Pasión en Salamanca. Siete Escenas

Una Semana de calles vacías, llenas de corazones

 (http://www.tertuliacofradepasion.com/http://www.tertuliacofradepasion.com/p/revista-pasion-en-salamanca.html ),

Desde el año 2008, por invitación de generosa de la Tertulia Cofrade Pasión (Patio Chico Nº 2-12 Módulo Nº 2 37008 Salamanca), vengo colaborando en la revista Pasión en Salamanca, que este año, por razones bien conocidas, no ha podido salir en edición impresa. Quienes quieran puedan acudir a la edición digital, donde encontrarán mi trabajo de este año   que se irá publicando con otros en los siguientes días de esta semana del Cristo.

   En la actualidad, cuenta con un destacado grupo de colaboradores:

  • Director: Prof. Javier Blázquez (imagen siguiente)
  • Del mundo de las letras proceden Antonio Colinas y A. Escribano
  • De la Teología, José-Román Flecha, Xabier Pikaza y J. M. Hernández
  • Son periodistas Luis Felipe Delgado, Santiago Juanes, Ana Pedrero, Ricardo Fernández y Abraham Coco
  • Abordan cuestiones de opinión Fructuoso Mangas, desde la religión, Conrado Vicente, desde la sociología, y Félix Torres, en la "Línea Editorial"
  • Se centra en cuestiones etnográficas Rosa Mª Lorenzo
  • Historiadora: Silvia María Pérez González
  • Investigadora de la música tradicional: Pilar Magadán Chao
  • Historiadores del arte: Montserrat González García y F. Javier Casaseca
  • Escribe su narración semanasantera José González Torices
  • Los versos son de J. M. Ferreira Cunquero
  • El artículo editorial, aunque vaya sin firmar, corresponde al director

A modo de homenaje a la revista, he querido recoger en esta postal 7 de mis colaboraciones… (las 13 que he publicado desde 2008 serían excesivas) Por medio de ellas me vinculo a la Piedad Popular más significativa de los pueblos de España, desde Salamanca, en cuyas cercanías resido, con Mabel.

Gracias a todos los amigos de Tertulia Cofrade, a todos los lectores de Pasión en Salamanca, a todos los que este año 2020 celebrarán (celebraremos) la Semana Santa desde nuestras casas, orando por los difuntos, pidiendo a Dios ánimo y compromiso de amor  y resistencia, en esperanza, a todos los que siguen viven (y en especial a los parientes de los difuntos). Las imágenes están tomadas de la Revista Pasión en Salamanca y de pasos y procesiones de la Semana Santa de la ciudad.

1) Jueves Santo. La próxima copa en el Reino (2008)

Los gestos y palabras de Jesús en la Última Cena se sitúan en espacio de máximas tensiones. No fue una comida de paz sagrada, cuando todo está ya pacificado y los invitados de Jesús comprometidos a entregar la vida con él, sino todo lo contrario. Fue cena de contrastes entre unos discípulos que seguían aferrados a sus intereses (¡quieren reinar en este mundo!) y un Maestro que les ofrecía su más honda lección de solidaridad (su cuerpo y sangre), en los signos del pan y el vino.

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Jesús había sido un profeta de los marginados (a quienes ha ofrecido la bienaventuranza del Reino), pero no ha sido un enemigo de la vida, sino todo lo contrario. Él ha sabido beber y ha bebido, compartiendo con los hambrientos de su pueblo, el vino de la promesa del Reino. Desde ese fondo ha de entenderse su manera de asumir la muerte. Sintiéndose amenazado, la última noche de su vida, él  quiso beber con sus amigos y les dijo: ¡La próxima copa en el Reino!: 

En verdad os digo que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios  (Mc 14, 25 par).

 De esta forma, Jesús anuncia su abstinencia de vino hasta que llegue el reino. Esta palabra se sitúa bien en el contexto de una fiesta, que Jesús habría  querido celebrar con sus discípulos al final de su camino de ascenso, en Jerusalén, esperando, de manera emocionada, la llegada del Reino. Ésta es la palabra clave de la Última Cena: Jesús condensa su vida y su mensaje en una copa que comparte (quiere compartir) con sus discípulos, ahora que empieza el Reino.

Parece que Jesús quiso celebrar con sus discípulos (¡con aquellos que le negarán!) un tipo de fiesta, anunciando su entrada en el Reino de Dios. Desde ese fondo se entiende su alusión al vino nuevo, que será el vino del Reino, es decir, de la culminación de la vida. El último gesto de Jesús con sus discípulos no ha sido llorar (por su posible fracaso), ni rezar oraciones de tipo ritual, ni hacer penitencia, sino tomar con ellos una copa de buen vino, esperando el vino mejor (el nuevo) en el Reino. En este contexto dice que no beberá ya más vino en este mundo. Ésta es una palabra clave de la historia de la Última Cena, un recuerdo antiguo, pues no ha sido elaborado litúrgicamente por la tradición posterior, como las palabras de la Institución de la Eucaristía (¡esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre).

Ésta es una palabra antigua, pero perfectamente lógica dentro del contexto de  la vida de Jesús y de movimiento mesiánico, vinculados al pan y al vino, un movimiento, que culmina precisamente aquí, el Jueves Santo, en Jerusalén. Jesús ha llegado al final de su camino y se encuentra perseguido. Por eso, reúne a sus discípulos y les ofrece el signo más hondo de su vida, una señal de solidaridad y de esperanza definitiva, una especie de juramento sagrado por el que promete (y en el que se compromete) a beber la próxima copa con ellos en el Reino. Este compromiso final de Jesús nos permite conocer su conciencia escatológica, expresada en esta fiesta que él ha querido celebrar con sus discípulos en Jerusalén, mientras los Sacerdotes y Pilato buscan la forma de matarle. Éstos son los elementos básicos de su decisión final, a favor del Reino:

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  1. Promesa o compromiso de Reino. He traducido el comienzo del texto de forma sencilla: “En verdad os digo...”.Pero su forma griega es más sonora y compleja, con una triple negación (ouketi ou mê), que debe interpretarse en forma de voto o compromiso firme (cf. Mc 9, 1.41; 10, 15; 13, 20) por el que Jesús pone al mismo Dios como testigo de lo que sucederá (debe suceder), utilizando para ello una fórmula tradicional, que podría traducirse: “así me haga Dios si no...”. En el momento más solemne de su vida, rodeado por sus discípulos, tomando con ellos la última copa, Jesús se compromete a no beber más hasta que llegue el reino.
  2. Voto de abstinencia:«No volveré a beber del fruto de la vid…». Este compromiso ha de entenderse como voto de abstinencia escatológica, en línea de los nazoreos (que no beben: cf. Num 6). El vino (con el pan) ha sido un signo importante de su vida y esperanza. Lógicamente, al acercarse el momento decisivo, Jesús proclama que ya no beberá más en este mundo viejo, porque podrán matarle y, sobre todo, porque llega el Reino de Dios. Jesús ha venido a Jerusalén y allí se queda hasta que llegue el Reino. Ha comido y ha bebido, anunciando la llegada de ese Reino (cf. Mt 11, 19). Ya no beberá (ni comerá) más hasta que se cumpla lo prometido.
  3. Vino nuevo del Reino: «Hasta que beba (con vosotros) el vino nuevo del Reino”. Ha puesto su destino al servicio de la viña de Dios, es decir, de la vida en plenitud. Levantando la copa con vino de este mundo viejo, en la fiesta de su despedida (de su entrega), Jesús ha prometido a sus amigos el “vino nuevo” (la nueva cosecha del Reino). A lo largo de su vida, Jesús ha ofrecido su mesa (pan y peces) a los marginados y pobres, a los publicanos y multitudes. Ahora, en el momento final, asumiendo y recreando la mejor tradición israelita, Jesús declara y  proclama delante de sus amigos que ha cumplido su camino, ha terminado su tarea: sólo queda pendiente la respuesta de Dios, el vino del Reino. Así pasa del vino de esta fiesta de despedida (que el ritual de Eucaristía  interpreta como sangre de alianza: Mc 14, 23-24) al “vino nuevo” de la  promesa. Al beber así la última copa, con sus discípulos, Jesús les está invitando a tomar la “nueva copa” en el Reino.

2) Coronación de espinas.

El texto de Mc 15, 16-20 nos sitúa ante un rito de desprecio y burla de los soldados romanos, pero lleno de sentido religioso. Por eso lo evoca el evangelio, para mostrar  el carácter regio de la muerte de Jesús. Los sacerdotes le acusan, Pilato le condena, los soldados le ponen una corona… Pues bien, precisamente en el fondo de todo ese ritual de muerte, Dios está expresando el carácter salvador de la muerte de Jesús, que es verdadero rey.

En un plano, ese texto nos sitúa ante una fuerte descarga agresiva y simbólica de los soldados romanos, quienes, antes de cumplir la orden de Pilado (flagelar a Jesús y crucificarle), quieren aplicarle un signo ancestral de condena y burla que sirve para entender el sentido de la vida y de la muerte, del triunfo y del fracaso de los reyes. No se trata de un gesto inusual ni imposible. Relatos de este tiempo aparecen en historias de diversos pueblos. Más de una vez, soldados y verdugos han parodiado a sus víctimas. Podemos suponer que estaban tensos (en un momento de fiesta de los judíos, con peligro de levantamientos) y que debían desahogar su tensión. Éstos pueden ser algunos de los rasgos de su gesto:

La imagen puede contener: una o varias personas y exterior

  1. Tendencia religiosa iconoclasta. Los soldados escenifican con Jesús un ritual antimonárquico muy antiguo, que les sirve para ridiculizar (despreciar) a los poderes superiores. Se conocen de antiguo diversas parodias antimonárquicas, con rituales de coronación exaltación y muerte de los reyes, desde el mundo mediterráneo hasta México. Pues bien, en este caso, ante la condena de Jesús como Rey Falso, ellos convocan a la compañía y sin necesidad de ensayo alguno (el ritual lo llevan dentro) le visten como rey fracasado y representan un rito de burla sagrada: Se ríen de él como se reirían de reyes y dioses, mostrando así el lado ridículo y burlesco de los grandes honores de la historia.
  2. Protesta contra el poder romano. Quizá no lo expresan abiertamente, pero en la figura de Jesús, a quien visten como rey y adoran de mentira, escupiéndole y golpeándole con la caña, los soldados-verdugos están representando la suerte su propio Emperador (o general supremo), a quien han jurado fidelidad y a quien deben someterse, pero a quien, en realidad, utilizan y desprecian. De esa forma reconocen el Poder, pero lo humillan, humillando a Jesús, a quien toman como rey fracasado. Elevando y despreciando a Jesús, ellos están elevando y despreciando a todos los poderes del cielo y de la tierra, apareciendo así como autoridad suprema, pues coronan a los reyes y los matan. De esa forma expresan su poder, representando de forma simbólica su papel de árbitros supremos del Imperio.
  3. Posible antisemitismo. Los soldados de guardia en Palestina solían reclutarse en el entorno pagano, siendo en general odiados por los judíos, a quienes ellos a su vez odiaban. Por eso, es muy posible que estos soldados quisieran descargar su agresividad contra Jesús, al que tomaban como representante de los judíos, un pueblo distinto al que, en general, ellos odiaban. Esos soldados solían ser antijudíos: soportaban el odio del ambiente, se sentían hostigados. De esa forma, riéndose de Jesús, ellos expresaban su desprecio contra los vencidos. Es normal que quisieran descargar su tensión contra Jesús, sin saber que él había pedido a sus discípulos que «amaran e hicieran el bien a los "enemigos" (cf. Mt, 5, 41).

 Los soldados de Roma se burlan según eso de este «rey de farsa» y desprecian con él a los judíos. Más aún, en un sentido más profundo, ellos parecen mofarse de todos los poderes y así, sin advertirlo, reflejan la mentira del mundo, centrada en reyes y anti-reyes. Despreciando a Jesús, estos profesionales de la violencia, desprecian todo lo que existe: Las paradas militares, los honores y glorias de la tierra. En realidad, el poder lo tienen ellos, servidores de la muerte, de manera que sacerdotes y jueces, gobernadores y pueblos, todos, están bajo su poder de violencia.

Ellos no aceptan ninguna verdad superior. Por eso realizan con Jesús la parodia de una coronación de farsa. Quizá podamos añadir que representan la fuerza de un destino que al fin se impone sobre todos, emperadores romanos y cristos galileos, sin advertir que Jesús no ha querido ser rey ni anti-rey de esa manera; no ha entrado en la lucha del poder, no ha buscado un reino que se logra por las armas (cf. Mc 10, 35-45; Jn 18, 36). Por eso, en realidad, aunque quisieran reírse de Jesús, no lo han logrado, sino que con su gesto han elevado un homenaje a su camino mesiánico, al presentarle como coronado.

Los soldados parodiantes conocían el secreto de los reinos de este mundo (lo más parecido a un rey que triunfa es un rey asesinado) y sabían además que todo gesto de homenaje ritual tiene un doble sentido (es una burla y un gesto de admiración): Siempre que doblamos la rodilla lo hacemos ante un monarca impositivo a quien amamos y odiamos, a quien defendemos con las armas y quisiéramos matar al mismo tiempo. Pues bien, al realizar esa parodia ante Jesús, estos soldados se han equivocado, evocando en el fondo su grandeza: Este rey era inocente, no quería imponerse sobre nadie. Han querido burlarse de él, pero no han logrado hacerlo, pues él, Jesús, está por encima de todas las burlas de los hombres. 

3) Era Hijo de Dios, la fe del centurión (Mc 15, 39) (2011)

Así se ve Salamanca desierta, vacia, silenciosa. Imágenes únicas ...

   Después de decir que el velo del templo se ha rasgado, de forma que Jerusalén ha perdido su autoridad religiosa, recoge el evangelio de Marcos la voz de  este soldado romano, a quien presenta con su nombre latino (kenturiôn) y no griego (ekatontarkhês) para destacar mejor su vinculación imperial. Marcos había hablado ya de unos soldados, que se habían burlado del rey Jesús (15, 16-20a) y le habían “sacado” de Jerusalén para crucificarle (15, 16b). Después ha supuesto que esos mismos soldados le crucificaron y repartieron sus vestidos (15, 24-25), para dejarles luego en  la penumbra, de manera que en el resto de la escena parece que no actúan ellos, sino otros (transeúntes, sacerdotes, presentes…).

             Pues bien, ahora aparece de manera expresa   el centurión que preside y vigila el cumplimiento de la sentencia de muerte (ho kenturiôn ho paestekôs…). Él ha visto bien lo que ha pasado, y así puede decir, desde su fuerte corazón de soldado, avezado a todas las violencias de la tierra, una palabra distinta de todas:   Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.

            Es hombre de imperio, profesional de la violencia. Posiblemente, algunos sacerdotes le desprecian, como miembro del ejército de ocupación, pero le necesitan para mantener su orden y matar a Jesús. Pues bien, el evangelio no le ha despreciado, sino que sabe y confiesa que, en el fondo de su violencia profesional, él ha podido descubrir y ha descubierto en la muerte de Jesús un signo de Dios, que los otros actores del drama (sacerdotes y transeúntes) son incapaces de advertir. Precisamente su condición de soldado (profesional de la violencia) y de no judío le permite ver mejor lo que ha pasado, de forma que, descubrir cómo ha muerto (hoti houtôs exepneusen) exclama: ¡En verdad, este hombre era Hijo de Dios!

Cumpliendo órdenes recibidas, como último y sangrante eslabón de una fuerte cadena de violencias, este jefe de soldados acaba de cumplir la sentencia contra Jesús (ha dirigido su ejecución). Él representa la “idea” del Imperio (su visión del mundo). Pero, viendo morir a Jesús, cambia de idea: Dios mismo se le muestra en la debilidad del crucificado. Ésta es la paradoja que de ahora en adelante irá marcando su vida y la vida de todos aquellos que miren de verdad hacia Jesús.

El mismo pecado (nosotros le matamos) se vuelve fuente de gracia salvadora: ¡Aquel a quien hemos matado es Hijo de Dios y puede salvarnos! De esta forma nace y se realiza al pie de la cruz la verdadera vocación cristiana. El Dios de Jesús llama y salva Jesús a los mismos que matan a su “Hijo”, pues ese Hijo de Dios ha muerto a favor de todos sus hermanos.

            Los sumos sacerdotes de Jerusalén no se han convertido; se acaba su templo, se rasga su velo, pero ellos no aceptan a Jesús. Por el contrario, el centurión de Roma ha podido entender y acoger a Jesús, descubriendo más allá de la violencia militar de su Imperio (y del orden sagrado del templo de Jerusalén), la presencia de un Dios universal, que rompe la separación entre judíos y gentiles (cf. Gal 3, 28; Ef 2, 14).

Esta “confesión” del soldado imperial puede tomarse como un “sello” del carácter  universal del evangelio de Marcos, que se abre al mundo entero, a través de este romano “convertido” (a diferencia de Pilato, que ha condenado pero no se convierte). Este centurión le ha matado (ha dirigido la crucifixión), pero al hacerlo ha descubierto la fuerza de amor que emana de Cruz, viendo en ella la mano de Dios.

Jesús no ha derrotado al centurión con armas (cosa que a los ojos de Marcos sería imposible y contrario al evangelio), sino que le ha convertido (=transformado), haciéndole ver lo que hay al otro lado de la realidad, precisamente a través de su muerte, en su muerte de amor, de fidelidad, de reino.  Este centurión ha ganado cien batallas, matando a mil enemigos del Imperio Romano, pero Jesús, el desarmado, muerto en cruz, desnudo, le ha vencido con su amor fiel a los hombres.

La misma muerte de Jesús, víctima de los poderes del templo y del imperio, aparece así como signo de la existencia de Dios y de resurrección, como sabe, en otro contexto, la historia de la madre y de los siete hijos macabeos, todos ajusticiados por la violencia homicida del “imperio” (2 Mac 7, LXX).  Jesús ha muerto con todos los judíos asesinados, con todos los inocentes a quienes han condenado a muerto. Este soldado romano lo ha visto, y de esa forma se “convierte”.

Paradójicamente, cuando parece que nada tiene ya remedio (el velo del templo de Jerusalén se ha rasgado), el evangelio de Marcos nos ofrece así el más “judío” (el más universal) de todos los argumentos de Dios, la prueba de Auschwitz, donde seis millones de inocentes judíos fueron asesinados. Jesús ha muerto así, como representante de todos los judíos asesinados, de todas las víctimas de la tierra, elevando para todos, en nombre de Dios, una bandera de esperanza, como sabe y dice el Centurión:  Pues bien, el mismo centurión que le mata descubre la verdad de fondo y grita: ¡Éste era hijo de Dios, y nosotros le hemos condenado!

De esa forma indica el evangelio que precisamente aquí, en el lugar donde el centurión ha escuchado el grito de “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34), viene a revelarse la verdad suprema. El Dios del centurión es el Dios tras Auschwitz, el Dios del judaísmo crucificado, el Dios de la humanidad oprimida y explotada, que se abre en amor (abre un camino de esperanza) para todos los pueblos de la tierra.   

4) INRI. Jesús Nazoreo Rey de los Judíos (2013)

La tradición ha conservado dos versiones del título o letrero de la Cruz. La de Marcos («había una inscripción de su condena, que decía: El rey de los judíos»; Mc 15, 26) ha sido aceptada y ligeramente modificada Mateo y Lucas. La de Juan afirma que el título estaba escrito en hebreo (o arameo), latín y griego y que decía: «Jesús el Nazoreo el Rey de los judíos» (Jn 19, 19).    

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– Marcos: El Rey de los judíos (15, 26). Este pasaje, más breve y conciso, recoge la acusación básica que los sacerdotes presentaron a Pilato en contra de Jesús, aquella que Pilato tomó como causa y razón de su condena a muerte. Así expresa la experiencia básica de Jesús, que había actuado como profeta del Reino de Dios en Galilea, pero que se había presentado en Jerusalén como Mesías, término que, en lenguaje jurídico y político romano, podía traducirse como “Rey de los judíos”. Es poco probable que Jesús se presentara como Rey (y menos como rey de los judíos), pues, a su juicio, el Reino era de Dios. Él se tomaba más bien como Mesías de Israel o, quizá mejor, como pretendiente mesiánico, pero Pilato no entiende ese término (mesías), pues no entra en cuestiones intrajudía. Por eso prefiere emplear un término político: Rey de los judíos.

–Juan: Jesús el Nazoreo el Rey de los judíos (19, 19). El texto supone que el letrero estaba escrito  no sólo en hebreo/arameo (la lengua de la zona), sino en latín y griego (las lenguas del imperio). De esa forma puso de relieve el carácter universal (mundial) de la condena y muerta de Jesús. Los sacerdotes le piden que no ponga  “rey de los judíos”, pues no lo sería en realidad. Pero Pilato lo mantiene el letrero, para humillar de esa manera a los sacerdotes, recordándoles que su rey es Jesús.Más difícil de evaluar es el valor histórico del otro término (Nazoreo, no Nazareno, como suele decirse).

Según Marcos, el letrero decía simplemente “Jesús”. Según Juan añadiría: “Nazoreo”, que no significa simplemente que es de Nazaret, sino que pertenece al “nezer” o familia de David. Ciertamente, esa palabra (nazoreo) puede haber sido “creada” por el mismo Juan, para presentar el “nombre completo” de Jesús, siguiendo el estilo del nombre de los emperadores, que constaba  de tres partes, como Tiberio César Emperador (de Roma). En esa línea, en vez de decir simplemente Jesús (como Marcos), Juan habría conservado el nombre completo de Jesús, con sus tres elementos: Jesús Nazoreo Rey (de los judíos).

Ese nombre (nazoreo, no nazareno, lo repito) constituye un elemento clave del mesianismo de Jesús, que no fue solamente “nazareno” (de Nazaret de Galilea), sino “nazoreo”, descendiente del “nezer”, es decir, del “tronco” de Jesé, que es la familia real de David, siendo por tanto un pretendiente mesiánico.   

            La cuestión es saber si Marcos suprimió ese título (Nazoreo), porque no quería presentar a Jesús en la línea mesiánica davídica, o si Juan lo añadió (con un afán de purismo literario)… o si simplemente lo mantuvo, recogiendo así una tradición antigua, que presentaba a Jesús como Nazoreo, en una línea mesiánica que le vinculaba a la promesas de David. Desde mi visión exegética e histórica, las cosas se explican mejor suponiendo que ha sido Marcos el que, conforme a su estilo y queriendo desvincular a Jesús del mesianismo davídico/nazoreo, quiso suprimir ese nombre, que recoge una tradición histórica.

Pienso, según eso, que el título originario, escrito sin duda en una sola lengua (griego, quizá latín) decía Jesús Nazoreo Rey de los Judíos (palabras que, por sus iniciales, aparecen como INRI en las imágenes de la crucifixión). Desde ese fondo se entiende mejor la protesta de los sacerdotes de Jn 19, 19-24, que no tienen dificultad en reconocer a Jesús como nazoreo (pues lo es, por familia), pero que no quieren aceptarle como rey de los judíos.

De un modo significativo, en el momento clave del prendimiento, los agentes de la autoridad han llamado a Jesús “nazoreo”, como suponiendo que ese título tiene algo que ver con todo lo que está sucediendo (cf. Jn 18, 5. 7 ytambién Mt 26, 71, que introduce ese título en el proceso de Jesús). Ciertamente, es difícil precisar hoy el sentido de ese título, pero todo nos permite afirmar que el prendimiento y muerte de Jesús está relacionado con su condición de nazoreo o pretendiente mesiánico.

Permítase una pequeña licencia histórica. Pienso, además, que Jesús no era una nazireo armado (un nazir de Dios, de los que no comen ni beben, pero lucha en la guerra santa, en la línea de Sansón) y añado que no subió a la ciudad de Jerusalén para conquistarla, muriendo en el intento, sino que era un nazoreo no violento. Jesús no fue nazireo, pero sí “nazoreo”, un pretendiente mesiánico pacífico, alguien que supo dar la vida por la transformación personal y social, religiosa y nacional del judaísmo de su tiempo. En esa línea, estrictamente hablando, los “nazarenos” de la Semana Santa no deberían llamarse así (nazarenos de Nazaret), sino “nazireos”, comprometidos por la causa mesiánica de Jesús.

            Sea como fuere, resulta claro que Pilato condenó a Jesús por ser (querer hacerse) “rey de los judíos”, pensando que de alguna forma él quería usurpar el “poder de Roma”. Para Pilato, Jesús es un rey fracasado, uno más en la gran lista de pretendientes políticos vencidos, Para los sacerdotes será un falso rey, un engañoso profeta de mentiras peligrosas. Para los seguidores de Jesús, ese título está al principio de su visión del mesianismo, pero sólo se puede entender desde la Cruz, y tras la experiencia pascual; antes (o fuera) de ella es un título de escándalo.  

5) El grito: ¿Por qué me has abandonado? (Mc 15, 34)

  Elías y Dios se dicen casi de la misma forma, en hebreo y arameo. Por eso, algunos que estaban bajo la cruz pudieran pensar que Jesús llamaba a Elías (Eliya-tha, Elías ven). El evangelio, en cambio, afirma que invocaba a Dios (Eli, Elí…).

– Jesús podía llamar a Elías, y esa llamada sería lógica al final de su trayectoria, pues él había comenzado su mensaje en Galilea asumiendo el proyecto profético de Elías. Pero el evangelio sabe que no murió invocando al profeta final cuya figura le había acompañado desde el comienzo de su ministerio (al lado de Juan Bautista; cf. también Mc 9, 4), sino llamando a Dios.

Jesús llamó a Dios. Jesús ha llamado a Dios con las palabra de Sal 22, 1 (Dios mío, Dios mío…), que Marcos ha presentado en arameo (Elôi, Elôi), mientras Mateo las pone en hebreo (Êli, Êli). Los sacerdotes habían acusado a Jesús diciendo  que Dios le había rechazado (cf. Mc 15, 29-32; Mt 27, 39-43). Jesús responde llamando precisamente a “su” Dios: «Dios mío, Dios mío».  

En un sentido, podría decirse que debía haber venido Elías. Humanamente hablando, resulta lógico que Jesús llamara al profeta de los milagros, testigo de Dios, en cuyo nombre él había salido a proclamar la llegada del Reino. Por eso, su llamada está (estaría) llena de sentido... En ese contexto se entendería el gesto de uno de los presentes (conocedor de las tradiciones de Israel, no un simple soldado pagano), que habría mojado una esponja con vinagre, dando así a beber a Jesús, para alargar su agonía (su tiempo de vida), de forma Elías pudiera llegar y librarle (Mc 15, 35-36).     Pues bien, Elías no vino, y el vinagre de la esponja no logró alargar la vida de Jesús, que expiró inmediatamente, con un grito. 

           Pero Marcos la iglesia sabe que Jesús no llamaba directamente a Elías, sino a Dios, según las palabras dolientes del salmo, ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mc 15, 34; cf. Sal 22, 2). El testigo e interlocutor de su agonía no fue Elías, sino el mismo Dios, que le había enviado: ¡Tú eres mi Hijo querido, en ti me he complacido! (Mc 1, 11).

           Pues bien, ese Dios de la unción que le había mandado a proclamar el Reino parece abandonarle ahora y, por eso, Jesús le invoca y le llama, elevando su última palabra, con los condenados y sufrientes que gritan desde el borde de la muerte. Marcos (la Iglesia) no ha espiritualizado la muerte de Jesús, sino que ha mantenido toda de su dureza, sin ocultar lo que ella implica de abandono. Desde aquí pueden sacarse algunas consecuencias muy significativas: 

– No “espiritualizar” el grito . Todos los esfuerzos que se han hecho por mitigar su escándalo son inútiles. Por eso, las palabras de Jesús (aún siendo cita del salmo 22 o, quizá mejor, por serlo) han de tomarse al pie de la letra. Al final de su vida, como Mesías (Hijo de David), es decir, como aquel que ha esperado y preparado hasta el final, tenazmente, la llegada del Reino, Jesús tiene que preguntar a Dios: ¿Por qué me has abandonado? En nombre de Dios había prometido a sus discípulos el Reino para el próximo día (la próxima copa: Mc 14, 25) y había esperado su llegada en el Monte de los Olivos, y había dicho a los sacerdotes que verían (¿cuándo? el texto supone que inmediatamente) la llegada del Hijo del Hombre. Pues bien, ahora, al descubrir que está muriendo, él pregunta a Dios: ¿Por qué me has abandonado?

– La muerte ha sido la última lección, que Jesús ha debido aprender entre lágrimas y gritos (cf. Hbr 5, 7-9). En muchos casos, la muerte llega sin saberlo (o, quizá mejor, sin que nosotros hayamos podido conocernos). Pero a Jesús le llegó sabiendo lo que ella significa, pues él mismo la había “provocado” (haciendo y diciendo lo que hacía). Le llegó la muerte mientras protestaba, llamando a Dios y confiando, como un fracasado mesiánico. Sólo al penetrar hasta la hondura final de ese fracaso, sin renegar de Dios, ni negar nada de lo que había dicho y realizado a favor de los pobres, Jesús ha podido comprender finalmente la tarea de su vida, y comprendiendo ha muerto, en medio del gran grito.

– En un sentido, en este mundo viejo,  Jesús ha sido un mesías davídico fracasado, como sabe en el fondo Pablo (cf. Rom 1, 2-3), pues anunciaba el Reino de Dios en este mundo, y el Reino no ha llegado. Quería transformar el culto de Jerusalén, abriendo un nuevo camino de perdón y amor mutuo, y no lo ha conseguido, pues los representantes del templo le han juzgado digno de muerte. Quería instaurar un Reino sin tributos imperiales y sin armas, de manera no violenta… pero los partidarios de la violencia (de las armas y tributos imperiales) le han condenado a la cruz, tomándole como peligroso. Ha esperado hasta el final la llegada del Reino, cumpliendo todo signifícalo que implicaba su mensaje, pero Dios no ha respondido (como él había esperado), y por eso, él, Jesús, su Mesías, le ha llamado, desde la Cruz, diciéndole su última palabra: ¿Por qué me has abandonado?

– En sentido mesiánico, Dios ha abandonado a Jesús, pues Jesús no ha logrado aquello que había pretendido (instaurar el Reino en la tierra). Éste es el abandono al que apelaban sus adversarios (como indica la elegía de los que pasaban ante la cruz: Mc 15, 29-32 par). Es el abandono y escándalo al que se refiere Pablo, al evocar la Cruz de Jesús, diciendo que no es simplemente el martirio de un inocente (miles de crucificados morían, como Jesús), sino la muerte escandalosa (¡sin sentido!) del Mesías de Dios (1 Cor 1, 18-26), una muerte contra la que él (Pablo) había protestado, persiguiendo a quienes veían en ella la mano de Dios (cf. Gal 1, 13-24). Todo lo que Pablo necesita saber y sabe de la historia es este dato: Jesús era “mesías” de la estirpe de David (Rom 1, 2-3) y murió fracasado, pero de tal forma que su mismo fracaso (su muerte) vino a presentarse como revelación más alta de Dios.

– Dios “abandonó” a Jesús precisamente para que su mesianismo se cumpliera de un modo más alto, es decir, para acompañarte y resucitarle en un nivel más alto de vida y esperanza. Por eso, en un sentido, como última palabra, Jesús tuvo que gritar diciendo “por qué me has abandonado”. No hubiera sido fiel a su mensaje si no lo hubiera hecho, si no hubiera gritado. En ese sentido pienso que ese grito es histórico, y que tiene plena validez, debiendo tomarse al pie de la letra. Jesús muere sintiéndose abandonado por Dios al que, sin embargo, llama “Dios mío, Dios mío”, es decir, muere confiando en él y entregándose en sus brazos. Así lo ha interpretado Lucas, poniendo en boca de Jesús las palabras del judío piadoso que muere diciendo “en tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal 31, 6), porque ya no entiende o cree que sus lectores no entienden el drama mesiánico que está al fondo de Mc 15, 34 (y Mt 27, 46).

6) ¿Por qué ha muerto Jesús?

  Ciertamente, si no le hubieran matado aquello romanos, en plena juventud, habría muerto de viejo, o por achaques e infecciones propias de un tiempo de poca sanidad, o por hambre (¡el par era escaso!), o le habrían matado quizá unos guerrilleros, en la guerra del 67-70, siendo ya viejito. Pensemos un momento, imaginemos, pues la experiencia cristiana está relacionada también con un cálculo de imaginaciones.  

  1. Murió como mueren los seres humanos. Era un hombre la condición actual del hombre es morir, como dice la Biblia (está establecido que los hombres mueran: Heb 9, 27). No es superman, apariencia de Dios que camina sobre el mundo, sino un hombre concreto, nacido de mujer, sometido a la ley de la vida y la muerte normal de la tierra (cf. Gen 4, 4). En ese sentido, su defunción se inscribe en el gran despliegue de los ritmos de la naturaleza, como las plantas que nacen y mueren, como las estaciones del año que pasan y vuelven. Ciertamente, los cristianos sabenque Jesús murió en la cruz y fue enterrado (1 Cor 15, 3-7). Pero si no hubiera muerto en la cruz, humanamente hablando, hubiera muerto de otra forma. Él pudo morir porque era humano, salido del humus o polvo mortal de la tierra.
  2. Murió por violencia y pecado. La Biblia dice también que "Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del Diablo y los de su partido pasarán por ella" (Sab 2, 24-25). Eso significa que la muerte está unida de alguna manera al pecado (cf. Gen 2-3). Eso es claro en el caso de Jesús: Murió porque morían y siguen muriendo miles de personas cada día. (Se calcula que son unos 40.000 los que mueren de hambre cada día, por culpa de un tipo de desorden social y económico extendido por el mundo). En ese sentido, podemos decir que murió por el pecado de otros.
  3. Murió por amor. Porque puso su vida al servicio de los marginados, enfermos y oprimidos, para ayudarles. Por mantener ese mensaje hasta el final le mataron aquellos que no querían escuchar lo que decía, ni hacer lo que pedía. Así podemos decir que murió por gracia, para extender un mensaje de amor a todos, un mensaje que puede abrirse desde los perseguidos y oprimidos a todos los seres de la tierra. Murió en defensa de su proyecto de Reino: le quitaron la vida que él había regalado ya y seguía regalando en amor hacia los pobres y expulsados. Esta reflexión sobre la “muerte bendita” de Jesús sólo se puede realizar plenamente desde el “otro lado”, es decir, desde el domingo de pascua. En el fondo, quien la hace así empieza a ser cristiano.
  4. Le han matado en nombre de Dios, del Dios de Roma, del Dios del templo, aquellos que rechazaban al Dios de Jesús. Por eso, ante la cruz se plantea la gran pregunta ¿Con quién está Dios: con Jesús que muere o con aquellos que le matan? Le matan porque se había presentado como mensajero de un Dios de amor universal, al servicio de los expulsados y enfermos. Jesús había actuado como mensajero de ese Dios, pero los defensores del Dios del sistema social y religioso del mundo (de aquellos soldados, de aquellos sacerdotes) le han matado, porque pensaban (en contra de Jesús) que Dios estaba con ellos, como protector y defensor del orden establecido, que se expresa por el templo de Jerusalén y el imperio de Roma. Le han matado por blasfemo, por contrario al orden del Dios del imperio y del templo (que es Dios del sistema). Le han matado “con la razón de la ley”, apelando a las razones de la Biblia, que manda aniquilar a los herejes (cf. Dt 13).
  5. La muerte de Jesús aparece así es un juicio teológico, es decir, como un juicio en el que vendrá a saberse quien es Dios (con quién está Dios). Aquellos que le matan optan por el Dios de sus propias instituciones, optan por su seguridad, en contra de Jesús, queriendo así que se cumpla la justicia de Dios, que estaría de su parte. Pues bien, Jesús no acepta el “veredicto teológico de aquellos que le condenan”, sino que Jesús muere llamando a su Dios desde la suprema debilidad (¿por qué me has abandonado?: Mc 15, 34). Jesús no acepta la justicia su muerte (no muere declarando que está bien que le maten) y por eso protesta y llama a Dios. Mirando así las cosas, el proceso y muerte de Jesús viene presentarse como lugar donde se plantea el sentido de Dios. No se trata de saber si hay Dios o no, en abstracto, sino de saber dónde actúa. ¿Actúa y se hace presente por aquellos que mataron a Jesús, acusándole de ser un falso Mesías? ¿Está Dios con el Jesús que muere, como ha formulado Pablo, resumiendo así la fe cristiana: “Dios estaba allí, reconciliando a los hombres consigo mismo” ? (cf. 2 Cor 5, 19).
  6. Ha muerto con todos. La tradición cristiana sabe que la muerte de Jesús condensa y consuma 'toda la sangre derramada desde el comienzo del mundo" (Mt 23, 35), de manera que en esa muerte culminan y se condensan todos los pecados.  Ciertamente, la historia de los hombres contiene también muchos valores, pero este pasaje dice que ella se resume  una serie de asesinatos que se van multiplicando y encadenando,  hasta que culminan en Jesús, que aparece representante de todos los asesinados. Su muerte recapitula así todas las muertes. En nombre del orden social y religioso le mataron, como han matado a millones de hombres y mujeres a lo largo de la historia. Como uno más ha muerto, asumiendo en nombre de Dios el destino de todos los sacrificados, preguntando: ¿Por qué nos has abandonado? Tras esa palabra se extiende el gran silencio, la inmensa oscuridad. Pero más allá del silencio y de la noche, en la vigilia de Pascua, los cristianos han oído y siguen oyendo la respuesta de Dios: ¡Ha resucitado, resucitaremos!  

7. Descendió a los Infiernos (2020)

 Éste es quizá el más antiguo símbolo e icono de la pasión. Se llama Credo de los Apóstoles, porque se ha creído que fue formulado por ellos, cuando se juntaron por última vez, antes de extenderse por el mundo entero. Se llama también Credo Romano, porque se ha mantenido de un modo especial en la Iglesia de Roma, como fórmula breve, al lado de la más larga y teológica, del Credo Niceno‒Constantinopolitano, aprobado por los concilios de Nicea y Constantinopla (años 325 y 381 d.C.).

 Continúa siendo la expresión más venerable de la fe cristianas. Sus elementos básicos provienen del siglo II/III y se sigue empleando en la liturgia eucarística como compendio de fe de los cristianos. En su forma latina, según el   Ordo romanus, dice así, en su parte central: 

padeció bajo Poncio Pilatos, fue crucificado,muerto y sepultado, descendió a los infiernos,  al tercer día resucitó de entre los muertos

Aquí nos fijamos en su palabra esencial: Descendió a los infiernos.La confesión pascual más antigua, tal como había sido formulada por San Pablo (1 Cor 15, 4) y descrita por los evangelios (cf. Mc 15, 42-47 y paralelos), afirmaba que Jesús fue sepultado. Pues bien, este Credo de los apóstoles añade que, siendo sepultado,  descendió a los infiernos ratificando así un misterio de muerte redentora: Jesús murió del todo y bajo a los “infiernos” de la destrucción y de la muerte, para rescatar a los que yacían dominados por finitud y por la culpa, separados de Dios.

           En esa línea, el icono o imagen fundamental de la Semana Santa de las iglesias de Oriente no es el Cristo con la cruz a cuestas, ni flagelado, ni crucificado, ni enterrado (como en las procesiones de la Semana Santa de Occidente), sino el Cristo que desciende por la muerte hasta lo más profundo del “infierno”, para visitar, liberar y rescatar a los que estaban allí esperando su Santo Advenimiento. Éste es el icono o imagen más repetida de las iglesias de oriente: Jesús baja con su cruz hasta lo más hondo del Abismo, abriendo las fauces del “monstruo de la muerte” y saca (libera) de sus garras a Adán y a Eva y a todos los muertos que le estaban esperando. Esta experiencia de fe aparece ya el Evangelio de Mateo donde se dice que:

                A la muerte de Jesús se rasgó el velo del templo, tembló la tierra, las piedras se quebraron y se abrieron los sepulcros, de tal forma que volvieron a la vida muchos cuerpos de los justos muertos...  (cf. Mt 27, 51-53). 

          Este pasaje supone que Cristo bajó a los infiernos, al lugar donde estaban todos los fallecidos de la historia humana, para darles la mano y subirles con él a los cielos.   En esa línea, el Credo de los apóstoles seguiré diciendo que Jesús a los infiernos y que al tercer día resucitó de entre los muertos,  de manea que con él comienza la resurrección universal de todos los muertos.

Jesús murió y fue enterrado (cf. Mc 15, 42-47 y par; l  Cor 15, 4). Sólo quien muere de verdad, siendo enterrado (en muerte real, no aparente) puede resucitar "de entre los muertos". En ese sentido, la Iglesia confiesa que Jesús ha bajado al lugar que antes se llamaba del “no retorno” que es la muerte, para compartir el destino de los muertos, e iniciar el nuevo camino de la vida.

Como Jonás "que estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches..." (Mt 12, 40), así estuvo Jesús en el abismo de la muerte, y sólo así pudo resucitar de entre los muertos (Rom 10, 7), iniciando de esa forma el camino definitivo de la resurrección.  

            En esa línea avanza la Primera Carta de Pedro, cuando supone que Jesús “bajo a los infiernos” para proclamar allí la victoria de Dios, y ofrecer a todos los muertos el camino y gloria de la resurrección.

Sufrió la muer­te en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu. Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcela­dos que fueron rebeldes, cuando antiguamente, en tiempos de Noé... (1 Pe 3, 18-19).

            En un sentido, estos “espíritusencarcelados” a los que Jesús anunció la salvación eran los ángeles perversos¸ a los que, según la tradición del libro de Henoc y de otros muchos evangelios y textos apócrifos, Dios había mandado al infierno, al menos por un tiempo. Pues bien, Jesús ha bajado a ese lugar de la muerte para anunciar la vida y la resurrección a los mismos ángeles caídos (si es que ellos se dejaban transformar), y de manera más intensa también a los hombres.

            Estas palabras del Credo de los Apóstoles, con este pasaje tan hermoso de la Carta I de Pedro, están indicando que Dios quiere ofrecer y ofrece a todos los muertos (ángeles y hombres) un principio camino de resurrección. En esa línea, partiendo de ese dato, se puede hablar de dos infiernos, como ha distinguido muy bien el libro del Apocalipsis:.

 ‒‒ Hay un primer infierno, al que Jesús ha descendido por su muerte para salvar de su condena a todos los hombres y mujeres. Había sobre el mundo otros infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento; pero sólo el de la muerte era total y decisivo. Pero Jesús ha destruido su poder, abriendo así un camino de resurrección universal, de forma que Dios pueda ser y ser “todo en todos”, como dice 1 Cor 15, 58.

‒‒ Pero puede haber un segundo infierno o condena irremediable para aquellos que rechazando la gracia de Cristo y oponiéndose a su amor (a toda gracia, a todos Dios), quedan en su propia oscuridad y muerte. En principio, Jesús ha muerto para sacar del infierno a todos los condenados.  Pero si algunos rechazan plenamente ese amor y esa vida de Dios por Jesús pueden quedar (=caer) en aquello que Ap 2, 11; 20, 6.14; 21, 8 ha llamado muerte segunda (infierno segundo).

 Este segundo infierno se presenta siempre como efecto de una falta de amor definitivo hacia los otros hombres y de un rechazo total de Jesucristo. Según eso, el infierno es «carencia del amor de Cristo», rechazo de su gracia, que se expresa como falta de amor entre los hombres.  Dios no manda a nadie a este infierno, pero puede haber hombres que, a pesar del amor gratuito y poderoso de Dios, prefieren su propio infierno.

Jesús ha bajado al primer infierno, para liberar a todos los hombres y mujeres, dándoles su gracia. Pero si algunos rechazan del todo esa gracia y amor de Dios en Cristo, ellos pueden caer en su propio infierno, que no ha sido creado por Dios, sino por los mismos hombres, en contra del Dios de Jesús.

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