tus ojos. Las escribirás en las jambas de tu casa y en las puertas de tus ciudades» (Dt 6, 6-9).
Los recuerdos principales de Israel definían la identidad de cada niño, y así debían decírselo sus padres, los primeros sacerdotes: «Y después, cuando tu hijo te pregunte: ¿Qué significan los testimonios, leyes y decretos que Yahvé, nuestro Dios, os mandó?, responderás a tu hijo: Éramos esclavos del faraón en Egipto, pero Yahvé nos sacó de Egipto con mano poderosa; hizo en Egipto señales y grandes prodigios contra el faraón y contra toda su familia, ante nuestros propios ojos. Él nos sacó de allá para traernos y darnos la tierra que juró a nuestros padres y nos mandó que pusiéramos por obra todas estas leyes... para que nos fuera bien todos los días... como el día de hoy» (Dt 6, 20-24. Cf. Ex 13, 13-15).
Un judío que nacía de esa forma, al interior de las tradiciones y esperanzas nacionales, tenía su identidad trazada de antemano, como heredero de una historia (Escritura), que formaba su libro de familia y que le daba su propia identidad. Eso sucedía de un modo especial en el caso de un primogénito varón, dedicado a Dios, a quien debía ser ofrecido (¡y de quien debía ser rescatado!), en gesto de obediencia religiosa (cf. Num 8, 16-17; 18, 15). Lógicamente, la vida de Jesús (ofrecido y rescatado como primogénito según Lc 2, 7. 22-35) debía transcurrir según las esperanzas de la Biblia.
Sus tres grandes modelos
Pero más que la Biblia Escrita, que no todos leían, importaba la Biblia de la vida y de las tradiciones que todos conocían, por formación, familia y sabiduría de grupo, cultivada en sinagogas y casas familiares. Cuando nació le dieron el nombre y tarea del conquistador nacional (Josué); pero también era heredero de figuras venerables, como Moisés (Ley), Elías (Profecía), David (Reino), cuyas vidas seguían pendientes de culminación. Ellos definieron la vida de Jesús.
1. Moisés. Fue liberador y legislador. Conforme a la memoria israelita, había sido salvado de manera milagrosa de las aguas, había visto al Invisible en la montaña, escuchando el Nombre que no puede nombrarse (Yahvé), y había liberado a los hebreos de Egipto (Éxodo), para ofrecerles la Ley (Sinaí) y conducirles por el desierto hasta Israel (cf. Ex 1-21). La historia simbólica de ese Moisés, muerto sin haber heredado la tierra y sin sepulcro conocido (Dt 34, 6), seguía viva en la conciencia israelita: «Yahvé, tu Dios, te suscitará un profeta como yo de en medio de ti, de tus hermanos. A él escucharéis. Así se cumplirá lo que pediste a tu Dios en Horeb el día de la asamblea, diciendo: No vuelva yo a oír la voz de Yahvé, mi Dios, ni vuelva yo a ver este gran fuego; no sea que muera. Yahvé me dijo: Está bien lo que han dicho. Les suscitaré un profeta como tú, de entre sus hermanos. Yo pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mande. Y yo pediré cuentas a todos los que no escuchen las palabras que él dirá en mi nombre» (Dt 18, 15-19).
Cada nuevo profeta era sucesor o, mejor dicho, una especie de encarnación de Moisés, como sabían los escribas-rabinos, de los que dice el Evangelio que «se sientan en la cátedra de Moisés» (cf. Mt 23, 2), actualizando su doctrina y recreando su obra, en línea de Ley, al servicio del pueblo. También Jesús asumió la herencia de Moisés, pero como profeta más que como legislador, autor de libros. Ciertamente, llevaba el nombre y tarea de Josué guerrero, sucesor de Moisés, pero su modelo fue Moisés maestro, a quien «verá» (histórica o simbólicamente) con Elías, en la montaña, cuando tenga que iniciar su éxodo en Jerusalén (cf. Lc 9, 30-31; cf. Mc 9, 2-8).
2. Elías. Fue profeta de juicio (prueba del Carmelo y revelación del Horeb, monte de Dios: cf. 1 Rey 18-19) y carismático y se dice que era capaz de realizar milagros a favor de los enfermos, incluso más allá de las fronteras de Israel, en unión con su discípulo Eliseo. Ciertamente, las historias de Elías (y Eliseo, su discípulo: cf. 1 Rey 17-21 y 2 Rey 1-8), reelaboradas simbólicamente por la tradición israelita, contienen rasgos de lucha en contra de los cultos de Baal. Pero en ellas destacan los milagros con enfermos como el hijo de la viuda de Sarepta: «Cayó enfermo el hijo de la mujer… y su enfermedad fue tan grave que se le fue el aliento. Entonces ella dijo a Elías: ¿Qué tengo yo contigo, hombre de Dios? ¿Has venido a mí para traer a la memoria mis iniquidades y hacer morir a mi hijo? Y él le respondió: Dame a tu hijo. Lo tomó de su seno, lo llevó al altillo donde él habitaba y lo acostó sobre su cama… Luego se tendió tres veces sobre el niño… diciendo: ¡Yahvé, Dios mío, te ruego que el aliento de este niño vuelva a su cuerpo! Yahvé escuchó la voz de Elías, y el aliento del niño volvió a su cuerpo, y revivió» (1 Rey 17, 17-24).
Elías ha sido recordado en especial como profeta del juicio y del fuego (quizá más en la línea de Juan Bautista: cf. Mt 3, 9-12) y como sanador carismático, que resucita al hijo de una viuda extranjera (quizá más en la línea de Jesús). Su discípulo Eliseo, fiel yahvista, cura la lepra de Naamán, general sirio, enemigo oficial de los israelitas (cf. 2 Rey 5, 1-16). Éstas y otras narraciones sobre Elías y Eliseo circulaban en tiempo de Jesús, sobre todo en Galilea, tierra en cuyo entorno ellos habían actuado. Por eso, les recordaremos no sólo al ocuparnos de Juan Bautista, sino al hablar de los milagros y muerte de Jesús, quien, al parecer (como veremos en cap. 22), pudo expirar llamando desde la cruz a Elías (Mc 15, 35-36), quizá para que le ayudará en su empresa (cf. Mal 3, 23-24; Eclo 48, 1-11).
3. David. Era el tercero de los héroes de Israel y así aparece en la memoria del pueblo como instaurador del reino, vinculado también con el templo y sus salmos (cf. Lc 4, 44; Mt 22, 42-43). La memoria israelita había destacado sobre todo dos aspectos de su historia: la conquista de Jerusalén y la esperanza mesiánica:
El relato de la conquista dice así: «Entonces el rey, con sus hombres, fue a Jerusalén, contra los jebuseos, habitantes de aquella tierra, que le decían: No entrarás aquí; pues incluso los ciegos y los cojos te rechazarán… Sin embargo, David tomó la fortaleza de Sión. Aquel día dijo David: Todo el que ataque a los jebuseos que suba por el canal… En cuanto a los cojos y a los ciegos, David los aborrece. Por eso se dice: Ni el ciego ni el cojo entrará en la Casa (Templo). David habitó en la fortaleza, y la llamó Ciudad de David» (2 Sam 5, 6-9). Este relato insiste en el tema de los ciegos y cojos, vinculados de un modo especial a la ciudad (que ellos podrían defender), pero expulsados del templo, edificado por Salomón (cf. 1 Rey 6-9), aunque la memoria popular lo relaciona con David, su padre, que habría preparado su construcción (cf. 1 Cron 29). Es normal que Jesús, situándose en la línea de David, quiera entrar en su ciudad y en su templo, para anunciar y promover, esperar e iniciar el Reino mesiánico. Significativamente, vendrán con él los ciegos y cojos, débiles y enfermos, vinculados a la promesa de la ciudad y trono de David (cf. Mt 21, 14).
Pero el verdadero templo de David no es un edificio de culto, sino su propia familia y tarea mesiánica: «Yahvé te edificará una casa: Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti a tu descendiente, que saldrá de tus entrañas, yo consolidaré el trono de su realeza (él me construirá una casa…). Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente» (2 Sam 7, 9-16). Esta promesa de reino ha marcado la historia de los judíos, sobre todo tras la caída de su primer templo y de su monarquía (el año 587 a.C.), de manera que, una y otra vez, han sido muchos los que han apelado a ella. Así lo hará Jesús, pretendiente mesiánico en la línea de David, que entrará en Jerusalén como portador de una esperanza de reino. La relación de Jesús con David se expresa, de un modo especial, en su condición de nazoreo, como indicaré (cf. cap. 2).
Los tres personajes anteriores marcaron la identidad de Jesús, que aplicó a su vida el destino y tarea de todos, pero sin identificarse con ninguno. Así podemos decir que fue maestro (Moisés), profeta (Elías) y mesías (David), pero desarrollando una personalidad particular, definitivamente suya.