Nos atrevemos a decir: Abba-Imma, Padre-Madre

Un Dios en dolores de parto (Rom 8)

ABBA-IMMA
    En estos tiempos de pandemia, muchos nos preguntamos por Dios. ¿Dónde está ese Padre‒Dios, que puede liberar a hijos de la “peste” y no lo hace? ¿Qué padre o que madre del mundo dejaría que sus hijos se infectaran?

 Esa pregunta no tiene fácil solución… pero hay al menos caminos para plantearla mejor y uno de ellos consiste en volver a la Biblia, es decir, a la historia de Jesús, descubriendo allí al Dios Padre-Madre, como dice la imagen del libro:

  1. Dios Padre no es una “omnipotencia” externa, que se impone y nos arrastra por la tierra desde fuera, sino que es Madre y Vida en nuestra propia vida, compartiendo con nosotros lo que somos y hacemos, esto es, lo que sufrimos, en un mundo que según dice Pablo (Rom 8) está sufriendo en dolores de parto.
  2. Formamos parte de los dolores de parto de Dios, que es para nosotros (y en nosotros) Padre‒Madre, en un mundo biológicamente limitado (y enriquecido) por la muerte, es decir, en una finitud abierta al amor de lo divino  que se encarna en el amor de unos hombres hacia otros, en formas búsqueda y noviazgo, de solidaridad y entrega de los unos a los otros.
  3. Este es un mundo en estado naciendo, y así lo ha hecho Dios, porque él es así, en sí mismo y en nosotros,  un Dios-mundo naciente de tempestades de vida, como puso de relieve el libro de Job. Las limitaciones y dolores no nos llegan de fuera, son nuestra forma de ser (=la forma de ser de Dios en sí y en nosotros),  conviviendo no sólo con leones y leopardos (a los que hemos metido sin más en los zoológicos), sino con diversosvirus, a los que no podemos domar tan fácilmente.  Éllos no está fuera, son parte de nuestra existencia, en conexión con plantas y animales en un mundo que tiene y es "belleza y amor de Dios" en finitud, en limitaciòn

            Podría seguir formulando más y más teorías, todas ellas problemáticas… Pero prefiero recoger aquí unas páginas de mi libro Abba‒Imma, sobre Dios en la Biblia, como meditación para este tiempo del Coronavirus:

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 1. Dios de los pobres y niños. Introducción.

 Jesús vivió en un mundo donde cada uno debía ocupar su lugar en un sistema dominado por sacerdotes (templo), ancianos (familias influyentes) y escribas (intérpretes de la Ley). Se decía entonces que el mismo Dios sancionaba ese orden, avalando la autoridad de sacerdotes, escribas y ancianos, con unos padres de familia que eran representantes de la tradición organizada, portadores de la voluntad de Dios.

Pero Jesús invirtió ese esquema. No criticó directamente el orden de sacerdotes, escribas y padres-varones, pero la ignoró, como si no le importaran esas jerarquías, ajenas a Dios y al despliegue de la vida humana.

No fue un legislador atento a las diferencias sociales, ni hombre de Estado, cuidadoso en trazar rangos y funciones, ni organizador de la familia tradicional, sino hombre de la vida, profeta de la fraternidad, insistiendo de un modo especial en los marginados: Publicanos y prostitutas, leprosos y posesos, pobres y enfermos, sin estructura social protectora, sin “padre protector”.

 En ese contexto, en el que parece que no había un verdadero padre, con amor y compañía de madre, proclamó su mensaje, dirigido de un modo especial a los carentes de protección y garantía social, saliendo a buscar y acoger, curar y animar a los expulsados de la buena sociedad,  en las márgenes del pueblo, proclamando para ellos la palabra:

Bienaventurados los pobres, porque es vuestro el reino de los cielos. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados.Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis (Lc 6, 20.21).

 A esos pobres (carentes de padre: de medios de vida, de esperanza de futuro, de comida…) Jesús quiso situarles, con su proyecto y mensaje, ante el Padre de los cielos, no para evadirse de la tierra, sino para crear un camino de Reino. Ciertamente, habló del Padre Dios (no de Madre Dios), asumiendo la tradición israelita, pero él entiende al Padre de un modo inclusivo, no exclusivo: El Dios de Jesús es Padre por ser Madre. Así lo descubrió Jesús siguiendo la tradición de los profetas, abriendo un espacio y camino de vida para los niños (pequeños) a quienes él presenta como privilegiados de Dios (Mc 9, 33-37; 10, 13-16 par) con rasgos que son, al mismo tiempo, paternos y maternos. Desde ese Dios es que Padre siendo Madre  Jesús ha sabido vivir y ha vivido para los niños:

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Llegaron a Cafarnaúm y, una vez en casa, les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más grande. Y sentándose llamó a los doce  y poniendo al niño en medio de todos les dijo: El que quiera ser el primero, hágase el último de todos y el servidor de todos….  (cf. Mc 10, 13-16).

 Jesús aparece así como amigo de niños (como si fuera su madre). En ese contexto  podemos afirmar que su enseñanza sobre el Padre no es un dato marginal de su proyecto, sino expresión de su compromiso liberador y de su entrega a favor de los niños. Jesús ha sido amigo (protector, educador) de niños, asumiendo así una función que parece más materna que paterna, propia del mismo Dios, que es como madre: “De los que son como ellos es el reino de los cielos...”. Precisamente ahí, en relación a los niños que han de ser acogidos y crecer en manos de una buena Madre, se revela Dios Padre, que no sirve para avalar ningún sistema social o religioso de poder, sino para abrir a los niños un camino de vida.

 2. Abba, Imma. Dios Padre/Madre

 El Dios de Jesús es Abba porque es también madre,Imma, pues sin madre no hay verdadera madre, ni a la inversa. 

Las dos palabras (Abba e Imma) son inseparables, pues, en principio, el Padre depende de la Madre. En el centro del Nuevo Testamento se encuentra la palabra Abba, que Jesús ha utilizado en su oración, al referirse al Padre (cf. Mc 14, 36 par), y que la tradición posterior (cf. Rom 8, 14; Gal 4, 6) ha tomado como nota distintiva de su plegaria. Ésta es una palabra cetral de la Biblia Cristiana, pero ella sólo puede interpretarse a partir de la madre (Imma), que se la transmite al niño, aunque luego ella queda a veces en la penumbra.

Sólo cuando la Imma enseña al niño a decir Abba (ampliando su vinculación con ella), y cuando el niño dice así (Abba) podemos afirmar que la vida tiene sentido, que el niño se sabe enraizado en la marcha divina de la vida.

Diciendo Abba, el niño no se aleja de la madre, para caer en manos de un mal patriarcalismo, sino que penetra en la experiencia más honda de la madre, que pone al niño ante su padre. El niño no puede quedarse en la Imma, en un tipo de fusión inmediata con ella. Para que la vida del niño madure en riqueza y diálogo hace falta una madre  buena, no posesiva (una Imma de verdad)  que hace que el niño vaya al Abba, descubriendo y viviendo otra relación o, mejor dicho, entrando en la relación mutua del padre y de la madre, que será principio de todas las restantes relaciones (con los hermanos, con los otros).

Abba no es una palabra técnica, propia de discusiones eruditas, sino la más sencilla de todas las palabras, casi onomatopéyica, que el niño pronuncia y comprende en el mismo principio de su vida, al referirse cariñosamente al padre (abba), en unión (a partir) de la madre (imma) como primera de todas las experiencias que son, al mismo tiempo, profanas y sagradas. No es palabra aislada, que se entiende sola (sin ninguna otra), sino que forma parte de una relación doble: Imma-Abba, Madre-Padre. Por eso, tomada en sí misma, ella alude a un padre que no solamente incluye elementos de madre (padre materno, padre tierno), sino que sigue teniendo a su lado a la madre, de la que depende (la Madre es la que sigue haciendo que el hijo diga Padre).

Un Abba sin Imma no es sólo enfermizo sino contrario al evangelio, pues al lado del Abba ha de estar la Imma como iniciadora y testigo del Padre. Su misma cercanía (las dos palabras marcan el acceso del niño a la vida personal consciente) definen su identidad. Muchos han aplicado a Dios palabras muy sabias, como si hubiera que dejar la infancia para encontrarle, como si la experiencia del niño fuera incapaz de abrirnos a la hondura de la Realidad. Pues bien, Jesús ha vuelto de algún modo a la infancia (en ejercicio de intensa neotenia), recuperando ante Dios su primera experiencia de niño en brazos de la madre (Imma) que le lleva al padre, pudiendo decía así Abba (que es siempre Padre desde la Madre).

Otros no se han atrevido, Jesús, en cambio, lo ha hecho y de esa forma ha saludado a Dios de un modo intenso con la más fuerte de todas las palabras, aquella que los niños confiados y gozosos aprenden de boca de la Madre (Imma) para referirse al Padre (Abba) en quien creen y confían, sin dejar por eso a la Madre (sino todo lo contrario).

El niño madura a la vida caminando hacia el padre, pero sin perder a la madre, pues sólo por ella puede a hacer ese camino. Conocer a Dios resulta, para Jesús, lo más fácil y primero; no ha necesitado argumentos para comprender su esencia, no ha buscado demostraciones: Su madre María le ha enseñado a decir Abba y en el abba familiar (José) ha podido descubrir el rostro de Dios Abba, un Padre con madre o, mejor dicho, desde la madre.

La experiencia de Dios como Madre-Padre resulta inseparable del camino concreto, diario, de su vida. Jesús se ha confiado en Dios Madre-Padre y de esa forma ha vivido, dialogando con la tradición de su pueblo y de su entorno religioso pero, sobre todo, viviendo de un modo trasparente, ante el Dios que es madre-padre. No ha dejado de ser niño para hacerse mayor, sino que se ha hecho mayor profundizando en su experiencia de niño.

Cáliz de Sanación- (Dios Padre Madre) - YouTube

3. No os preocupéis…Don y tarea del Padre

 El punto de partida del mensaje de Jesús es el don del Padre; la conversión (transformación) del hombre vendrá después. Mirado así, el mensaje de Jesús resulta sencillo, asombrosamente claro, lo más simple y normal: Nos conduce de nuevo, como a niños, con la ayuda de la madre, al lugar del verdadero nacimiento, al gozo y presencia del Padre. Otros personajes religiosos, históricos o simbólicos (Daniel, Henoc, Esdras…) habían realizado largos “viajes” para encontrar a Dios, Señor de Espíritus, envuelto en Halo de Misterio, Anciano de Días. Jesús no los ha hecho, sabe que Dios está a su lado:

 Por eso os digo: No os preocupéis por vuestra vida ¡qué comeréis, qué beberéis! ni por vuestro cuerpo ¡qué vestiréis! ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad a los cuervos, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y Dios les alimenta. No sois vosotros mucho más valiosos que ellos?...   (Lc 12, 22-32; cf. Mt 6, 25-33).

 Éste pasaje nos sitúa ante el principio de la vida (cf. Gen 1-3), para descubrir allí la mano bondadosa de un Dios Padre, que realiza acciones y gestos maternos: Alimenta y viste a los hombres, como Madre que da leche al hijo y que le abriga, para que pueda así crecer y madurar sin miedo. Pues bien, cuando Jesús compara a los hombres con cuervos (Mt: aves) que no siembran y con lirios que no hilan, lo hace precisamente para marcar la diferencia, dentro de las semejanzas; aves y plantas no trabajan, pero los hombres han de hacerlo (sembrar, hilar...), aunque sabiendo que en el fondo de todo, más profundo que el trabajo, está el gozo y confianza de la vida, que se funda en el Padre y en su don del reino.

La primera experiencia es la del Dios Creador, que cuida a los pájaros del cielo y a los li­rios del campo, apareciendo después como Padre de los pequeños, de aquellos que parecen más pobres y perdidos, como Fuente de Amor entrañable, principio de existencia, alimento y protección (vestido). Por eso, el evangelio es ante todo palabra de consuelo para hombres y mujeres agobiados y oprimidos (cf. Mt 11, 28), revelación de Padre/Madre, principio de vida. ­Por eso, en principio, situados ante el Padre/Madre, los hombres no tenemos que hacer nada, sino ser: Dejar que nos ame el Padre/Madre y nos ponga en camino de reino.

4.No llaméis a nadie Padre… en este mundo. Vuestro auténtico padre es distinto…

 En contra de un tratado de la Misna, que se titula Abot (Padres), Jesús no ha querido edificar una religión de padres humanos, ni ha justificado la buena tradición de los judíos observantes (buenos antepasados), sino que, en nombre del Padre Dios, ha proclamado la llegada del Reino, para todos y de un modo especial para los más necesitados. Por eso, sólo a Dios se la puede llamar Padre, como dirá la tradición de Mateo (interpretando la dinámica del menaje de Jesús):

 Pero vosotros no os dejéis llamar Rabino; porque uno es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el de los cielos. Ni dejéis que os llamen jefe, porque uno es vuestro Jefe, Cristo (Mt 23, 8-10).

 Este pasaje   refleja y expresa de un modo cortante el compromiso originario (el más antiguo) de Jesús, mostrando que la paternidad de Dios transforma las relaciones humanas, invirtiendo un patriarcado de dominio. Dios es Madre/Padre (dador de vida y libertad) y su presencia no puede expresarse a través de un poder superior de varón, sino por el amor de una comunidad de madres y hermanos, sin padres patriarcales.

Muchas religiones (un judaísmo antiguo, un cristianismo posterior) han sacralizado los poderes patriarcales (propios de sacerdotes, supervisores o rabinos), pero Jesús invierte esa tendencia, y por eso critica a los Rabinos (literalmente, grandes), que han tendido a presentarse como padres divinos. En contra de eso, la comunidad de Jesús sólo reconoce la autoridad del Padre Dios, que cuida de todos, en especial de los  más pequeños.

Desde ese fondo se entiende el texto donde Jesús condena a las  ciudades orgullosas de Galilea, que han rechazado su mensaje porque no quieren escuchar la voz del Padre Dios, que acoge y ama a todos: Ay de ti Corozaín, Betsaida, Cafarnaum...! (Mt 11, 20-24). Ellas buscan su propio prestigio, no les importa Dios Padre. Así dice Jesús que sigue: 

 Yo te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, pues has ocultado esto a sabios y entendidos, y lo has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues que esta ha sido tu voluntad (Mt 11, 25-26; cf. Lc 10, 13-15).

 Frente a los sabios y entendidos, representados por un tipo orgullosos galileos, se sitúan ahora esos pequeños, que han acogido la palabra y salvación de Dios. Por eso alaba Jesús a Dios Padre, Señor universal, agradeciendo su amor. La manifestación de Dios Padre que rompe la dinámica de “poder” de las ciudades galileas, que habían rechazado la buena nueva de Jesús para los pobres.

Vivimos así en manos del amor del Padre…, como testigos finitos del amor infinito, siendo así capaces de vivir y expresar el amor en medio de estos tiempos duros de “coronavirus”. Éste es el riesgo que Dios ha tomado al hacernos, es decir, al hacerse vida de amor en un mundo finito, limitado, de virus y bacterias…

   Ésta es nuestra vocación y nuestra tarea: Ser amor en tiempos de coronavirus, amor en acogida y don, amor de Madre que nos permite descubrir al padre. Amor de protección y compromiso, amor de Padre,  que nos lleva de nuevo a la madre… Amor al fin de amante enamorado, de novio y novia, como dice el profeta Oseas y Jeremías, con el Cantar de los Cantares.

   En este mundo así, de Coronavirus, podemos atrevernos a vivir, sabiendo que somos regalo de vida, recibido para compartirlo.

   Éste es el argumento central de mi libro sobre Dios Padre‒Madre, Abba‒Imma, cuya portada en castellano he puesto al principio. Ahora pongo aquí la portada de la traducción italiana, añadiendo la “recensión”  o comentario que le ha dedicado Adriana Valerio, en la Revista oficial de la Universidad Gregoriana.

 GREGORIANUM, VOL. 101 (2020) FASC. I: RECENSIONES

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Pikaza, Xabier, La storia di Dio nella Bibbia. Dio come Padre e come Madre, GDT 405, Queriniana, Brescia 2018; pp. 152. € 17,00. 

 (Supongo que no hará falta traducción. Si pasáis por el texto el traductor de vuestro PC obtendréis un castellano bastante bueno).Il teologo basco Xabier Pikaza, in questo agile saggio tradotto da Laura Majocchi nella collana «Giornale di Teologia», racconta la storia e il significato dei nomi di Dio presenti nella Bibbia mostrando particolare attenzione agli aspetti paterni e materni di Jahvé e dei quali gli ebrei hanno fatto esperienza. Il libro si articola in sette capitoli, i primi quattro dedicati al Primo Testamento, gli altri al messaggio di Gesù e al pensiero di Paolo.

Pikaza parte dal presupposto che la realtà umana procede dall’incontro personale tra madre e padre e deve constatare, purtroppo, che nelle culture antiche il Padre ha preso il sopravvento sulla Madre dimenticando che lei è il primo segno della presenza  di Dio, la primigenia esperienza nella quale la persona umana si radica. Il contesto  biblico, pur inserito nelle società patriarcali, fa emergere, tuttavia, volti diversificati di Dio.

Il Pentateuco, per esempio, ci parla di Jahvé sia come Signore trascendente, sia come potere infinito d’amore che agisce in modo personale (cap. 1. Jahvé, Dio di Israele. Pentateuco). Per gli israeliti Jahvé è invisibile, non ha sesso e non ha nome, ma, comunque, è presenza salvifica, fonte di amore liberatrice; creatore trascendente (sempre al di là) e nello stesso tempo mano potente che libera gli oppressi: «Non lo vediamo, ma ci parla; non ha un volto, ma ci accompagna» (p. 18). A Mosè non si presenta con un nome identitario, ma come «Colui che è» (Es 3,13-15), nome di un cammino, garanzia di una presenza che si fa immanente attraverso la storia del suo popolo.

L’immagine del Dio potente, legata alla tradizione regale e messianica, che pone in risalto il lato forte di Dio padre che genera e avalla il potere del re (cap. 2. Padre potente. Esperienza messianica), è affiancata e mitigata dal messaggio profetico che mette in luce l’aspetto più cordiale di Dio come «Padre-Materno degli oppressi » facendo emergere i suoi lati più teneri e misericordiosi (cap. 3. Padre-Madre. Un  messaggio profetico). Dio non ricorre al potere per imporsi ma alla «forte debolezza dell’amore» (Os 11,1-4). È amico che offre amore (Os 2); è sposo/a che ama in maniera appassionata (Is 62,1-5); è padre-madre che soffre per i suoi figli (Ger 31,20); è Madre che ama il figlio delle sue viscere (Is 49,13-17): è Padre che si muove a tenerezza (Is 66,10-43), che trionfa con l’amore, ricco di misericordia, pieno di compassione che sgorga dal suo ventre materno.

Infine, l’immagine di Dio che emerge durante il giudaismo (cap. 4. Creatore e Padre. Il Dio del giudaismo) è, invece, legata piuttosto a un’esigenza di giustizia che proietta in lui da una parte il timore del giudizio finale (il Dio apocalittico di Daniele) da un’altra la fiducia nella sua Sapienza che tutto dirige e accompagna.

La novità di Gesù (cap. 5. Il messaggio di Gesù: Abbà, Padre) è per Pizaka quella di parlare di Dio Padre — secondo la linea della tradizione israelitica — ma con una modalità inclusiva: «Il Padre di Gesù non si oppone alla Madre, ma, anzi, ha le caratteristiche di una madre» (p. 79). Dunque le due parole, abbà (papà) e immà (mamma), vanno prese nella loro indissolubile relazione. «Solo quando l’immà insegna al bambino a dire abbà (papà) possiamo dire che il bambino sa di essere educato nel cammino divino della vita entrando nella relazione reciproca del padre e della madre» (p. 82). Gesù ci presenta un Dio Padre materno che dà i suoi doni perché ci ama al di là dei nostri meriti. La parabola del padre misericordioso — che Pikaza chiama efficacemente «La parabola del padre che ama i suoi due figli» (Lc 15,25-32) — sottolinea questa immagine di un Dio, fonte di amore, guidato dal suo «utero misericordioso».

Anche la preghiera del Padre Nostro mostra Dio non come un giudice severo ma, piuttosto, come un padre che perdona; non il Signore che sottomette ma la «Madre- Padre» che accoglie i figli ai quali è chiesto di perdonarsi tra di loro. In questa prospettiva si supera radicalmente l’immagine sacrale della religione perché «i seguaci di Gesù non hanno bisogno di un santuario o di un sacerdozio legale, in quanto possono dialogare direttamente con Dio con totale fiducia» (p. 93). Dio è datore di vita e di libertà, la cui presenza non si manifesta attraverso un potere superiore maschile (i sacerdoti, i rabbini, i capi), bensì mediante l’amore di una comunità di figli e figlie di un unico Dio Padre-Materno.

Gli ultimi due capitoli (cap. 6. Morire per Dio, nascere dal Padre e cap. 7. Padre di nostro Signore Gesù Cristo) ampliano queste considerazioni sull’essere comunità a immagine di un Dio «Madre-Padre». Gesù stesso appare l’incarnazione della Sapienza femminile di Dio (Pr 9,4-6; Sir 24,18-20); portatore del «giogo soave» della Sapienza materna di Dio (Mt 11,28-29). Lui, che non può fare affidamento sul tempio né sui suoi sacrifici, mette la propria vita nelle mani di questo Padre-Materno, cosicché la morte non risulta un fallimento, ma la Rivelazione dell’amore di Dio. Sarà soprattutto Paolo a superare la schiavitù dei falsi padri per scoprire e invocare il vero Padre che ci rende liberi e fratelli, che soffre i dolori del parto, che genera e dona il Figlio. Gesù è il figlio unigenito — non in quanto maschio, ma in quanto essere umano — che abita, come dice Giovanni, nel seno-utero del padre, seno d’amore intimo (Gv 13,25).

Di fronte al Dio della Legge, al Signore risentito o al giudice lontano, Paolo ha definito Dio «Padre della consolazione» i cui attributi sono più legati alla simbologia materna che paterna. E ci presenta un Dio che apre ai credenti un cammino di libertà all’interno di una comunità-chiesa che deve avere come principio l’unità d’amore.

Il testo di Pikaza è piacevole nella lettura, chiaro nell’esposizione, efficace nei contenuti. Manca forse un aspetto critico nei confronti della rappresentazione del Dio «maschio» che tanta incidenza ha avuto nella nostra teologia e nelle nostre chiese. Dovendo presentare un volto materno del Padre, l’autore, infatti, ha necesariamente ridimensionato e sfumato le immagini del Dio unico e onnipotente, che esercita il dominio sugli esseri umani che devono a Lui sottomissione e timore: un Dio guerriero, monarca assoluto, descritto e narrato in molti passi della Scrittura con i caratteri del potere maschile tipico delle culture patriarcali. Ha preferito recuperare, attraverso il messaggio di Gesù, quel volto dimenticato del femminile presente nel Trascendente, sede della vita, dell’accoglienza e della compassione, e reso visibile non nel «potere dei nostri santuari», ma nelle azioni compiute per la liberazione degli oppressi, lasciando all’umanità la responsabilità etica delle proprie azioni.

Adriana Valerio

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