Polvo serás, mas polvo enamorado

Amor de hombre, Dios enamorado. Para un evangelio de cuaresma

El hombre no es sólo un simple "polvo" como suponía la Cuaresma antigua (recuerda que eres polvo...), sino "un" amor de Dios que es amor de hombre, como proclama, de forma lapidaria, un verso de Quevedo: "Polvo serás, pero polvo enamorado...).   

Éste es un tema que he desarrollado en varios libros, cuyas portadas presento en esta postal: a) El hombres es "palabra de Dios", palabra enamorada. b) El fondo y "sustancia" del amor de hombre es "Dios enamorado".   De eso tratan las reflexiones que siguen, expuestas de un modo exegético, desde una perspectiva bíblica. Buen día a todos:

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El hombre bíblico no es compuesto de alma‒cuerpo, sino un ser unitario que puede ser mirado desde diversas perspectivas, entre las que destaca la división ternaria de carne-alma-espíritu, la visión biográfico‒personal y la interpretación social que vincula individuo con comunidad/sociedad. Todos esos aspectos están al fondo de la reflexión que sigue, aunque quiero destacar los rasgos de nacimiento y resurrección[1]:

 -- Para el AT, el hombre entero (varón y mujer) es basar (sarx y sôma, carne y cuerpo). No “tiene”, sino que “es cuerpo/carne”, realidad biológica, con las plantas y los animales, y así forma parte de una realidad frágil en la que todo nace, pasa y muere, perdurando (renaciendo) en el proceso de la vida (cf. Sal 16, 9; Job 10 4). El NT conserva esta visión y así habla del hombre como sarx/carne no sólo en lugares que expresan su debilidad (cf. Mt 26, 41; Lc 24, 39), sino en otros de tipo hondamente teológico como 1 Cor 15, 39 y especialmente en Jn 1, 14, que ofrece la definición más honda del hombre como palabra hecha carne[2].

El ser humano es nephesh y neshama, psyche y alma. La palabra más utilizada por la Biblia es nephesh, en griego psyche, y en esa línea el hombre es carne-cuerpo animado, pero no como alma espiritual, opuesta al cuerpo (como en la antropología griega), sino como principio vital, vinculado no sólo al aliento (garganta), como soplo de vida, en la línea de la “respiración” y sede de deseos, sino a veces a la misma sangre, que es el “alma” animal (cf. Dt 12, 23)[3].           

El hombre esruah (pneuma, espíritu), esto es, respiración superior, y de esa forma se vincula con la ruah de Dios, como he puesto de relieve en cap. 5 y 26. En un sentido, ruah es el “aliento” vital (cf Qoh 3, 19-21), pero, en otro más profundo, en el conjunto de la Biblia, el hombre es ruah porque se halla inmerso en el aliento y vida del Dios (y del mundo), formando así parte de su respiración, pues ruah es la fuerza creadora y engendradora, Dios como presencia activa (acogedora) de misterio, en comunión con todo lo que existe.

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Según eso, el hombre bíblico no es substancia en sí, como afirma un tipo de filosofía ontológica, ni “sujeto absoluto”, como dice cierto pensamiento moderno (por lo menos desde Descartes), sino un haz de relaciones que le vinculan con el mundo, con los demás vivientes (en especial, con otros hombres) y con Dios, alguien que sólo puede existir y existe en diálogo con el mundo y, en especial, con otros hombres, es decir, como palabra, siendo así sujeto, responsable de sí mismo, pero en relación de apertura a los demás (en libertad).

portada Antropología Bíblica: Tiempos de Gracia

El hombre es ser de mundo (carne, cuerpo), un momento del proceso de la vida, en el sentido de nephesh o psyche, siendo aliento (espíritu) de Dios, estando así dotado de palabra, de manera que podemos definirle como ser de comunicación, abierto a los demás y a la Vida de Dios. Es, por un lado, un ser que nace y muere pero que, al mismo tiempo, está llamado a superar la muerte, no como alma inmortal (como supone cierto pensamiento griego), sino por resurrección, porque nace de y entrega su ser a otros, permaneciendo así en la “memoria” de Dios, en un proceso que el NT ha expresado en los dos grandes signos de su teología: nacimiento y pascua[4].

 Ser en relación: vida ante Dios, en/con los otros

El hombre es ante Dios y ante sí mismo un ser de “palabra”, alguien que existe “respondiendo”, no por fatalidad (pues no ha sido creado y definido desde fuera), sino porque Dios mismo le ha llamado, a través de otros hombres, y él puede responder, de manera que su realidad depende de aquello que él haga de sí, como individuo y como grupo (humanidad). En esa línea, el hombre es “conciencia de sí”, siendo conciencia de Dios, en y con otros, pues de ellos recibe la palabra y a ellos puede y debe responder, respondiéndose a sí mismo, en relación con Dios, de forma que puede vivir (desde el don de Dios) o destruirse, si rechaza el don y quiere ser a solas, en violencia ante los otros (cf. Gen 2‒4, cap. 2).

Esta condición ética del hombre, ser de palabra, que puede crearse o destruirse, no es un añadido, sino que constituye su identidad. No hay primero un ser humano, ya hecho, y después unas circunstancias o detalles secundarios de su vida (lo que él hace), pues el mismo “ser” del hombre (su vida y muerte), su existencia individual y social, depende de aquello que le ofrezcan y de aquello que él escoja y haga, como dice Gen 2-3. En ese sentido, el hombre vive al interior de la palabra, es decir, de su relación con Dios y con otros (compartiendo su vida con ellos). Estos y otros rasgos de la visión bíblica del hombre han hecho posible no sólo el surgimiento del pensamiento cristiano, sino de la cultura occidental, que ha recibido sus valores éticos y personales de la Biblia.

             Ell Pentateuco en su conjunto, y especialmente en sus primeros capítulos (Gen 1‒11), ofrece un compendio del pensamiento bíblico, tal como ha sido formulado en el siglo V a.C., en un momento clave en el que, en todo oriente, y de un modo especial en Persia, Grecia e Israel, se estaban trazando las líneas de lo que será después la antropología de occidente. Conforme a esos capítulos, que marcan cl comienzo y tema de la Biblia, el hombre no es un ser sometido al destino, una vida de tragedia, sin libertad para enfrentarse con los dioses, ni es tampoco un ser caído y expulsado de los cielos, como supone el mito platónico, retomado después y elaborado de diversas formas por la gnosis, ni un ser partido o dividido entre el bien y el mal, en medio de una lucha superior de espíritus amigos y enemigos, como supone el zoroastrismo, que ha influido mucho en la apocalíptica judía y en la misma gnosis, sino que él es un ser de libertad, para la vida, pero amenazado por la muerte[5].

De un modo comprensible miles de creyentes judíos y cristianos, partiendo de Filón de Alejandría, han vinculado la caída de las almas de Platón con el “pecado” de Adán, en un contexto de tragedia o dualismo teológico. Pero, como he precisado, hay grandes diferencias. Platón identifica la caída y descenso de las almas con el hecho de que se introducen en un cuerpo (se hacen mundo). En contra de eso, Gen 2-3 supone que el hombre es desde el principio un ser de mundo (coporal), añadiendo que él mismo es responsable de su vida, de forma que lo que pudiéramos llamar “pecado” es obra suya, no una culpa de ángeles o dioses[6].

 Una historia de pecado y gracia

Este diálogo del hombre con Dios se realiza a través del diálogo con otros hombres, en sus diversos planos: varón con mujer (Adán y Eva: Gen 3), hermano con hermano (Gen 4), pueblos con pueblos (Gen 10 ss). Desde ese fondo se pueden trazar algunos elementos de la antropología bíblica, presentes en esta teología:

Gen 2-3anuncia el proceso de maduración antropológica, en un contexto de riesgo y pecado (de violencia y muerte). En el fondo de aquello que somos (seres de palabra, de diálogo en Dios, con otros hombres y pueblos) se ha inscrito aquello que hemos hecho a lo largo de la historia, para desembocar en lo que somos, una humanidad de lucha casi universal, presidida por los grandes imperios (de Egipto y Asiria hasta Roma). Por eso, el protagonista del relato bíblico no es el hombre abstracto, sino el hombre concreto (judío, gentil…), a quien Jesús ha descubierto como amenazado por la enfermedad y la violencia vinculada a lo diabólico, y Pablo por un tipo de ley y de pecado (cf. cap. 14, 18).

Los relatos de Gen 2-3 y del conjunto de la Biblia no se pueden entender como un tratado filosófico, al modo platónico (almas caídas) o hegeliano (dialéctica de la idea), sino como narración fundante de la historia del hombre, ser que vive entre el don de Dios y el riesgo de pecado. En esa línea, el conjunto de la Biblia se sitúa (nos sitúa) en una perspectiva de libertad, amenazada por el pecado (violencia de muerte), pero abierta a la gracia de la Vida, en apertura a Dios y en responsabilidad (respuesta) de los hombres que se sitúan, entre el pecado (envidia: no soportar que haya Dios) y la esperanza de la vida.

El hombre bíblico no es alma inmortal, ni puro ser para la muerte, sino un viviente a quien Dios abre a la vida (en diálogo con otros hombres), pero que puede destruirse y condenarse (morir), a pesar de que Dios le fundamente en su palabra, abriendo ante él un camino de futuro. En el lugar donde están llamados a vivir en gratuidad, en apertura hacia la vida, pero pueden rechazarla y condenarse a muerte(como dice Sab 2, 24: por envidia del Diablo entró la muerte en el mundo...) habitan los hombres. Dios se define así como fuente de Vida; el Diablo, en cambio, es principio de muerte[7].

Pecado es aquello que oprime y destruye a los hombres, la envidia de los otros, la sospecha que culmina en el asesinato, como ha precisado Gen 4, 1-6 (Caín y Abel, cf. cap. 2). El envidioso no soporta que otros tengan algo que él no tiene (que piensa que le falta), y de esa forma tiende a destruirles, como ha destacado Pablo (cf., cap. 18). En esa línea, el pecado es siempre muerte: deseo de matar a los demás para vivir así nosotros, negando de esa forma al mismo Dios que es vida gratuita, regalada. Ese deseo de muerte se expresa en los mitos que hablan del asesinato del padre y de la madre, del hijo o del hermano, que Gen 2-3 ha reinterpretado diciendo que al principio, los hombres quisieron asesinar al mismo Dios que les había creado[8].

Notas.

[1] Cf. L. Armendáriz, Hombre y mundo a la luz del Creador, Cristiandad, Madrid 2000; G. Colzani, Antropología teológica, Sec. Trinitario, Salamanca 2001; M. Gelabert, Jesucristo, revelación del misterio del hombre, San Esteban, Salamanca 2000: J. I. González Faus, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander 1987; J. Jerwell, Imago Dei. Gen 1. 26f im Spätjudentum, in der gnosis und in den paulinischen Briefen, Vandenhoeck, Göttingen 1960; E. Jüngel, Dios como misterio del mundo. Sígueme, Salamanca 1984; L. Ladaria, Antropología teológica, Comillas, Madrid 1987; S. McFagge, Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear, Sal Terrae, Santander 1987; J. Mongt, El hombre que venía de Dios I-II, DDB, Bilbao 1995; X. Pikaza, Antropología Bíblica, Sígueme, Salamanca 2005; K. Rahner, Espíritu en el mundo, Herder Barcelona 1963; Oyente de la Palabra, Herder, Barcelona 1976; E. Schillebeekx, Dios, futuro del hombre, Sígueme, Salamanca 1971; Los hombres, relato de Dios, Sígueme, Salamanca 1994; E. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987; H. W. Wolff, Antropología del AT, Sígueme, Salamanca 1997.

[2] El hebreo del AT no distingue entre sarx (cuerpo-carne en su fragilidad), y sôma” (cuerpo-carne en clave de comunicación, de apertura a los demás). Desde ese fondo hay que entender los relatos eucarísticos del NT donde Jesús dice, tomando el pan, “esto es mi sôma”, mi cuerpo-carne que se comunica, creando así comunión de vida compartida, Iglesia (cf. 14, 22; Mt 26, 28; Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24). Pero, en el sermón eucarístico (Jn 6, 41-65), el evangelio de Juan, que suele ser fiel al fondo semita, hablando de ese mismo “cuerpo eucarístico” (que Pablo y los sinópticos llaman sôma), prefiere presentarlo como sarx, poniendo más de relieve que la eucaristía o “sôma eclesial” del Cristo no es un cuerpo espiritual, separado de la vida, sino que sigue siendo y es, en profundidad, la misma sarx o carne humana compartida.

[3] El hombre es un soplo y su vida se identifica con su respiración, que por un lado le vincula con el viento/aliento cósmico (somos aire que se inhala y exhala) y por otro con el “ánimo”, esto es, con sus disposiciones emocionales (sentimientos, deseos). En esa línea, en un sentido, la Biblia dice que el hombre ha recibido la neshama, soplo de vida de Dios (cf. Gen 2, 7), y en otro sentido interpreta el alma o nephesh del hombre como sede no sólo de un deseo que jamás logra saciarse, sino también del pensamiento y de la voluntad, por lo que el hombre se distingue de los animales.

[4] Nacer de Dios por otros y entregar la vida a Dios en otros, para perdurar en ellos, en la memoria de Dios (resurrección), ésa es la clave de la vida humana. El hombre es también leb/lebab, corazón, órgano corporal, vinculado a la vida física (cf. Gen 18, 5; Sal 38, 11; 1 Rey 21, 7), siendo, al mismo tiempo, sede de la vida intelectual y afectiva. En ese sentido, el hombre es “corazón”, ser que conoce y reflexiona, viviente que quiere y decide, ser que ama y odia.

[5] Material comparativo en J. Errandonea, Edén y paraíso. Fondo cultural mesopotamio en el relato bíblico de la creación, Marova, Madrid 1966. Trasfondo cultural en E. Elorduy, El pecado original, BAC, Madrid 1977. Sobre el “drama” del hombre en Gen 2‒3: Ch. Baumgärtner, El pecado original, Herder, Barcelona 1971; E. Drewermann, Strukturen des Bösen I-III, Schöningh, Paderborn 1977; A. M. Dubarle, El pecado original en la Escritura, Studium, Madrid 1971; M. Flick y Z. Alszeghy, El hombre bajo el signo del pecado. Teología del pecado original, Sígueme, Salamanca 1972; P. Grelot, El problema del pecado original, Herder, Barcelona 1970; H. Haag, El pecado original en la Biblia y en la doctrina de la Iglesia, FAX, Madrid 1969; G. Martelet, Libre réponse à un scandale. La faute originel, la souffrance et la mort, Cerf, Paris 1992; X. Pikaza, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2005; P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1969; J. L. Ruiz de la Peña, El don de Dios. Antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander 1991, 47-198; P. Schoonenberg, El poder del pecado, Lohlé, Buenos Aires 1968.

[6] El mito platónico tiende a suponer que las almas son desde el principio autónomas, fuera del cuerpo: pecaron y cayeron una a una, dejando de centrarse en lo divino, y así viven solitarias y sólo pueden salvarse o elevarse por aislado, de manera que la misma dualidad varón-mujer es para ellas algo secundario (que sólo pertenece al cuerpo). Por el contrario, el Génesis afirma que hombres y mujeres son al mismo tiempo corporales y espirituales, seres de palabra, es decir, sociales, en historia, de manera que nacen de otros hombres y no pueden ser (hacerse) ni mantenerse por aislado. A diferencia del mito de Platón, Gen 2-3 ha de entenderse como principio y clave de una historia común (de mujeres y hombres, padres e hijos, hermanos y socios), tejida de gracia y pecado. Por eso, la tareadel hombre no es subir al plano de la «eternidad divina», como quiere Platón, sino asumir y recorrer, en comunión con otros hombres, el camino de la historia.

[7] Como en puesto de relieve en cap. 18, al tratar de Pablo, Pecado es no “agradecer” (escuchar, acoger) la vida, respondiendo en amor a los demás, queriendo apoderarme por fuera de la vida de los otros, para vivir a costa de ellos, sin poder conseguirlo nunca. Hay una dependencia buena que nos hace libres, pues consiste en recibir la vida como gracia y compartirla también gratuitamente. En contra de eso, hay una dependencia mala, que se impone con violencia, convirtiendo así a la humanidad en gran batalla. Pecado es afán de independencia egoísta y destructora. Me niego a recibir la vida en comunión con otros,, y así me encierro en mi propia oscuridad. Quiero ser yo mismo, sin tener que agradecerlo a otros, y, de esa forma, en profunda paradoja, acabo estando a merced de lo que veo en ellos. Pienso que quieren esclavizarme y respondo con deseos de esclavizarles. Cuanto más intento ser «yo mismo», menos lo soy, pues vivo pendiente de los otros, para arrancarles lo que tienen, sin saciarme ni encontrar nunca descanso en lo que así obtengo.

[8] Como resumen de estos cuatro momentos, se puede afirmar que el pecado es un deseo de poder total y violento del hombre, que se expresa en la mentira (ocultación, engaño) y en el asesinato, como ratifica Jn 8,44, definiendo al Diablo (signo del pecador) como mentiroso y asesino, en una línea que ha sido formulada por Gen 2, 17, donde Dios dice al hombre: “El día en que comas el fruto de tu puro deseo morirás” (matarás a los

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