Semana de Pascua. La bienaventuranza de los resucitados

Jesús ha muerto asesinado por los poderes del mundo, pero dando su vida por el Reino de Dios, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante sus amigos (en ellos) como nueva y más alta presencia en amor y comunión de vida. Por eso, sus apariciones o presencias pascuales no han sido ni son imaginaciones de algo que externamente no se ve, sino sentimiento y certeza radical de la presencia de aquel que ha vivido y muerto regalando vida, como Vida de Dios, esto es, como Bienaventuranza.

 Por eso, la vida cristiana es una experiencia de resurrección en línea de felicidad, esto es, de bienaventuranza. Otras realidades cambian y terminan. Los hombres, en cambio, no cambian sin más, sino que resucitan, abriendo con Jesús un camino de felicidad, viviendo unos en otros (para otros), esperando la plena llegada del Reino que inició Jesús.

En ese sentido vivió y murió Jesús por todos, pero de tal forma lo hizo que sus discípulos sintieron (supieron) que él vivía en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos bienaventurados (pues el mismo Jesús ha resucitado en ellos, y ellos pueden darse mutuamente vida).

La Resurrección de Nuestro Señor | Pregunta Santoral

No murió de enfermedad o vejez, sino porque le mataron, cuando más lleno de Vida se encontraba, aquellos que tuvieron miedo de su proyecto y camino de Reino, es decir, de su proyecto y camino de Resurrección.

Por vivir como vivió y proponer el camino de Reino que propuso le condenaron a muerte los defensores de un reino entendido como imperio militar y templo de muerte. Murió por lealtad al programa y camino de sus bienaventuranzas, esto es, a Dios (a su Reino) y a los hombres a quienes había ofrecido un camino y mensaje de gratuidad, es decir, de comunión de vida:

 ‒ Fue ajusticiado por haber proclamado y empezado a recorrer el camino de las bienaventuranzas, es decir,presencia y reino de Dios que es vida y comunión en amor, no imposición, desde los pobres, excluidos, hambrientos, en contra de una política e incluso de una religión que se fundamenta y eleva como poder del sistema.  

Resucitó como Bienaventurado, como presencia e impulso del Reino, no para abandonar su camino anterior, sino para ratificarlo y extenderlo a todos. Su pascua de resurrección es la prueba y triunfo radical del valor y pervivencia de su programa de bienaventuranzas. Lo que él anunció y dispuso vino a cumplirse así de un modo radical. La resurrección no va en contra de la muerte, sino que confirma y ratifica el sentido de esa muerte.

      Jesús fue mensajero de Vida, y en esa línea actuó como promotor de una mutación de Bienaventuranza, despliegue de vida; precisamente por eso le mataron los defensores del orden del Templo y del César, para seguir reinando ellos de un modo sacral y/o político: Un tipo de sacerdotes de viejo templo matan a sus víctimas religiosas, para seguir organizando el mundo a través de la muerte; por su parte, los servidores de un tipo de César (imperio, de imperar, someter) matan o dominan a los enemigos, para mantener así el (des-)orden de su violencia.

En contra de eso, precisamente al dar su vida por los pobres‒enfermos, muriendo por ellos, Jesús ratifica el valor de las bienaventuranzas, es decir, la vida en libertad y en felicidad, en gracia y comunión de amor, desde los más pobres. Éste es el mensaje y camino de fondo que descubrieron, de formas distintas pero convergentes, los primeros “testigos” de la bienaventuranza cristiana: María Magdalena y María la de Santiago, Pedro  y Tomas, Pablo y Mateo.

En esa línea, a través de fuertes caminos, los discípulos descubrieron que la vida de Jesús y su anuncio de Reino había sido una “resurrección” final anticipado de la bienaventuranza final de la historia. Por eso, al “verle vivo” tras la muerte (cf. 1 Cor 15, 3‒11), algunos de ellos (con Pablo y Pedro) no se limitaron a seguir esperando el cumplimiento del mensaje en Jerusalén, conforme a un mesianismo nacional de Ley sino que empezaron a crear una iglesia o comunidad de resucitados, es decir, de bienaventurados vivientes, como indica la palabra de Jesús a Marta:

LA RESURRECCIÓN – Parroquia Epifanía del Señor y Santo Tomás de Villanueva

 Yo soy la resurrección y la vida, quien crea en mi vivirá, aunque muera,y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre (Jn 11, 26‒27). 

  La formulación concreta de este pasaje proviene de un tiempo posterior (quizá del mismo Juan evangelista), pero la experiencia de fondo refleja el principio y sentido de la mutación original de los cristianos, que no esperan la resurrección del último día, como Abraham (Rom 4,17), sino que bendicen al Dios que ha resucitado a Jesús (Rom 4, 24) y lo ha hecho en la vida de los creyentes, que no se limitan a esperar, sino que son ya, con Jesús, en este mundo, unos resucitados, es decir, unos bienaventurados. 

Renacimiento, es decir, resurrección.

En esa línea, la misión pascual de los discípulos de Jesús no quiere convertir simplemente a los no cristianos en cristianos de iglesia cerrada en sí misma, ni imponer su credo (pues si lo impusiera dejaría de ser credo), sino abrir caminos de comunión gratuita y donación de vida, en la línea de su mensaje de muerte y resurrección, tal como se expresa en las bienaventuranzas. Este modelo pascual de las bienaventuranzas ofrece una propuesta de humanización pascual desde la gratuidad, desde la vida entregada (regalada) a los demás por amor.

Resurrección y encarnación cristiana. En un sentido, la muerte ha sido un momento esencial del proceso biológico, pues sólo a través del tanteo-error, vinculado a la destrucción de los individuos, ha podido avanzar la humanidad como especie. Ese aspecto de muerte a favor de la especie ha sido recogido en la experiencia sacrificial de muchas religiones en las que el grupo sacrifica y ofrece a Dios la vida de algunos de sus miembros (o unos animales sustitutivos) para expresar y fomentar el bien del conjunto (imponiendo así tipo de paz dentro del grupo).

En esa perspectiva, desde un nivel más alto, podemos empezar a entender la muerte de Jesús, que ha entregado su vida al servicio del Reino. Pero inmediatamente debemos precisar que esa muerte no ha sido un sacrificio fundado en la violencia de Dios (o exigido por ella, sino, al contrario), sino al contrario: Ella ha sido la negación y rechazo de todos los sacrificios anteriores; ni los hombres ni Dios pueden tomar (recibir) su fuerza de la muerte de los contrarios, sino que ella consiste en dar la vida, desde y con los más pobres, para que ellos tengan vida en gratuidad creadora.

Esta experiencia nos sitúa ante el Sermón de la Montaña, centrado en las bienaventuranzas, que interpretamos como mensaje para resucitados mesiánicos. Ciertamente, hay otros rasgos valiosos del evangelio, pero pueden quedar en un segundo plano. En el principio se encuentra la experiencia del amor gratuito que los cristianos han de ofrecer y compartir con todos, desde lo más hondo, en pobreza, en diálogo abierto a todos, en comunicación gratuita de vida, sin “dogmas” previos impuestos de antemano[1].

Sólo allí donde la vida se regala (donde unos hombres mueren por otros) puede surgir una experiencia superior de resurrección, de nueva y más alta humanidad, según las bienaventuranzas. Dentro del proceso biológico, las plantas y animales que mueren por la evolución desaparecen y no existen más, pues no tienen individualidad, sólo perduran en sus descendientes.

  En ese sentido, en la línea del mensaje y pascua de Jesús, los hombres que entregan o regalan la vida por los otros no mueren sin más (de forma que se acaba lo que han sido), sino que resucitan, porque tienen individualidad, son personas concretas, en Cristo, y de esa forma viven precisamente en aquellos a quienes dan la vida, resucitando en el Dios que les acoge, porque él es, por Jesús, Presencia de Vida, resurrección de los muertos.

La bienaventuranza de la resurrección no es algo del fin de los tiempos, cuando se ratifique la justicia escatológica (como pretendían muchos judíos apocalípticos), sino que empieza en esta misma historia humana, en el momento actual, en forma de comunicación de amor, de entrega mutua de la vida y de comunión.  En ese contexto se ilumina un elemento clave del mensaje de Jesús, conforme al cual la ofrenda de la vida a los demás (morir por ellos) significa renacer en Dios y en los demás seres humanos, dándoles la vida, para resucitar, en un nivel más alto, para una forma de vida compartida, resucitando (reviviendo) al mismo tiempo en los hombres por quienes y para quienes se ha vivido (cf. Mt 16, 25; Jn 12, 25).

Desde ese fondo pascual, definido por las bienaventuranzas, podemos y debemos hablar de una nueva humanización marcada por la felicidad, conforme a la cual la vida de los que mueren renace en la vida de aquellos que les siguen (y en la de todos los resucitados en Cristo). Teniendo esto en cuenta, los cristianos han podido celebrar el Nacimiento de Jesús (Navidad) como fiesta de la Encarnación de Dios, que se introduce en la trama de la historia humana, pero no para quedar arriba, por encima de otros, como han supuesto algunos, sino para introducirse en el despliegue humano, de manera que todo nacimiento personal es Nacimiento-Presencia de Dios (Navidad, encarnación) y toda muerte en unión con los demás es Pascua de Dios (Resurrección). 

Muerte y nuevo nacimiento se vinculan, de tal forma que el proceso de evolución de las especies (que podía interpretarse como voluntad de poder) se expresa como despliegue gratuito y creador de vida,  en una línea que está simbolizada, expresada e iniciada  por las bienaventuranzas. Frente al sistema que se impone por presión, marginando de manera intolerable a los menos afortunados, el mensaje y camino de las bienaventuranzas abre un camino de existencia, de futuro, para todos los hombres y, de un modo especial, para los pequeños y expulsado del sistema de poder.

  La evolución de la vida, un camino de bienaventuranza por resurrección 2].

Ciertamente, en un primer nivel,  hemos surgido por evolución biológica. En ese nivel vivimos y en ese seguimos naciendo y muriendo. Pero ya no podemos seguir viviendo sólo en ese plano: Si no resucitamos, si no subimos de nivel, y empezamos a vivir por gratuidad, según el camino de las bienaventuranzas, avaladas por la pascua de Jesús, acabamos matándonos todos. Según eso, las bienaventuranzas no son un simple programa “espiritualista”, sino esencia de la nueva vida humana, a no ser que renunciemos a seguir viviendo.

Allí donde los hombres nos cerramos en un nivel de lucha de poder, como piezas de un gran todo, organizado desde fuera, destruimos nuestro ser más hondo, poniendo nuestra esencia (libertad personal) en manos de algo que nosotros mismos hemos fabricado (poder, dinero…), para acabar así muriendo como personas. Aquí no es posible la neutralidad: o nos abrimos a un nivel de gracia superior (de comunicación personal, en libertad de amor, desde los más pequeños) en resurrección de felicidad o nos destruimos a nosotros mismos[3].

 Conclusión

Jesús ha muerto como resucitado, dando su vida por los demás (por el Reino de Dios), y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante ellos (en ellos) como nueva y más alta presencia en amor y comunión de vida. Por eso, sus apariciones o presencias pascuales no han sido ni son imaginaciones de algo que externamente no se ve, sino sentimiento y certeza radical de la presencia de aquel que ha vivido y muerto regalando su vida, como Vida de Dios, esto es, como Bienaventuranza.

Esas “apariciones” son un modo superior de entender (de expresar y experimentar) el pasado y de comprometerse en el presente, desde el don de Dios en Jesús, en forma de transformación radical, de bienaventuranza, esperando la llegada total del Reino de Dios. 

  En ese contexto, la vida cristiana es una experiencia de resurrección en línea de felicidad, esto es, como bienaventuranza. Otras realidades cambian y terminan. Los hombres, en cambio, no cambian sin más, sino que resucitan, abriendo con Jesús un camino de felicidad que consiste en compartir la Vida, viviendo unos en otros (para otros), esperando la plena llegada del Reino que inició Jesús.

En ese sentido vivió y murió el por todos, pero de tal forma lo hizo que sus discípulos sintieron (supieron) que él vivía en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos bienaventurados (pues el mismo Jesús ha resucitado en ellos, y ellos pueden darse mutuamente vida).

Desde ese fondo ha de entenderse la novedad de Jesús, su mutación pascual, centrada en el hecho de que algunos de sus seguidores han descubierto y confiesan que él, Jesús, vive (ha resucitado) en ellos, de manera que ellos (los que creen en él) pueden afirmar que ellos mismos son Jesús, Palabra de Dios, que habita en ellos (cf. Gal 2,20‒21).

  Las religiones “son”, en general, una experiencia de identificación con la vida y destino de la divinidad como tal. Pues bien, el cristianismo constituye una experiencia de identificación con el Dios que da la vida en Jesucristo, enviado‒mesías del Dios Padre, que habita en aquellos que le acogen.  En otras palabras, el cristianismo es  la experiencia de la vida de Dios que “es” (=existe, es Yahvé, soy el que soy), al darse en los demás (resucitando en ellos) y haciendo así que ellos resuciten, habitando en un nivel  más alto de vida, siendo vida superior, compartida en amor. Por eso, el “cuerpo” de Jesús no es sólo el suyo, como individuo separado, sino el de aquellos que confían y viven en él, como ha puesto de relieve san Pablo en su experiencia y teología de la identidad cristiana.  

(Tomado de X. Pikaza,Las Bienaventuranzas, Sal Terrae, Santander 221, 253-365)

Notas

[1] Si empezamos por un tipo de dogmas o estructuras posteriores no podremos dialogar en fraternidad. En esa línea, las religiones monoteístas, podemos volver a nuestro principio (Éxodo judío, Hégira musulmana, Pascua de Jesús), pero sabiendo que cada religión ha de superar todo privilegio propio, buscando el bien de los demás más que el suyo. En esa línea, los cristianos podrían hablar de una “ventaja” cristiana, pero no como superioridad, sino como renuncia creadora, pues ellos han de buscar el bien de los demás (como personas y/o grupos) antes que el propio.

[2] El cristianismo celebra ciertamente esta vida en común y lo hace en sus sacramentos (bautismo, eucaristía), pero sabiendo que no está la vida al servicio de los sacramentos, en cuanto separados, sino, al contrario, los sacramentos al servicio de la vida, que aparece así como experiencia de comunicación que supera las fronteras de la muerte, de manera tolerante y creadora. Me he tomado la libertad de desarrollar algunos pensamientos de G. Theissen, La fe bíblica. Una perspectiva evolucionista Verbo Divino, Estella 2002.

[3]  Por eso, si queremos vivir en plenitud debemos retornar en gesto de fe (reconocimiento agradecido) al lugar del nacimiento, esto es, al tiempo y lugar en que surgimos como seres personales, pero no para seguir como antes, sino para reconocer el sentido de nuestra vida como don y camino de gracia (conforme a la experiencia radical del bautismo de Jesús).  Muerte y nacimiento se vinculan así, como dos momentos esenciales del mismo proceso humano, desbordando el nivel del puro engendramiento biológico, superando el plano de un sistema de pura fabricación. En sentido estricto, los restantes vivientes y animales no nacen ni mueren, pues carecen de autonomía personal, de forma que no son más que partes o momentos de un único proceso genético. Sólo los hombres nacen de verdad, desde la debilidad de un amor que se regala, se comparte, conforma al despliegue y camino de las bienaventuranzas.

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