Sangre de mujer, pecado de sangre (Antiguo Testamento)

Hemos venido destacando en días pasado la importancia de la sangre menstrual, conforme a la visión social y religiosa de la mujer en diversas culturas (especialmente de la azteca). Como hemos destacado al citar el pasaje central de Lev 15, ese un tema que ha sido muy importante en la cultura de la Biblia y por eso mirarlo de un modo general, vinculando así el origen de la vida (más vinculado a la mujer) y el riesgo de destrucción de la vida (más vinculado al varón). De un modo significativo, judíos y musulmanes no comen carne con sangre, poniendo así de relieve el gran tabú de sangre que está en el fondo de nuestra cultura.


La sangre constituye una de las realidades simbólicas más importantes para el conjunto de la Biblia. Ella está vinculada al despliegue positivo de la vida humana (menstruación, nacimiento) y al riesgo de destrucción violenta de la vida (asesinato). Así aparece relacionada a los sacrificios y recibe, a lo largo de la Biblia, una serie de significados que pueden y deben distinguirse y vincularse con cuidado.

1. Prohibición de comer sangre de animales.

Conforme a la visión de Gen 1-2 los hombres eran vegetarianos. Pues bien, tras el diluvio y el sacrificio de Noe, Dios les permite comer carne, pero sin sangre:

«Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra. Infundiréis terror y miedo a todos los animales de la tierra, y a todas las aves del cielo, los reptiles del suelo, y los peces del mar... Todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento: todo os lo doy, lo mismo que os di la hierba verde Sólo dejaréis de comer la carne con su alma, esto es, con su sangre. Por mi parte, yo reclamaré vuestra propia sangre: la reclamaré a todos los animales y a todos los humanos... quien vertiere humana, otro humano verterá su sangre, porque Dios hizo al humano a su imagen. Vosotros, pues, sed fecundos y multiplicaos; llenad la tierra y dominadla» (Gen 9, 1b-7).

Ésta pasaje es la ley básica del alimento: los hombres pueden comer la carne (de los animales), pero no su vida, que es su sangre (Gen 9, 4); por eso, tienen que derramar la sangre en la tierra, como si fuera para Dios. Los hombres eran antes señores-civilizadores de animales, a quienes cuidaban, sin poder matarlos (cf. Gn 1, 28-30 y 2, 19-22). Ahora pueden convertirse, por ley de Dios, en dictadores o depredadores de esos animales, infundiendo en ellos su terror y matándolos para alimentarse de su carne. Eso significa un cambio en la visión de Dios y de los hombres, que se vinculan sobre la mesa del altar, en gesto sacral (sacrificio de Gen 8, 20) y alimenticio (ley de Gen 9, 2-3): los hombres comen juntos el animal sacrificado, así aplacan a Dios y se alimentan de lo sacrificado. La sangre une a Dios y a los hombres, pero hay una diferencia: la sangre es de Dios, por ser la vida (cf. Gen 9, 4-5; Lev 17, 11.14), por eso los hombres no pueden comerla (no son dueños de la vida). Se separa así la carne (basar) de la sangre (dam), interpretada como vida o alma (nephesh) de los animales. Esta ley pertenece a la estructura fundante de la sacralidad israelita, tal como se encuentra atestiguada en Lev 7, 26-27; 17, 1-16.

La sangre se concibe como vida o alma del animal y esa vida pertenece sólo a Dios, por eso hay que respetarla. Esta ley tiene un sentido sacral: ella nos recuerda que en el fondo toda muerte de animal es sacrificio, un tipo de delito que sólo puede expiarse ofreciendo a Dios la sangre, reconociéndole a él como Señor de toda vida. Pero esa ley actúa como un medio para detener la violencia de unos hombres que aparecen como ávidos de sangre, deseosos de comer (de apoderarse) de la vida de los animales. Nos hallamos antes unos hombres que quieren comer sangre, adueñarse con violencia de la vida de los animales y los hombres. Frente a ellos se eleva aquí un Dios de sangre, que corta la violencia porque él mismo aparece como dueño y gestor (garante) de la vida, protector de la sangre.

Cada vez que mata a un animal para comerlo, el hombre debe reconocer la violencia que está al fondo de su vida (deseo de sangre), para así limitarla, imponiéndose la moderación del deseo. Esta prohibición de comer sangre, introduce un dualismo paradójico: por una parte, se puede matar y comer carne; por otra, se prohíbe la comida (bebida) de sangre, pues ella pertenece sólo a Dios. Esto significa que, en el fondo, toda muerte de animal es sacrificio, un delito que sólo puede expiarse ofreciendo a Dios la sangre derramada y reconociéndole Señor de toda vida. Parece que el humano está sediento de sangre: quiere comer y adueñarse con violencia de la vida de otros seres. Al fondo de esta ley, Dios emerge como señor de sangre: cierra el camino a la violencia humana porque Él mismo es dueño y defensor ( goel) de la sangre de todos los vivientes. De esa forma suscita y controla la vida con violencia, impidiendo que ella se expanda de forma imparable. La sangre aparece así como esencia de la vida (= nephesh), que los hombres no pueden dominar como si fuera suya, pues la vida es de Dios La ley de Gen 9, 1-7 permite (y de algún modo exige) matar y comer animales, pero respetar (no comer) su vida/sangre, para apagar con sangre el diluvio de sangre.

2. No se puede derramar sangre humana: no matar.

La ley vincula y distingue las sangres: no se puede comer, pero se puede derramar sangre de animales, matándolos para ofrecerlos a Dios y para que sirven de alimento. Pero no se puede derramar sangre humana: «Al que derrame sangre de hombre, otro hombre derramará la suya; porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios» (Gen 9, 6). Los hombres deben derramar y ofrecer a Dios la sangre de los animales, comiendo su carne, pero no pueden derramar la sangre de otros hombres, porque sólo Dios es dueño de la vida de los hombres, como indica también el mandamiento del decálogo (cf. Ex 20, 12; Dt 5, 18). La sangre es la vida del hombre y el hombre pertenece a Dios (que es su goel o pariente cercano).
En este contexto se habla del hombre como imagen de Dios (Gen 1, 26-27) y se completa la primera ley de los liberados del diluvio, a los que Dios les pidió que no comieran sangre (Gen 9, 4) y que no derramaran sangre humana. Como representante (presencia) de Dios, el humano es inviolable: Dios ha puesto en torno de él una muralla protectora, reprimiendo con violencia la violencia social (Gen 9, 6). El texto supone que debe matarse a un animal que haya matado a un hombre, pero no lo afirma expresamente. Por el contrario, el texto dice expresamente que un hombre que mate, derramando la sangre de otro, tiene que morir «porque Dios hizo al Adam (ser humano) a su imagen» (cf. Gen 1, 26-27). El hombre es representante (presencia) de Dios; por eso Dios lo protege como suyo (Gen 9, 6b). Esta es la base de toda antropología, el respeto a la vida. En el fondo de Gen 9 parece sólo hay una ley: no comer sangre de animales, no derramar sangre humana.

3. El primer pecado, pecado de sangre.

La primera muerte de la Biblia ha sido un asesinato: Caín ha matado a su hermano y Dios le ha respondido: «La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra» (Gen 4, 10-11). La Biblia sabe que la tierra es buena, pero el asesino la pervierte, como sigue diciendo Dios hablando con Caín: «¿Qué has hecho?... Ahora, pues, maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Cuando labres la tierra, no te volverá a dar su fuerza; errante y extranjero serás en la tierra» (Gen 4, 10-12). Tierra y hombres se encuentran vinculados de forma inseparable, de manera que la voz de la sangre (qol dam) de la primera víctima se eleva a Dios desde la tierra. Lo que era paraíso de paz se vuelto signo de maldades (Gen 4, 10). La sangre de las víctimas que piden justicia será desde ahora el motor más intenso de la historia humana (cf. Ex 2, 23-25; 1 Hen 8, 4; Ap 6, 9-10). «Maldita la tierra que ha abierto su boca para recibir la sangre de tu hermano...» (Gen 4, 11).

En esa línea avanza el mito básico de un libro judío apócrifo muy importante, 1 Henoc, que entiende el pecado a manera de violación y muerte, a partir de una invasión angélica: «Tomaron mujeres; cada uno se escogió la suya y comenzaron a convivir y a unirse con ellas, enseñándoles ensalmos y conjuros... Ellas concibieron y engendraron enormes gigantes de tras mil codos de talla cada uno. Consumían todo el producto de los hombres, hasta que les fue imposible alimentarse... Entonces los gigantes se volvían contra los hombres y los devoraban. Comenzaron a pecar con aves, bestias, reptiles y peces, consumiendo su carne y bebiendo su sangre. Entonces, la tierra se quejó de los inicuos» (1 Hen 7, 1-6). Éste es el pecado originario, dividido en dos fases: una angélica (violación) y otra de gigantes que matan y comen la sangre de hombres y animales. Éste es un pecado que trasciende a los hombres, un pecado irreparable.


4. Pascua, fiesta de la sangre

La sangre ha sido para los israelitas una señal sagrada de bendición (es vida: Lev 17, 11) y de expiación (sirve para reconciliar con Dios: Gen 9, 4-5; Lev 17, 11), siendo, al mismo tiempo, una realidad tabú, que impurifica y que debe evitarse (cf. Lev 17, 11-14). Pues bien, la sangre del sacrificio de pascua aparece vinculada a la liberación de los hebreos y a la muerte de los primogénitos de Egipto, definiendo el carácter histórico de la fiesta israelita. Una misma sangre aparece como signo de muerte para los egipcios y como principio de nacimiento sagrado (violento) para el pueblo. En este contexto se eleva sobre Israel un Dios celoso, que destruye con furor a los primogénitos de Egipto (en sacrificio de sangre), salvando a los israelitas (protegidos por la sangre del cordero). Así lo ha fijado el texto del Éxodo:

«Tomará cada uno para sí una res de ganado menor (cordero o cabrito) por familia... toda la asamblea de la comunidad de los israelitas la inmolará entre dos luces. Luego tomarán la sangre y untarán las dos jambas y el dintel de las casas donde lo coman. En aquella misma noche comerán la carne... Es Pascua de Yahvé. Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y haré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo, Yahvé. La sangre será vuestra contraseña en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora» (cf. Ex 12, 2-14).

La pascua se vuelve así fiesta de vida para unos y de muerte para otros. Es fiesta de las suertes, de la inversión terrible y salvadora: mueren los hijos de aquellos que querían matar a los hebreos, se salvan los que iban a ser sacrificados. Lógicamente, los israelitas se saben protegidos por la sangre y la carne del animal sacrificado: por sangre que libera, untada como signo en la jamba de las puertas; por carne que alimenta en el camino de la vida, con ázimos y hierbas amargas, a los liberados. Nos hallamos ante el signo más profundo del sacrificio israelita, que expresa el carácter sagrado del pueblo, su puesto y tarea en la historia. En ese contexto de la fiesta pascual viene a revelarse en Israel un Dios de sangre, que parece celoso de la vida de los hombres, de forma que destruye con furor a los primogénitos de Egipto (en sacrificio de sangre) y salva a los israelitas (protegidos por la sangre del cordero). Estamos ante el enigma y misterio de la sangre, que es vida y es riesgo de muerte, que es elecciíón y signo de destrucciòn
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