Oración. Una carrera de obstáculos

Mis aportaciones ofrecen cierta coherencia y pueden ayudar a los orantes que pretendan mantener y cultivar su propia libertad ante el misterio. No marco direcciones fijas, ni tampoco cierro perspectivas. Simplemente voy abriendo y ofreciendo espacios, caminos y momentos de plegaria, en clave de evangelio, a partir de Jesucristo.
A pesar de eso, no quiero presentarme como ecléctico. No todo me parece igual. No todo da lo mismo, como el lector advertirá si va siguiendo los temas que iré ofreciendo. Estoy convencido de que la misma oración cristiana, vivida en actitud de gozo ante el misterio, nos conduce al compromiso del amor liberador, en comunión con todos los seres, y en especial con "los pobres", es decir, con aquellos hombres y mujeres que viven marginados, aplastados por la vida en general y por la prepotencia particular de algunos, dentro del sistema duro que hemos ido creando sobre el mundo (como supone y dice Jesús en Mt 25, 31-46).
(La primera imagen pone sobre la mesa mi antiguo y nuevo libro de oración. La segunda recoge un texto clave de su interior... La tercera y más extensa parte de su índice de materias). Buen día a todos, en este otoño norte, que es tiempo de oración (lo mismo que la primavera del hemisferio sur).
Carrera de obstáculos
Y con esto paso al tema introductorio, que he definido como una carrera de obstáculos (obstáculos para vencer y crecer). Parece que la vida marcha de una forma y la oración ha de marchar en forma opuesta. Por eso, en un momento dado, orar implica remar contracorriente, esforzarse en navegar y remontar la furia de las aguas en un río lleno de peligros.
a) El primer obstáculo es el tiempo
¡Te ocupan tantas cosas! Mejor dicho, ¡te faltan, te perturban y te tienen tantas cosas! Son necesarias, me dices: trabajo, actividad social, faenas de la casa. Lo comprendo. Está la tierra complicada y nosotros nos hacemos con ella complicados. Sólo hay veinticuatro horas al día y no resultan suficientes para hacer y deshacer, atar y desatar las mallas de esa trama que tejemos ¡Con más tiempo pudiéramos orar!

Permíteme un momento. Ante todo has de saber que el tiempo no está fuera, no lo encuentras en la calle, como objeto que se toma o que se deja: lo llevas dentro, tú lo vas tejiendo. Por eso te recuerdo: organiza bien tu tiempo, para ser tú mismo, para desplegar tu propia vida, realizarla y transformarla. Quizá debas romper las ataduras de esa inmensa coraza de tareas que te has puesto. Trabaja como es justo, pero no te pierdas luego en los quehaceres inventados. Vive sobriamente y hallarás que tu lamento es falso: te quejas por falta de tiempo y luego tú mismo te enrollas, te envuelves y disipas en mil cosas que son innecesarias. Quizá tienes miedo de encontrarte ante tu espejo y por eso dices que te falta tiempo.
Es cuestión de que decidas. Aparta esa enramada de pequeñas tareas que te envuelven. Crea de esa forma espacio y tiempo de oración, con un ritmo pausado, en el mejor momento de tu día: de mañana, a la caída de la tarde, en un descanso en medio del trabajo... Será como si abrieras la ventana al interior de Dios: beberás la luz del sol y te hallarás brillante de misterio. La oración supone tiempos de reposo, hondura y gratuidad, que no se pueden confundir sin más con el trabajo, tan valioso en otro aspecto.
En esa perspectiva, es necesario que descubras el sentido que la Biblia ofrece al sábado (Ex 20, 8-11; Dt 5, 12-15): Dios mismo ha descansado y nos invita a descansar, en comunión fraterna, con los pobres, los esclavos y humillados de la tierra; Dios descansa y de esa forma quiere que tú también descanses y te eleves, en gesto de plegaria. Pero no basta con crear el tiempo externo de reposo. Si pretendes orar bien, tendrás que hallar un tiempo (o tempo) diferente de plegaria, en libertad interior, en gozo y transparencia personal sobre el trasiego de la vida. Así podrás llegar a una más honda dimensión donde la vida adquiera ritmo y sentido diferente; sabrás estar en Dios, serás contemplativo mientras sigues caminando sobre el mundo.
b) Segundo obstáculo son las propias seguridades

La vida humana empieza con la gracia, pero, al mismo tiempo, nace con el miedo que nos ata y paraliza en la existencia. Todo empieza con la gracia del Dios que te ha creado capaz de ser tú mismo, asumiendo y realizando así con gozo tu existencia. Pero, al mismo tiempo, nace tu vida con el miedo que tienes al vacío; parece que te hundes en el mar y empiezas a buscar seguridades; ellas ocupan ya tu corazón e impiden que realices tu vida de plegaria. Has nacido como libre, pero ordinariamente quedas prendido en el dinero, que es tu cautiverio.
El gran obstáculo en la vida de oración es el deseo obsesivo de los bienes materiales; ellos dan seguridad, por eso los buscas de manera ansiosa. Ellos te atan; fijan y definen tu existencia como viviente de la tierra. Por eso, invirtiendo el evangelio, se podría decir: todo se gana con esfuerzo y capital, nada por gracia. Pues bien, si esa actitud te llena, no hallarás espacio de plegaria.
También te obstaculizan otras seguridades. La primera es aquello que los clásicos llamen el honor: tu propia imagen e importancia como humano. Necesitas que los otros te respeten, que te miren y te admiren, de manera que así puedas encontrarte ya seguro. Ciertamente, sabes que hay un Dios y tú le rezas de algún modo. Pero luego necesitas encontrar tu base y consistencia en el respeto que te ofrecen los hombres del entorno. De esa forma, vas buscando y realizando tu propia voluntad, poniendo un nuevo obstáculo en tu vida de plegaria. Buscar tu voluntad es decidirlo todo por ti mismo, es pensarte un absoluto. Puedes parecer sacrificado, puedes dar tus propios bienes, pero al fondo de eso sólo te buscas a ti mismo (cf. 1 Cor 13), encerrado de esa forma en las fronteras de tu propia voluntad, de tu existencia.
Buscando así tu propio honor y voluntad, puedes orar en plano externo. Puedes dirigirte a Dios diciendo que le quieres, repitiendo como noria cansina la cadena de tus propias oraciones. Pero, de hecho, sigues encerrado en tu seguridad, de manera que al final sólo te encuentras a ti mismo, con los bienes que tú has ido buscando. Pues bien, para orar en verdad has de romper con el hechizo de esos bienes (dinero, honor, deseo propio...); has de romper ese nivel y situarte, con toda tu existencia, en un nivel de gracia, allí donde la vida es don y todo lo que tengas un regalo inmerecido de Dios Padre.
Más allá de lo que logras hacer, de lo que ganas, lo que tienes o aparentas, has de hallarte ante el misterio como don de gracia. En ese plano surge poderosa la plegaria.
c) Tercer obstáculo es el miedo
Sabemos ya que la oración es un regalo, don que no podemos conseguir con el esfuerzo. Entonces, ¿por qué el miedo? Porque la gracia, siendo gratuita y siempre inmerecida, nos eleva de nivel, haciendo nuestra vida diferente, como una aventura de amor que no podemos controlar a golpe de capricho. Tenemos miedo porque, al centro del amor, dándonos mucho (todo), Dios nos pide también mucho: toda la existencia.
Muchos de nosotros dejamos la oración porque nos falta valentía: no tenemos el coraje de adentrarnos en el hueco luminoso, deslumbrante y al mismo tiempo oscuro, del misterio, en las raíces y hontanares de la vida. Decimos que nos falta tiempo, nos perdemos, vamos y venimos, nos ahogamos en la gran carrera de los bienes y placeres de la tierra. Pero no es ése el problema.
Él problema de fondo es que tenemos miedo ante aquel Dios que nos ofrece su palabra de gracia, invitándonos a entrar en el espacio de vida que esa gracia va creando. Preferimos la vida que nosotros mismos inventamos, en clave de conquista, de chantaje, de equilibrio de poderes. Esta es la paradoja: el amor gratuito de Dios nos mete miedo. Por eso vamos escapando, agazapados en las propias tareas y cuestiones, en las luchas y disputas de la tierra. Miles y millones de excusas pueden darse: vida familiar, negocios, propiedades, creaciones materiales (cf. Le 14, 15-24). Pero al fondo solo hay una: nos falta valor, no queremos arriesgarnos a vivir en gratuidad, respondiendo así con vida de fuerte gratuidad al don que Dios en gracia nos ha dado.
Vamos nuevamente al tema. Supón que tienes tiempo, que no buscas ya seguridades: ¿qué has de hacer? Dejar que Dios te ame, recreando tu existencia. Así hallarás tu vida de manera nueva. No tendrás que justificarte de nada, ni imponerte a los demás, ni defender tus pretensiones. Se habrá derrumbado el castillo de tus seguridades (cf. Mt 7, 24-27), como un árbol que cae ante el fragor de la tormenta. Dentro encontrarás tu propia casa, la verdad de tu existencia, y te hallarás a cielo abierto, sin más techo que el amor de Dios, sin más seguridad que tu propia pequeñez de creatura, sin más riqueza que el amor que brota en tu existencia.
¿Estás dispuesto a recorrer ese camino, a desnudarte, a desvelarte, quedando recreado ante el misterio de la gracia? Cuando estés así, verás que ha sido Dios quien te desnuda, te desvela, te recrea, quien te llama. Eras como Midas: buscabas sólo el oro y ese oro de tu esfuerzo y tus desvelos te impedía situarte ante el misterio de la gracia. Ahora estás libre: puedes expresarte y, sobre todo, escuchar a Dios cuando se expresa; puedes dialogar y cuando empiezas dialogando de verdad has hecho lo más grande, lo demás se te dará por añadidura.
d) Cuarto obstáculo puede ser la comodidad
No se trata ya de miedo, sino de cansancio ¿Para qué hacerse problemas? Parece que la generación anterior se había empeñado en transformar el mundo y, a la vista de lo poco que logró, nos preguntamos: ¿merecía en realidad la pena? Parece que no, porque las cosas siguen perdidas, como estaban. Por eso, quizá no merezca la pena entusiasmarse por nada ni buscar una plegaría que nos haga capaces de cambiar el mundo. Nos domina el cansancio: es mejor que nos paremos simplemente y disfrutemos, si es posible, de los pocos bienes del camino.
No se trata ya de miedo, sino de búsqueda de facilidad. Hemos perdido el deseo de racionalidad, de hondura humana, de «absoluto». Ya sólo creemos en amores pequeños, en verdades imitadas, en placeres fugaces que brillan un momento y después desaparecen, como parecía que brillaban ciertos dioses paganos de otro tiempo. Ciertamente, esta actitud tiene un sentido, porque fuimos antes demasiado dogmáticos: pensábamos que todo cambiaría a raíz de nuestro esfuerzo, nos mostrábamos a veces duros y violentos, de manera que la misma oración aparecía intolerante: celo santo por el cambio de las cosas. Pero el celo vino a cambiarse muchas veces en violencia, la violencia en opresiones y, al final, acabamos descubriendo que era preferible no empezar esa cadena de oración celosa que nos lleva a la cruzada externa y dura de Dios sobre la tierra.
Por eso nos dejamos vencer por la comodidad. ¡Dejemos que exista lo que hay, no hagamos más problemas! Pues bien, esa misma actitud es el problema: La comodidad implica un egoísmo: nos quedamos así porque nos va bien, porque podemos ir tirando y disfrutando de la vida; pero olvidamos la verdad de Dios, su amor lleno de celo creador que nos alienta, nos cambia y transfigura. En el fondo preferimos no meterle a Dios en nuestra vida, como aquel rey egoísta y violento de la Biblia que no quiso «tentar a Dios», no quiso recibir su signo sobre el mundo (cf. Is 7, 12). 2).
La comodidad implica dejadez y acaba encerrándonos en la violencia de la vida: dejamos que la rueda siga, refugiados quizá en una vivencia de misterios, instalados quizá en nuestras pequeñas evasiones. Pero, al mismo tiempo, miles y millones mueren de injusticia sobre el mundo. Esta oración de la comodidad surge de aquellos que no se atreven a mirar a Dios para que Dios no les obligue a mirar hacia los pobres. De esta forma, nuestros pobres rezos vienen a mostrarse como una compensación: tranquilizamos la conciencia en nombre de un Dios falso, al tiempo que dejamos que los pobres sigan siendo pobres y que el mundo se destruya en la injusticia.
e) El quinto obstáculo se llama cansancio
Sigue en la línea del anterior. Se trata de un cansancio que parece ocultar falta de fe en los caminos de Jesús y de su reino. Quizá decimos con Hch 17, 28 que «en Dios vivimos, nos movemos y existimos», desarrollando una especie de mística especial, omnidivina, que nos vale para dar valor sacral a todo lo que existe. Pero olvidamos la palabra .siguiente de san Pablo, aquella que define nuestro ser cristiano: «Dios ha decidido ya el juicio del mundo y lo realiza por la muerte y la resurrección de un hombre (el Cristo)» (cf. Hch 17, 31).
Cansancio significa resignación, una resignación que puede ser devota, muy sagrada. Así podemos aprender todas las formas de plegaria de los siglos que nos llevan al umbral de la experiencia religiosa, allí donde «vivimos, nos movemos y existimos en Dios». Ese Dios es como tranquilidad interior en medio del cansancio. Pero nos falta la experiencia viva del encuentro con el Cristo: el Dios que nos sostiene en el camino de la entrega por los otros, el Dios que nos acoge por la muerte, y así nos resucita.
El cansancio de que hablamos aquí y la comodidad de que arriba hemos hablado reflejan una crisis muy profunda: hemos separado la oración de nuestra propia apuesta creadora ante la vida; hemos pensado que vivir es una cosa y rezar otra. Por eso, la oración se mueve en un nivel de «suprahistoria», como vivencia interna del misterio. La vida externa sigue dominada, mientras tanto, por las leyes de la lucha y la violencia despiadada de la tierra. Así llega un momento en que acabamos ya cansados de rezar y de vivir: cansados de rezar, pues la oración parece una palabra inútil o una simple terapia de tranquilización individual en medio de la lucha de la tierra; cansados de vivir, porque la vida viene a presentarse como proceso de violencia infinita.
Nos decían que la oración es infalible, de manera que por ella conseguimos todo aquello que pedimos. La historia, en cambio, nos demuestra que en el mundo sólo es infalible y siempre verdadera la violencia. Por eso nos cansamos de pedir porque, tras siglos de plegaria por la paz y vida eterna, nuestra historia sigue dominada por la guerra y muerte perdurable.
¿Qué podemos hacer? Alguien dirá: cambiar de dioses. Dejar al Dios cristiano de los grandes ideales, del amor y de la vida que se fundan en el Cristo. Volver a los pequeños dioses del instante, dentro de eso que ahora llaman una «ontología de lo débil»: no cansarnos más, buscando soluciones grandes que no existen; ajustamos bien a lo finito y, dentro de la finitud-debilidad de todo lo que hallamos, disfrutar de los momentos buenos. En este nivel «posmodernista» han muerto con el Dios que dicen que está muerto las grandes oraciones de los hombres. Parece que estamos cansados de rezar en nivel de intensidad. Por eso, muchos de los hombres de este tiempo han renunciado a la oración y en su lugar han puesto las plegarias de la magia, de la suerte, de los sueños, las hechicerías, sortilegios o casualidades del momento. Sobre el cansancio de un Dios que parece eclipsarse, aparece de nuevo la tarea dolorosa del camino de los hombres.