Dios judío, Dios cristiano, Dios musulmán 24.3.19. De Yahvé, Dios de Israel, al Dios cristiano y musulmán

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24.3.19. Yahvé, Dios de Israel, el Dios cristiano

 Este domingo, 3º de Cuaresma, la liturgia presenta el más poderoso de todos los pasajes del Antiguo Testamento: La revelación del Nombre‒Presencia de Dios en el principio de la historia de Israel, en el Éxodo de Egipto (Éx 3, 1-8a. 13-15).

Éste es un texto prodigioso, en sentido histórico, teológico y literario: La revelación del nombre de Yahvé como presencia salvadora, el nacimiento del pueblo de Israel. Toda la historia de occidente (e incluso del Islam) depende de algún modo de este texto, que voy a comentar de un modo más preciso, fijándome no sólo en el pasaje estricto que ofrece la liturgia, sino en su contexto histórico‒teológico.

(Éste es un tema que está tomado básicamente del Gran Diccionario de la Biblia y de Dios judío, Dios cristiano).

  1. UN MOMENTO Y LUGAR EN LA HISTORIA: MOISÉS ANTE DIOS

  Atrás han quedado las historias de la creación y los primeros hombres (Gen 1-11), las tradiciones patriarcales (Gen 12-50), la cautividad de los hebreos en Egipto y el nacimiento de Moisés (Ex 1-2) (cf. cap. 2‒3). La nueva historia de Israel comienza de un modo abrupto, con una noticia sorprendente:

 Después de mucho tiempo, murió el rey de Egipto y los israelitas clamaban desde su servidumbre y el grito que nacía de su servidumbre subió a Elohim. Y Elohim escuchó su clamor y se acordó de su alianza con Abrahán, con Isaac y con Jacob. Y Elohim miró a los hijos de Israel y les conoció (=les re-conoció como suyos) (Ex 2, 23-25)[1] (1)

La muerte del Faraón que había querido matar a Moisés, obligándole a escapar de Egipto (Ex 2, 15), sirve de enganche con lo anterior. Y los israelitas clamaban, con un gemido que nace de la servidumbre y condensa la más honda historia humana. El redactar de este pasaje mira los acontecimientos desde el reverso de la historia. No escribe la crónica oficial: no se fija en las conquistas de los reyes; lo que importa de verdad es el grito de servidumbre y dolor de los que claman, un grito que llega hasta Elohim, nombre genérico del Dios de todos los hombres.

En el principio de la nueva historia está Elohim, Dios universal que escucha (wayyisma´) a los que gritan y les mira (wayyare´). En las teofanías suele afirmarse que el hombre mira-ve a Dios (sin verle en sí mismo). Pero aquí es el mismo Dios quien escucha-mira, recordando (wayyizkar) su compromiso de fidelidad. No son los hombres los que recuerdan a Dios, sino Dios quien les recuerda y re-conoce (wayyida´).

Los cuatro verbos hebreos de acción que he citado van unidos en dos unidades paralelas: (a) Dios escucha y mira, atento a las necesidades de los hombres (del pueblo de los patriarcas israelitas), a los que ha creado, como seres libres, interesándose por ellos. (b) Dios recuerda su alianza (su compromiso de amor) y conoce (reconoce a los hombres como suyos y así les acepta). A partir de aquí se entiende el texto:

 Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián, y conduciendo el rebaño más allá del desierto, llego al monte de Elohim, al Horeb. Y el ángel de Yahvé se le apareció como llama de fuego en medio de una zarza. Miró y vio que la zarza ardía en el fuego y no se consumía. Y dijo Moisés: "Voy a desviarme y mirar este espectáculo tan grande: por qué no se consume la zarza". Y vio Yahvé que se acercaba a mirar y le llamo Elohim desde el medio de la zarza, diciendo: ¡Moisés, Moisés! Y él (Moisés) respondió: ¡Heme aquí!

Y le dijo (Elohim): No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar sobre el que pisas es terreno santo. Y le dijo: Yo soy el Dios de tu padre, el Dios Abrahán, el Dios de Isaac y Jacob... Entonces Moisés se cubrió el rostro, pues tuvo miedo de contemplar a Elohim. Y dijo Yahvé. He visto la aflicción de mi pueblo de Egipto y he escuchado el grito que le hacen clamar sus opresores, pues conozco sus padecimientos. Y he bajado para liberarles del poder de Egipto y para subirles de esta tierra a una tierra buena y ancha, a una tierra que mana leche y miel, el país del cananeo, del heteo... El clamor de los hijos de Israel (se eleva) hasta mí y he visto la opresión con que les oprimen los egipcios. Por tanto ¡Vete! Yo te envío al Faraón, para que saques a mi pueblo... de Egipto.

Dijo Moisés a Elohim: ¿Quién soy yo para ir al Faraón y para sacar a los israelitas de Egipto? Y respondió (Dios): ¡Estaré contigo! (`hyh `immak). Y este será es signo de que te he enviado: cuando saques al pueblo de Egipto adorareis a Elohim sobre este monte. Y dijo Moisés a Elohim: Cuando yo vaya a los hijos de Israel y les diga: el Dios (=Elohim) de vuestros padres me ha enviado a vosotros, si ellos me preguntan cuál es su nombre ¿qué he de decirles?

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         Y dijo Elohim a Moisés: Yo soy el que soy (=Yahvé). Y añadió: así dirás a los hijos de Israel: Yo soy (´hyh) me ha enviado a vosotros. Y volvió a decir Elohim a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Yahvé, Dios (=Elohim) de vuestros padres... me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre y ésta es mi invocación (cf. Ex 3, 1-15).

Moisés pastoreaba el desierto que se extiende del Neguev al Sinaí, en la tierra de los madianitas, que parece originalmente vinculada al culto de Yahvé. (Y yendo) más allá del desierto llegó al monte de Elohim, el Horeb. El texto nos sitúa ante una altura sagrada, conocida en tradiciones o cultos precedentes. Moisés ha realizado un esfuerzo hasta llegar al monte de Dios. Eso significa que conoce de algún modo la sacralidad del lugar. Todo el pasaje nos va preparando para el encuentro de Moisés con Dios, y para la revelación salvadora del nombre de Yahvé.

Y el ángel de Yahvé se le apareció. Ya no es Dios quien mira la opresión de los hombres (como en 2, 25), sino el hombre el que puede mirar al Dios que se revela. Pues bien, de pronto, de un modo sorprendente, en este contexto de la montaña de Elohim, Dios cósmico, Señor de todas las gentes y lugares, viene a revelarse el malak Yahvé, esto es, el enviado personal de Dios Yahvé (=Yahvé Mensajero, hecho palabra y despliegue de salvación para los oprimidos). La introducción de ese nombre indica que entramos en un nuevo espacio y tiempo religioso. Todo lo que venga luego será expresión de ello.

Como llama de fuego en medio de una zarza... que no se consume. Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas, la manifestación de Dios se encuentra vinculada con el fuego: Llama que arde, ilumina y calienta, en signo de renacimiento constante. Nuestro pasaje vincula así fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que expresa el sentido radical de lo divino. No olvidemos que Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada.

Conforme a Gen 11,39-12,1, Abrahán encontró (oyó) a Dios en una ciudad extraña (Harrán), para verle luego en la tierra prometida (Siquem). Moisés le ha visto en el desierto, fuera del lugar de opresión (Egipto) y de la tierra prometida (Canaán). En esa línea, la tradición israelita guardará el recuerdo del desierto como espacio del primer encuentro de Moisés (y los israelitas) con Dios. Sin esta purificación y prueba de soledad y fuego sagrado de la estepa pierde su sentido lo que sigue:

 ‒ Altura sagrada. Yahvé, Dios israelita, se revela en la “montaña de Elohim”, Dios del cosmos, señor del desierto, pero no para quedarse allí sino para liberar a los hebreos, sacándoles de Egipto. Yahvé es Dios liberador, pero su historia está vinculada a la tradición de la "montaña sagrada" de las religiones antiguas. En ese fondo ha de entenderse el camino (vocación liberadora) de Moisés.

Zarza ardiente. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparecía en la historia de Abrahán (encina de Moréh: Gen 12, 5; 13, 18) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera). Pues bien, en este momento, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta.

Zarza en llama. Fuego paradójico, arbusto que arde sin consumirse, esto es Dios, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, desapareciendo en el desierto o la montaña de los grandes pueblos. Pues bien, en esa zarza se desvela Dios, como vida fuerte en lo más débil.

Y dijo Moisés: Voy a mirar. Parece empujarle la curiosidad normal del que ha visto un fenómeno que le sorprende. Así empieza la historia de Moisés. Ha venido a la Montaña de Dios dispuesto a ver el "espectáculo", como simple curioso que mira las cosas desde fuera. Pero en ese contexto interviene Dios: "Y vio Yahvé que se acercaba a mirar y le llamó Elohím desde el medio de la zarza" (Ex 3,4). 

El ángel de Yahvé que mira desde la zarza (wayyare' de 3,4) es el mismo Yahvé. Conforme a la teología israelita, el texto le presenta aquí como Elohim, que se aparece y llama (wayyikra´; cf. Gen 22,11; 1 Sam 3, 4 etc). No empieza pidiendo, no enseña, no impone; simplemente llama, pronunciando el nombre de aquel a quien dirige su palabra. Más tarde, Moisés le preguntará su nombre, para dialogar con él de manera personal, y Dios responderá diciendo: Soy-el-que-soy (3,14).

Pues bien, antes que el hombre pregunte a Dios por su nombre divino, Dios empieza llamándole por su nombre humano, diciendo ¡Moisés, Moisés!, y él hombre responde: ¡Heme aquí! (3, 4), no puede responder ¡Yahvé, Yahvé! (como hará en Ex 34,5), pues no conoce el nombre de Dios, no le puede invocar. Simplemente dice ¡Heme aquí! con la actitud del que responde a la voz de un superior, que marca su distancia, en gesto de mandato religioso ¡No te acerques, quita las sandalias, porque la tierra (‘adamah) que pisas es terreno santo!

No dice ´ares (en sentido general) sino ´adamah, tierra humanizada: Sobre la montaña de Elohim se ha circunscrito, en torno a la zarza ardiente, un lugar de presencia de Dios. Al descalzarse sobre el suelo sagrado, para así cumplir el mandato de Dios, Moisés deja de contaminar la tierra con sus pies manchados, y, al mismo tiempo, recibe por ellos la sacralidad intensa de esa tierra. De manera muy significativa se han vinculado en esta experiencia varios rasgos de Dios. 

‒ Dios de un lugar santo, de unos oprimidos. Yahvé es Dios de un lugar santo o ´adamah donde expresa su presencia como fuego. De esta forma se recoge la experiencia antigua de la santidad vinculada a un preciso lugar teofánico (cf. Ex 19). Pero, al mismo tiempo, es Dios de los oprimidos, y así escucha su gemido y viene para liberarles. Así desborda los límites de una sacralidad local y se muestra como redentor de esclavos.

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Dios de los antepasados, Dios del futuro. Yahvé es Dios de Abraham, Isaac y Jacob, patriarcas de Israel (cf. 2, 25, 3,6 y 3,15). Esa fidelidad a su propio pasado (=al pasado del pueblo) definirá de ahora en adelante la visión del Dios israelita, que aparece, al mismo tiempo, como Aquel que crea futuro, abriendo a los hombres un camino de libertad. Su presencia en la historia se interpreta en forma de asistencia redentora, definiendo para siempre su nombre: Yahvé.

      Entendida desde la historia anterior, la teofanía (Ex 3,1-6) podía interpretarse en perspectiva de sacralidad, preisraelista: Dios ratifica, como llama de fuego, la santidad de un lugar (montaña) donde se mantiene la identidad (nombre) de los antepasados del pueblo. Pero a partir de aquí emerge otro motivo: El Señor del lugar y de los antepasados aparece como Dios de los oprimidos, de manera que no se limita a mantener la memoria de esos antepasados  (Ex 2, 24), sino que viene a liberarles, como indican las palabras que introducen su acción definitiva: he bajado...

Esa palabra (he bajado para liberarles, Ex3,8) es performativa, pues realiza lo que dice. Precisamente a través de su nueva revelación a Moisés Dios baja: se introduce en el camino de los hombres, se compromete a liberarles. El mismo ritmo de la palabra de Dios traza una especie de nueva geografía sacral, marcada por el uso de tres verbos: Dios baja (wa´ered) en descenso comprometido, introduciéndose en el conflicto y dolor de la historia; Para liberar (sacar) al pueblo de la opresión de Egipto (lehasilo); y para elevarlo, subirlo (wleha´aloto), en gesto de transformación recreadora.

 Esos tres gestos (bajar, liberar, subir) trazan una gran ruptura, invirtiendo el simbolismo del nacimiento normal de los hombres que salen de la matriz buena de la madre, para entrar en un mundo de llanto. Ahora es al contrario: Dios quiere sacar a los hebros de la mala matriz (Egipto) para hacerles nacer en el campo de la libertad, en una tierra buena y ancha (tobah wrhabah). Egipto era lugar de maldad y estrechez, madre perversa que oprime (estrecha y destruye) a sus hijos. La nueva tierra de Canaán será en cambio lugar abundancia y amplitud, tierra que mana leche y miel[2](2).

Los israelitas van a renacer desde el amor de Dios. Ciertamente, en el fondo de esa experiencia está influyendo la añoranza del paraíso (Gen 2-3), reinterpretado en forma simbólica, como experiencia de vida feliz. Ciertamente, la nueva tierra a la que entrarán los liberados será más que un espacio puramente geográfico o material, pues, en sentido físico, la tierra de Israel ha sido y sigue siendo campo de contrastes, dureza, sacrificio y muerte. Sin embargo, a los ojos del mensaje bíblica ella aparece, en simbolismo de nuevo nacimiento, como cuna de humanidad.

En un sentido, este pasaje podría interpretarse como simple mito: Dios nos saca de un mundo de dureza para llevarnos a un tipo de tierra imaginaria, un jardín de maravillas que solamente existe en nivel de fantasía. Pues bien, en contra de eso, el texto sabe que Dios nos dirige hacia una tierra concreta y disputada, al meqom o lugar donde se encuentran asentados seis (o siete) pueblos: cananeos, heteos (=hititas), amorreos, etc. El texto destaca así el realismo del origen de Israel, que nace de Dios a través de un camino concreto que lleva del "horno" de Egipto (opresión) a la tierra disputada y prometida de Canaán. En ese contexto, Dios ha dicho a Moisés: Por tanto ¡vete! (lakh); yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, los Hijos de Israel de Egipto (3,10)[3] (3).

Como nos dice Ex 1-2 Dios ha guiado a Moisés desde la infancia, salvándole de las aguas y dándole una madre egipcia (Ex 2,1-10), y le ha guiado después cuando, saliendo a ver a sus hermanos oprimidos, mató al egipcio (Ex 2,11-14), protegiéndole finalmente en el exilio de Madián, junto a la montaña santa del Horeb, dándole una mujer y un suegro sacerdote (Ex 2,15-22)… Pues bien, toda esa protección tiene una finalidad: Dios ha preparado a Moisés para que libere a los hebreos de Egipto, de forma que puedan recibir la ley en la Montaña y entrar como pueblo nuevo (Israel) en Palestina. 

  1. REVELACIÓN MÁS HONDA: EL NOMBRE (EX 3,11-14).

Este pasaje nos sitúa ante la gran dificultad de Moisés: Dios le pide que lo deje todo, que abandone su nueva familia y su vida tranquila en Madián, para enfrentarle al Faraón, opresor de los hebreos, como aquel que había querido matarle (cf. Ex 2,15-23), y le envía a liberar a los hebreos que al principio no quisieron escucharle (Ex 2,13-14; cf, Hech 7,24-34). Es normal que sienta dificultad (cf. Jc 6,15; Lc 1,34 etc.) y diga:

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¿Quién soy yo para ir al Faraón

 y para sacar a los israelitas de Egipto? (Ex 3,11).

Así habla el hombre que se sabe por un lado pequeño (¡como ser humano ante Dios!) y por el otro poco preparado para la tarea. Dios escucha su pregunta (¿quién soy yo?), y le responde diciendo: ¡Yo estaré o seré contigo!(´ehyeh ´immak), en palabra que nos sitúa en el centro de la revelación de Dios, pues la promesa ´ehyeh (seré-estaré) termina convirtiéndose en el nombre más hondo de Dios. Moisés ha preguntado por sí mismo (¿quién soy yo?). Dios le responde de un modo “divino”: seré-estaré contigo[4](4).

En este contexto se entiende la siguiente pregunta (Ex 3,13). Elohim le ha dicho: Yo estaré (‘ehyeh), anticipando de esa forma su Nombre (Yahvé, de la misma raíz que ‘ehyeh), pero Moisés no lo ha entendido, no ha podido comprenderlo todavía. Necesita más señales, una concreción de su presencia, conocer su Nombre para decir a los hijos de Israel quién es aquel que le envía (3,13). Pues bien, Elohim responde revelándose a Moisés y diciéndolo lo que él dirá a su pueblo (Ex 3,14-15), para que los israelitas conozcan a Dios. Estas palabras constituyen la experiencia central de la Biblia israelita:

Dios dijo:´’ehyeh ‘aser ‘ehyeh: Soy el que Soy (=el que estaré-seré). En un sentido, aquí no tenemos todavía el "nombre nuevo" (Yahvé), pues Dios-Elohim se limita a decir para todos lo que había dicho a Moisés en Ex 3,12: Soy el que estaré (con ellos, con el pueblo), manifestándose así como presencia activa, liberadora. Pero, en otro sentido, Dios ha dado ya su nombre, pues ser-estar con los suyos es su esencia más profunda (la verdad de su nombre). Moisés le había pedido directamente su nombre y Dios ha respondido esquivando esa pregunta (¡no da su nombre!) y asegurando su presencia (3,14).

Así dirás, ‘ehyeh ‘selahani (=soy-estoy me ha enviado: 3,14). Sólo puede enviar de verdad el que es-está (‘ehyeh), de manera que el mismo envío es su presencia. El texto no dice simplemente el que me envía (‘selahani) está presente (‘ehyeh), sino ‘ehyeh (soy-estoy) me ha envíado. De esa forma, el mismo Dios se define como presencia-envío.

Yahvé Elohim de vuestros padres... me ha enviado a vosotros (3,15). Del ‘ehyeh como verbo (yo soy, estoy presente) el texto pasa a Yahvé (YHWH), que aparece ya como nombre propio de Dios, vinculado a la montaña de la vocación de Moisés y de la Alianza (Ex 20-25) y de esa forma se identifica ‘ehyeh-Yahvé de la nueva revelación con el Elohim de la historia patriarcal. Entre el nombre antiguo y el nuevo, como experiencia creadora, se ha introducido la llamada de Dios con su garantía de asistencia: sólo en cuanto llama y ayuda, Dios (Elohim) puede presentarse ante Israel como Yahvé.

Éste es mi nombre (semi) para siempre, éste mi recuerdo (zikri) de generación en generación (3,15). Esta experiencia hecha nombre (semi) define ahora y para siempre el "ser" (actuación) de Dios y viene a constituirse como principio y centro de los recuerdos de Israel y de Dios (zikri). Sabemos que Dios "recuerda su alianza" (2,25): pues bien, de ahora en adelante, los hombres deben recordar Nombre de su presencia liberadora, como nombre de acción y presencia, que no puede tomarse como sujeto separado de su acción.

Este Nombre (Yahvé) es experiencia de llamada, presencia y envío liberador: Sólo conoce de verdad a Dios y conoce la hondura de su nombre (Yahvé), quien se sabe enviado y, al ponerse en movimiento le descubre como aquel que llamándole le asiste, para realizar su acción liberadora. Este nombre es por un lado misterioso: los filólogos no logran precisar del todo su sentido original, los judíos no lo pronuncian por respeto... Pero, al mismo tiempo, es el más sencillo, más cordial, más inmediato: Es el Yo soy‒estoy del Infinito‒Santo. En esa línea, Dios viene a llamarse Yahvé porque en el momento clave de la vocación y envío dice ‘ehyeh: estaré/seré contigo y/o con vosotros, como presencia personal (¡yo estoy! cf. 3,12) y compromiso de acción liberadora, que los hombres no pueden calcular.

 Como principio de revelación y fuente de experiencia, la llamada de Dios a Moisés define y traza el camino de la historia israelita. Aquí expresa Dios su ser como persona, es decir, como aquel que está presente en la historia israelita, identificándose en el fondo con el impulso y sentido de esa misma historia. De esa forma, el Dios trascendente, sin nombre, se expresa en el nombre y camino de Israel: Yahvé es la “presencia sagrada” alienta en el camino de Dios, no desde arriba, desde fuera, sino dentro, en el mismo pueblo (como la verdad y “esencia” de ese pueblo). En ese sentido, ese nombre (Yahvé) es un nombre de “encarnación” o, quizá mejor, de identificación radical de Dios con la vida (tarea y camino) del pueblo. De esa forma “el que es” (soy el que soy, el que estoy…), no es el pueblo como tal, sino Dios‒en‒el‒pueblo (o, quizá mejor) Dios‒pueblo, en el sentido radical de la palabra. Sólo donde se recuerda (actualiza) este momento de llamada y de envío adquiere sentido el nombre de Yahvé y Dios vuelve a presentarse como aquel que dice ‘ehyeh: (estaré presente), siendo Dios en y por el pueblo. Éste es el principio y el sentido de la identidad (acción) de Dios‒Yahvé en Cristo, como seguiremos viendo.

AMPLIACIÓN. DE YAHVÉ AL DIOS CRISTIANO Y AL DIOS MUSULMÁN

                              En un sentido, Dios está más alla (como Nombre innombrable, como impulso que parece venir de fuera), pero, al mismo tiempo, está dentro, como fuego que incendia nuestra “zarza”, nuestro arbusto humano, consumiendo sin consumar (sin destruir, tema clave de Juan de la Cruz, Comentario Cántico Espiritual B, estrova 39).. Conforme a la palabra radical de Gen 2, 7, Dios sopló su “aliento” (neshama) en el barro de la tierra modelad como ser humano, porque somos aliento de Dios; pues bien ese Dios-Aliento que nos hace vivir, que respira en nosotros, como individuos y como grupo (humanidad) es Yahvé, el que arde como fuego de zarza, siendo El que Es (el que libera) en el pueblo de Israel esclavo en Egipto. 

  1. Una tradición ampliada. Entendido así, Yahvé no es un nombre más, sino presencia‒acción de Dios, fuego-impulso de libertad para los israelitas. Convertido en Nombre pronunciable, el vendría a ser otro Dios más entre los miles de dioses de los pueblos. Pero en su sentido radical (‘ehyeh, Yahvé), Nombre que no puede nombrarse, él es presencia activa del Dios trascendente, más allá de todo nombre, principio de acción y de vida para los israelitas, de manera que ellos mismos (los israelitas) son despliegue del Dios que estando más allá de todo nombre es principio de todo lo que existe y puede nombrarse, en línea de liberación y esperanza de futuro. Por eso es bueno que los judíos hayan querido mantener la experiencia de fondo de ese nombre, como impulso y camino de revelación-liberación en medio de la muerte:

Los judíos han condensado en Yahvé su experiencia más honda. (a) Por un lado le vinculan con Moisés, su profeta, y con el pueblo, como dice el Shema, Escucha, Israel, Yahvé, tu Dios, es Uno… (cf.Dt 6, 4-9), de tal forma que Israel y Moisés pertenecen a la revelación histórica de ese Dios, que de esa forma “es” (alienta) en ellos. (b) Lógicamente, ellos sacralizan ese nombre de manera que al fin no lo escriben (no ponen sus vocales), ni lo pronuncian, por respeto y por presencia: Por un lado no puede pronunciarse, por otro vive en ellos (ellos mismos son presencia de Dios, Yahvé). De esa manera, Yahvé, יּﬣוּﬣ, YHWH, D**s, G*d…, viene a presentarse como Dios en sí, en su absoluta claridad deslumbradora e invisible, el más lejano, siendo, sin embargo, el más cercano (Dios en ellos).

          Esta presencia trascendente e interior, es decir, liberadora, deslumbrante, del Dios que no puede verse ni decirse constituye la “esencia”, el principio rector de la historia y de la Biblia israelita (Yahvé, Dios de Israel: Principio divino de Israel). No es una experiencia de inmersión simplemente pasiva, como en algunos religiones místicas de oriente, sino experiencia de la “acción total” del Dios que es-actúa en nosotros, haciéndonos “ser”, sin “decirse” jamás del todo, más allá de lo que los israelitas son y pueden, siendo y pudiendo en ellos. Quien no haya pre‒sentido (o, quizá mejor, supra‒sentido) esta experiencia originaria, quien no se haya sabido inmerso en ella, dejándose recrear por su llama (como zarza encendida y muriendo sin morir, de Dios en el Sinaí), no sabe ni sabrá lo que es Dios (la Biblia) israelita[5] (5).

Los musulmanes han evitado en general esta paradoja del "Yo soy", afirmando que Dios se ha expresado para siempre por Mahoma, de manera sencilla, sin distinción de razas o culturas, recogiendo y culminando lo dicho por Moisés y por Jesús, como El-Ilu-Elohim-Allah fundamental. Según ellosmanes, el mensaje de Dios ha sido siempre el mismo, desde Adán hasta Abraham, desde Moisés hasta Jesús, como ratifica la Sahada o confesión de fe del Islam: No hay Dios fuera de Allah... La presencia del Dios misterioso que dice “yo soy” (estaré con vosotros) se traduce y aplica así de un modo radical, de forma que Alláh (el Elohim de Ex 3) es en el fondo la única realidad que existe. Esa confesión (la ilaha illa Allah, no hay más dios que Allah, no hay más divinidad que el Divino…) define a Dios no sólo como fundamento originario, sino como existencia y realidad de todo lo que existe.Moisés presentó a Dios como presencia activa y salvadora, en contra de los ídolos, Jesús le descubrirá como principio de amor (Padre)… Pues bien, Muhammad le concibe como Acción Pura de todo lo que actúa, como Realidad de toda realidad. Por eso, los humanos no pueden refugiarse en nada, ni en la Ley de los judíos, ni en el Cristo de los cristianos, sino sólo en Dios[6] (6).

            En esa línea, la función de la sahada consiste en mostrar que no existe más Dios ni realidad que lo Divino (Allah), de forma que sólo en él alcanzan los hombres su verdad y superan la muerte. Entendida así, la sahada no ofrece ni pide un pensamiento más claro sobre el fondo del ser, ni una liberación social, sino un sometimiento a Dios, en obediencia absoluta a su palabra, en unión radical con su destino. Desaparecen de esa forma todas las posibles mediaciones, de manera que sólo al inclinarnos ante él conocemos al Dios desconocido. Ciertamente, el Dios al que se somete el musulmán es Compasivo y Misericordioso, que suscita reverencia agradecida, en los creyentes, que se inclinan ante su voluntad, dejándole que sea. En esta confesión musulmana, Dios emerge como Realidad total, que alienta y vive en todo lo que existe, llevando al límite el mensaje israelita de Ex 3, 14 (¡Soy el que Soy!: el que hago ser) y el Ex 34, 4-6 (Dios es clemente y misericordioso)[7] (7).

Los cristianos han recreado esta experiencia del Dios de Moisés por medio de Cristo, como seguirá indicando toda esta Teología de la Biblia, que puede entenderse como despliegue y cumplimiento de este “yo soy el que soy”, en la línea del “yo soy el que estoy dando la vida” de Jesús de Nazaret, a quien los cristianos interpretarán así como auténtico Yahvé. Ciertamente, del “soy el que soy” de Ex 3, 14 se puede pasar, de un modo lógico, al “no hay más Dios que Allah” de la Sahada musulmana (y de cierta metafísica occidental), en línea de dominio superior y de sometimiento absoluto (haca culminar en el a‒teísmo o, quizá mejor, en el anti‒teísmo). Pero en otra línea, del “yo soy” de Yahvé se puede y debe pasar al Dios que dice a Jesús “tú eres” (bautismo: Mc 1, 11), y a la identificación de Yahvé/Señor con Jesús, que es Dios‒Hijo,dando su vida por‒a los hombres (cf. cap. 12, 18, 25).

          A diferencia de los musulmanes, que tienden a entender el “soy el que soy” de Ex 3, 14 en forma de realidad “exclusiva” (no hay otro dios que Allah), los cristianos han identificado la presencia‒acción de Dios (Yahvé) con Jesús que “arde” (muere) dando vida, para así liberar a los hombres del exilio y de la muerte. De esa forma, ellos siguen interpretando a Yahvé como presencia salvadora (liberadora) que se compromete a favor de los oprimidos, pero dan un paso más y, como he dicho ya, se atreven a y expresar su misterio, en dos líneas preparadas, aunque no ratificadas, por el judaísmo. (a) Por un lado, saben que Yahvé es el Dios de nuestros Padres (de Abraham, Isaac y Jacob: Ex 3, 6), Padre supremo, Dios de Nuestro Señor. Jesucristo. (b) Por otro lado, ellos confiesan que Dios ha dado su Nombre (Yahvé) a Jesús, que es el auténtico Yahvé, Dios con nosotros (cf. Flp 2, 6-11).

          En esa línea, al identificar a Yahvé con Jesús, los cristianos distinguen y vinculan los dos rasgos de Dios: Su Trascendencia creadora (Dios Padre) y su presencia salvífica (Señor Jesús), siendo así monoteístas, como los judíos (y musulmanes), pero monoteístas mesiánicos (vinculan a Dios con Jesucristo), en una línea abierta a la experiencia trinitaria, pero sabiendo siempre que lo importante no es la formulación lógica de la Trinidad, sino la identidad de Yahvé‒Dios (el que es) con el que Está Presente y muere dando vida, como ratifica todo el NT[8] (8).  

En el judaísmo no existe “teología” estrictamente dicha, ni puede haber una reflexión temática sobre el Dios en sí, y lo mismo en el Islam, pues Allah sigue siendo misterio que actúa, y al que sólo por su actuación se le conoce; él ha revelado su Libro/Palabra en el Corán, pero su esencia sigue estando escondida, de tal forma que resulta imposible decir que Jesucristo es su "Hijo", como afirman los cristianos. Para el Islam la esencia de Dios sigue siendo misteriosa, incognoscible.

          Lógicamente, judíos y musulmanes se sienten vinculados tanto en la visión del Dios transcendente, como en su revelación (por la Ley de Moisés, por el Corán de Mahoma). Esta vinculación es tan honda que algunos llegan a sostener que judaísmo e islam son variantes de una misma religión, como si el islam fuera una herejía simplificadora y universalizadora del judaísmo, y el judaísmo es una concretización nacional del islam eterno. De todas formas, los judíos siguen manteniendo en el fondo de su experiencia y recuerdo el "Yo soy" de Yahvé en la montaña sagrada, como secreto de libertad y llamada a la liberación mesiánica, mientras los musulmanes, apelando al conjunto del Corán, evitan ese Nombre secreto de elección y futuro del pueblo, para insistir en la sumisión universal a Dios.

           En esa línea, es normal que judíos y musulmanes rechacen la encarnación de Dios en Jesús, como recaída en el politeísmo pagano, y rechacen también la Trinidad, pues no identifican a Yahvé con aquel que da la vida por los hombres. Lógicamente, la filosofía occidental, fundada en la experiencia griega del Ser (vinculando así helenismo y judaísmo) ha interpretado el ¡Yo soy! (Soy el que Soy) israelita en perspectiva de transcendencia (Dios separado) y plenitud ontológica (el ser divino es lo absoluto). De esa forma, el Nombre de Dios pierde su referencia salvadora (su raíz israelita, su vinculación a Moisés, su identificación con Jesús) y viene a convertirse en expresión de la Realidad en sí, en línea de identidad ontológica.

Lógicamente, Yahvé deja de ser el Nombre propio de aquel con quien debemos dialogar de un modo personal, presencia liberadora, y viene a interpretarse como Ser en sí (=aseidad ontológica), esencia pura y plena, el primero y más alto de todos los Conceptos. Decir Yahvé es decir Divinidad, como supone San Anselmo, al presentarle como el Ser más alto, la realidad más perfecta que puede ser pensada.

          Gnosis antigua y filosofía moderna se vinculan de algún modo: ambas vacían al Dios israelita (a su Yo soy) de la experiencia y fuerza de la historia. La gnosis criticaba a Yahvé porque no acepta su revelación en la historia y porque quiere elaborar una visión religiosa partiendo de una sabiduría intimita, propia de los iniciados sabios. La filosofía moderna ha rechazado a Yahvé porque ha querido vincular a Dios con el Ser de su pensamiento y de sus obras (con el Todo del Mundo) o con el propio pensamiento, olvidando también el sufrimiento de los pobres.

          Pues bien, en contra de eso, tras veinte siglos de separaciòn y dolor, judíos y cristianos (unidos en esto y separados de los musulmanes) seguimos vinculados a la experiencia israelita de Yahvé, a quien vemos como Dios liberador. Yahvé no es para nosotros un simple signo de identidad ontológica o interioridad sagrada, sino el Nombre personal de aquel que se revela (despliega su presencia) liberando a los pobres y oprimidos de la tierra. No es alguien que se impone desde arriba, exigiendo sumisión (como parece buscar el Islam), sino Aquel que nos ama y por amarnos dice Yo soy, es decir, Estoy con vosotros en medio del camino de la vida, como iremos viendo en todo lo que sigue, culminando en Cristo, que es Yahvé para los cristianos[9] 

[1] Para situar la figura de Moisés cf. A. Neher, Moisés y la vocación judía, Aguilar, Madrid 1962; M. Buber, Mosè, Marietti, Casale Mo. 1983; H. Schmid, Mose. Ueberlieferung und Geschichte, BZAW 110, Berlin 1968; T. N. D. Mettinger, Buscando a Dios. significado y mensaje de los nombres divinos en la Biblia, Almendro, Córdoba 1994, 31-64; W. Eichrodt, Teología del AT I, Cristiandad, Madrid 1975, 163-208; G. del Olmo, La vocación de líder en el AT, Pontificia, Salamanca 1973, 65-100. 

[2] Esta expresión (zabat halab wdba´s) que proviene de textos mitológicos, relacionados con la maternidad de Dios que ofrece a los hombres su leche (cuidado materno) y su miel (dulzura) en la tierra.

[3] Moisés será por tanto el mediador de la libertad de Dios para su pueblo, en la línea de la llamada y tarea de Abrahán (Gen 12,1 ss). Pero hay diferencias. Abrahán ha de salir de su tierra (Harrán) para engendrar un pueblo nuevo, en la tierra prometida. Por el contrario, Moisés ha de dejar el lugar santo en que se encuentra (el monte Horeb), para hacer que los israelitas salgan (ya engendrados, ya nacidos) de la cautividad de Egipto. Esta salida de Egipto será el verdadero re-nacimiento del pueblo de Israel.

[4] Y este será el signo: cuando saques al pueblo adorareis a Elohim en este monte (Ex 3,12). Más que una prueba (´ot) para tranquilizar a Moisés, esta palabra ha de entenderse como de Dios (¡tráeme al pueblo aquí!), que quiere recibir e instruir a los liberados de Egipto en el monte de revelación.   Moisés ha descubierto a Dios, le ha visto en el fuego de la zarza. Pues bien, Dios quiere que todos los israelitas puedan verle y proclamar su nombre, anunciando así los acontecimientos de la alianza (Ex 19-24) que abrirán a todo el pueblo la experiencia de Moisés.

[5] Todos los que queremos “escuchar” de alguna forma la palabra y experiencia de la Biblia, dejándonos recrear por ella, hemos de empezar siendo israelitas, como Jesús y los primeros cristianos. Al interpretar ese “nombre activo” (Yahvé,seré el que seré), en clave de vacío plenamente lleno de Dios, y de silencio preñado de todas las posibles voces de la humanidad y de la historia, los israelitas han debido quedar en silencio, poniendo en lugar de Yahvé otros nombres o signos, que son como cifras o señales de su presencia, y así siguen diciendo en su lugar (como he precisado ya) adjetivos más o menos equivalentes (Adonai, Kyrios, Dominus, Señor, Lord), que expresan de algún modo su grandeza, pero sin lograr hacerlo, mostrando así que ese nombre abre un gran vacío.Judíos y cristianos saben (sabemos) que el ¡Yo soy! de Yahvé no indica autoridad arrogante y egoísta, un Señor que se afirma a sí mismo en contra (a costa) de los otros, sino signo de confianza y asistencia creadora: Estaré con vosotros, os libraré de vuestras opresiones.

He desarrollado este motivo Dios como Espíritu y Persona, Sec. Trinitario, Salamanca 1989, 43-50 y en Hombre y mujer en las grandes religiones, Verbo Divino, Estella 1996, 219-229. En contra de la experiencia más honda de Israel, los gnósticos (de origen pagano, judío y/o cristiano) de los siglos II-III d.C. han pensado que Yahvé es un "dios opresor", que mantiene a los hombres sometidos, siendo principio de error y egoísmo, dios falso, demonio, de manera que donde él proclama Yo soy (Ex 3, 14) se oye una vos del Dios y verdadero, que le responde ¡Te equivocas, Samael, Dios ciego¡ En esa línea, el mismo Yahavé (Yavaot, Yaldavaot) sería un Dios material, sólo ocupado las cosas externas, incapaz de ser (arder, brillar, quemarse dando viva) en el arbusto/zarza de los hombres.

[6] El musulmán, sometido a Dios, no tiene que hacer ni sufrir nada especial, sino dejar que Allah fluya, fluyendo con él, pues él (Allah) es quien vive en la vida de los creyentes. La Verdad es Allah y los hombres, como Muhammad, son sus siervos o, a lo más, sus mensajeros. No son independientes, no existen por sí mismos, ni tampoco en virtud otras cosas o seres del mundo, sino sólo en Dios, cada uno a su manera, en lo divino. Según eso, la sahada ratifica "la inmersión absoluta en la unidad y unicidad de Allah", de manera que todo aquello que no es Allah es para el musulmán un ídolo vacío, pura nadaCf. V. Haya, Nueva Metafísica de Al-Andalus, Junta Islámica, Córdoba 2000, 81-98.

[7] Dios es misterioso, pero no necesita un nombre impronunciable, como el YHWH israelita. Es origen de todo, y en algún sentido se le podría llamar 'Padre', pero resulta mejor evitar ese nombre, para no entenderle como masculino, engendrador biológico de dioses o superhombres (como quieren los cristianos). Dios es totalmente Distinto, siendo Realidad de todo lo que existe, como muestra los 99 nombres que le atribuye la tradición musulmana. Este Dios del Islam es el Dios judío de Moisés (Ex 3, 14), pero sin pueblo elegido (Israel), sin historia de la salvación… No es un Dios que dice “soy el que soy/estoy”, para liberar a los hebreos de Egipto, abriendo a los hombres a un futuro mesiánico, sino para mostrarse como el único que es, a fin de que los hombres se “sometan” de manera total a su presencia.

El Dios judío es sorprendente, sin nombre, ni figura, mientras dice en silencio atronador “soy el que soy” a cada uno de sus fieles, pero abriendo, al mismo tiempo, un camino de liberación en compromiso y esperanza de vida. El Dios musulmán es principio de sometimiento actual, sin necesidad de esperanza mesiánica, y su palabra ha quedado fijada para siempre en el Libro, que no es libro de liberación, como el éxodo de los hebreos de Egipto, sino de sometimiento al Dios supremo. Cf. D. Masson, Monothéisme coranique et monothéisme biblique, DDB, Paris 1976; S. H. Nasr, Vida y pensamiento en el Islam, Herder, Barcelona 1985.

En una línea que parece más cercana al Islam,  la filosofía occidental ha interpretado el ¡Yo soy! en perspectiva de transcendencia (separación) y plenitud ontológica (el ser divino es lo absoluto). El Nombre de Dios pierde de esa forma su referencia salvadora (que era central en el Éxodo) para convertirse en expresión de la Realidad en cuanto tal. Yahvé deja de ser el Nombre de aquel con quien debemos dialogar de un modo personal y se convierte en Ser en sí (=Aseidad ontológica), es decir, el Ser Supremo, Esencia pura y plena, la primera de todas las esencias y conceptos. Decir Yahvé es decir Divinidad, el Ser más alto, la más perfecta realidad que puede ser pensada (San Anselmo).

[8] Éste será el argumento de fondo de esta Teología de la Biblia, en un camino que lleva del “soy el que soy” de Ex 3, 15 (zarza ardiente, poder liberador de los hebreos en Egipto) a Jesús que es Yahvé/Señor/Kyrios, dando la vida, es decir, muriendo por el Reino. Los cristianos reconocen la voz del Sinaí, pero añadiendo que el Yo soy de Dios, expresado en el Tú eres mi Hijo (con el paso del Ex 3, 14 a Mc 1, 9-11 par)  significa soy el que muero en (por, con) vosotros.

[9] Cf. A. M. Dubarle, La signification du nom du Yahveh, RSPh 35 (1951) 3-21; W. Eichrodt, Teología del AT I, Cristiandad, Madrid 1975, 163-208; P. van Imschoot, Teología del AT, FAX, Madrid 1969, 36-60; R. de Vaux, Historia antigua de Israel I, Cristiandad, Madrid 1974, 315-348

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