Despeñarle por la roca. Una historia de persecuciones, desde la Biblia hasta la "guerra" española

He presentado hace dos días el pasaje de Lc 4,21-30,donde se cuenta la "persecución" de la "masa" nazarena en contra de Jesús, a quien intentan "ajusticiar" por linchamiento, despeñándole por la roca.

El tema de la persecución constituye una de las claves de la visión (e historia) bíblica del hombre, desde los salmos hasta las cartas de Pablo. Más aún, muchos aseguran que la historia de la humanidad es una lucha entre perseguidores y perseguidos, desde la toma de Jerusalén (587 a.C.) hasta la guerra española del 1936-1939, con la shoah judía del 1939-1945. Me ha interesado desde antiguo el tema. En ese contexto presento hoy unas reflexiones de conjunto sobre el sentido (sin-sentido) y actualidad de la persecución,  como un componente trágico de la historia humana.

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Introducción 

Uno de los elementos que mejor definen la trayectoria bíblica es la experiencia de persecución, en sus varias formas, activas y pasivas. Hay persecución activa allí donde la misma Biblia pide a los creyentes que exterminen o expulsen de la tierra de Israel a los pueblos enemigos, a los pueblos y personas que no aceptan al Dios de la alianza (→ pacto de conquista, Jehú, Elías).

Pero la persecución dominante en la Biblia es de tipo pasivo y se expresa allí donde los creyentes, que no forman un imperio o grupo de presión dominador, acaban siendo perseguidos. Éste es un tema básico, tanto en los → libros apocalípticos, cuyos portadores se sienten perseguidos por espíritus e imperios perversos, como en los libros proféticos y sapienciales del Antiguo Testamento, cuyos respresentantes (→ Siervo de Yahvé, justo) son también perseguidos y ha venido a culminar en → Jesús (perseguido y asesinado).

La Biblia no es un manual de vencedores, sino todo lo contrario: una guía para perdedores y excluidos de la gran vida social. Precisamente en ellos, en los oprimidos, se revela la justicia y el futuro de Dios, como sabe el

(1) De la lucha entre todos a la persecución de los distintos.

En ese contexto se sitúan las palabras fundamentales de la tradición evangélica sobre la persecución:

«Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y en sus sinagogas os azotarán, os llevarán ante gobernadores y reyes. Pero cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué hablaréis. Pues no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre.... El hermano entregará a muerte a su hermano, y el padre a su hijo. Se levantarán los hijos contra sus padres y los matarán. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre. Pero el que persevere hasta el fin, éste será salvo» (cf. Mc 13, 9-13; Mt 10, 17-22).

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Jesús ha quebrado los modelos de poder que actúan en el mundo, modelos de talíón o justicia violenta donde, estrictamente hablando, no hay persecución sino violencia de todos contra todos. La persecución estrictamente dicha empieza cuando uno de los componentes del grupo social no tiene poder para oponerse con violencia o no quiere hacerlo, quedando así en manos de los violentos. En ese momento, lo que era lucha por la vida, probablemente en un nivel de equilibrio (de grupos iguales que combaten entre sí), se convierte en persecución de todos (de los fuertes) sobre los débiles o, mejor dicho, sobre aquellos que renuncian a defenderse. En ese sentido, la persecución implica un desequilibrio radical, es una especie de desnivel donde algunos, los que se creen dueños del poder, lo ejercen y despliegan imponiéndose sobre los otros

La persecución es el gesto propio de los portadores de un poder o ley que se sienten capaces de imponerse sobre los que piensan y viven de un modo distinto, quizá porque tienen miedo de ellos. Pueden hacerlo de un modo que parece legal: el hermano entrega al hermano, el padre al hijo, poniéndole en manos de la autoridad competente, para que le juzgue y/o mate. Pero pueden hacerlo también de un modo incontrolado: se alzarán los hijos contra los padres y los matarán…; estos hijos no siguen un proceso legal, sino que se dejan llevar por el vértigo de la violencia y para mantener su autoridad deben linchar a los padres que la ponen en riesgo, repitiendo el asesinato primigenio.

(2) El evangelio, manual de perseguidos.

Los grandes movimientos sociales, tanto en un plano social como político y militar, han sido creados y están entrenados para la lucha, una lucha entre grupos más o menos semejantes. Pero Jesús no ha preparado a sus discípulos para la lucha, sino para el amor gratuito; y de esa manera les ha dejado, gratuitamente, en manos de aquellos que poseen el poder, que se sienten amenazados y se defienden a sí mismos, defendiendo con violencia su propia realidad sagrada, sea en plano judío (sanedrines), sea en plano gentil (reyes).

Jesús sabe que toda persecución es en el fondo una lucha familiar, dirigida por aquellos que buscan el poder y que se instituyen a sí misma como instancia de poder frente a los que buscan y exploran caminos distintos de vida, en gratuidad, más allá del poder, por encima de la violencia. Allí donde unos y otros apelan al poder y responden con violencia no hay, sino batalla, de un tipo de guerra de todos contra todos. Sólo allí donde algunos renuncian a la guerra (porque no quieren, porque no pueden) viene a darse la persecución. Esto es lo que Jesús ha prometido a sus discípulos. Por eso les dice:

«Os mando como ovejas en medio de lobos; guardaos de los hombres; sed inteligentes como las serpientes, sencillos como las palomas» (Mt 10, 17).

En un mundo hecho de lobos, los que quieren comportarse como ovejas tienen que ser y son como palomas, en manos de las águilas rapaces. Pero pueden y deben ser también phronymoi, inteligentes, como las serpientes, es decir, capaces de esconderse, de actuar de un modo distinto: la inteligencia de los perseguidos es la inteligencia que se vincula a la debilidad y a la supervivencia, a la adaptación bondadosa y creadora. Esta inteligencia está vinculada al deseo de no imponerse, de no sobresalir en los foros y en los campos de batalla del poder; esta es la inteligencia de los grupos que con-spiran desde abajo, pero no para destruir el sistema (desde el resentimiento de los cobardes o desde el doble juego de los grupos secretos), sino para introducir amor en el sistema y para trasformar la realidad, como semilla oculta, sin que se vea (Mc 4, 26-29).

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(3) Persecución y Espíritu Santo…

Jesús dice a los perseguidos que no se preocupen de preparar su defensa con las razones sabias del mundo, pues tienen alguien que les defiende de manera más profunda: tienen la fuerza del Espíritu de Jesús que les asiste e inspira, haciéndoles testigos de su pascua (Mc 13, 11). Los perseguidores tienen la fuerza bruta. Los perseguidos tienen la → palabra, que se puede expulsar, pero que no puede ser vencida (Jn 1, 10-13). El evangelio no necesita defenderse por la fuerza externa, porque tiene la palabra. Vale por sí mismo, sin apoyarse en ejércitos ni juicios. Posee la autoridad del Espíritu Santo, que es fuente de gracia salvadora, actuando a través de la palabra de los perseguidos. Este descubrimiento de la Racionalidad (Verdad) del Espíritu Santo como presencia de Dios, que se opone a los hombres que persiguen a Jesús (a sus creyentes), constituye la experiencia básica del evangelio y vincula, de manera sorprendente, la inteligencia (casi astucia) de la serpiente, que actúa desde abajo, con la claridad y amor del Espíritu Santo, que actúa desde el mismo centro de la vida (→ paráclito).

De esa forma se expresa la más alta racionalidad de la víctimas, la verdad de los que han sido sacrificados a lo largo de la historia, que, según el evangelio, ha sido revelada por Jesús:

«Por tanto, mirad; yo os envío profetas, sabios y escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas y perseguiréis de ciudad en ciudad, de manera que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el santuario y el altar» (Mt 23, 34-35).

Éste es el mensaje que Jesús dirige a las autoridades de Israel (o de cualquier poder del mundo). Este es el mensaje de sus profetas-sabios-escribas, es decir, de los hombres y mujeres que no tienen más poder que la palabra que revela y dialoga, que dice y comparte. Frente a esa palabra débil se eleva el poder de los que matan, de todos los que han matado y siguen matando, desde el tiempo de Abel hasta el tiempo de Cristo.

Pues bien, los que matan se destruyen en el fondo a sí mismos, mientras se eleva sobre el mundo, por la fuerza del Espíritu santo, desde el mismo Cristo, el perseguido, la voz de amor de los perseguidos, que no responden con violencia a la violencia, sino que pueden crear y crean un mundo más alto de gratuidad, que no se funda en el veneno de las serpientes destructoras (cf. Mt 23, 33), sino en la capacidad de aguante de las buenas serpientes de Mt 10, 17, que con-spiran en el mejor sentido de la palabra: que comparten el Espíritu de vida, desde el subsuelo de los condenados de este mundo. 

4) 2 Timoteo. Pablo, el perseguido de Cristo.

La segunda carta de Pablo a → Timoteo ofrece una visión de conjunto de la historia y sufrimientos de Pablo que, para transmitir a los creyentes su aliento de evangelio, vuelve a recordar sus primeros «trabajos»:

«Tu seguiste mi enseñanza, mis proyectos, mi fe y paciencia, mi amor fraterno y mi aguante en las persecuciones y sufrimientos, como aquellos que me ocurrieron en Antioquía, Iconio y Listra. ¡Qué persecuciones padecí! Pero de todas me sacó el Señor. Pues todo el que se proponga vivir como buen cristiano será perseguido» (2 Tim 3, 10-12).

Pablo recoge así unos recuerdos y sufrimientos que conocemos por Hechos (cf. Hech 13-14) y que ahora se pueden condensar en la sentencia final: «Todo el que se proponga vivir como cristiano será perseguido». De esa forma asume el argumento de Col 1, 24-25, donde se afirmaba que Pablo debía «completar» los sufrimientos de Cristo. Ciertamente, sigue siendo un hombre bien concreto. Han sido reales sus dolores, recordados para siempre en la memoria de la iglesia. Pero más que su figura aislada, importa ahora su ejemplo y enseñanza, en la línea de aquello que Cristo había dicho:

«Yo le mostraré todo lo que él debe padecer por mi nombre» (Hech 9, 16). La persecución constituye un elemento esencial de la condición cristiana, pues los fieles de Jesús no aceptan un sistema que combate a la violencia con violencia y así quedan a merced de los poderes del sistema, que mata o encierra en la cárcel a sus adversarios.

«Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David, conforme a mi evangelio, por el cual sufro hasta llevar cadenas como un criminal; pero la Palabra de Dios no está encadenado. Por eso lo soporto todo por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación de Cristo Jesús, con la gloria eterna. Esta es la palabra digna de confianza: Si morimos con él, viviremos con él; si perseveramos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará. Pero aunque seamos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2, 8-13).

Estas palabras condensan la más alta teología de la persecución. Desde el ocaso de su vida, eleva su voz Pablo encarcelado, sujeto con cadenas, como fiera peligrosa (cf. 2 Tim 1, 8), a la que quieren impedir que hable. Pero Pablo reacciona de manera fuerte: ¡La palabra no está encadenada! Se podrá matar al hombre, se podrán ahogar las voces de los mártires; pero la voz de Dios que actúa en Cristo no podrá quedar cerrada en una cárcel. Esta paradoja nos lleva al principio de toda persecución, que es el misterio de Cristo muerto y resucitado. Cristo mismo muere en los suyos, como dijo a Pablo en el camino de Damasco: «Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?» (cf. Hech 9, 4).

Eso significa que ningún perseguido muere solo, sino que participa del destino de Cristo: «Si morimos con él, viviremos con él» (2 Tim 2, 11; cf. Rom 14, 8). En el principio de toda persecución se encuentra Cristo, «si morimos con él...». Pues bien, unido a Cristo, Pablo puede presentarse también como modelo para el resto de la iglesia. De esa forma, su misma existencia de apóstol se ha vuelto mensaje: «Por eso lo soporto todo por los elegidos...» (2 Tim 2, 10).

El sufrimiento de Pablo ha servido y sirve para sostener en el dolor a los creyentes, para mostrarles el camino de Jesús, para alentarles en la prueba. Pablo no ayuda a los presos liberándoles de la cárcel (como podía suponer la tradición de Lc 4, 18-19), sino sufriendo con ellos. El anciano apóstol de las gentes ya no predica el evangelio por los pueblos y ciudades del imperio, pero su misma vida se ha vuelto pregón y mensaje, pues ya no hay distancia entre lo que dice y lo que hace, lo que anuncia y lo que representa, de manera que podría afirmar «ya no vivo yo, sino que es Cristo el que vive en mí» (Gal 2, 20). De esa forma, ha podido convertirse en modelo para los creyentes:

«Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos... según mi evangelio, por el que padezco hasta llevar cadenas, como un malhechor, pero la Palabra de Dios no está encadenada» (2 Tim 2, 8-9). Jesús ha resucitado, rompiendo las cadenas de la muerte. También Pablo, encadenado y preso por Jesús, es portador de una Palabra que rompe las cadenas. Externamente está apresado, pero puede anunciar y anuncia un camino de libertad desde la cárcel, por medio de su carta, a través de sus amigos como Timoteo.

(5) 2 Timoteo. Historia de Pablo, el perseguido. Pablo ha sufrido con angustia el abandono de sus discípulos (2 Tim 1, 15), pues ninguno ha tenido el valor de presentarse en su defensa: les ha vencido el miedo y todos le han dejado (2 Tim 4, 16). Lo mismo que Jesús, Pablo tendrá que asumir la muerte sólo. A pesar de ello, desde esa soledad, el viejo apóstol reconocerá algunos han estado a su lado, como los de la casa de Onesíforo (2 Tim 1, 16-18). Por eso, aunque muchos le hayan abandonado, desde una cárcel, Pablo puede seguir confiando en el Dios de Jesús: «El Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas» (2 Tim 4, 17). Pablo sabe que Dios mismo ha descendido hasta su cárcel, como indicaban las viejas historias de la tradición israelita (→ José en Egipto, → Daniel en el foso de los leones, los tres jóvenes en el horno de fuego) y sobre todo la historia de la pasión de Jesús. De esa manera, lo que parecía impedimento se ha vuelto principio de libertad para el evangelio, pues Pablo está dispuesto a morir, sabiendo que su muerte es principio de libertad: «Por lo que a mí me toca, yo ya estoy próximo a ser sacrificado. El tiempo de mi ofrenda o destrucción está cercano. He combatido el buen combate, he acabado la carrera, he guardado la fe. Ahora me guarda la corona de justicia, la que me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Tim 4, 6-8).

Externamente emplea un lenguaje de persecución y sacrificio –derramar la sangre, ser destruido, pero los motivos de violencia, imposición o amenaza desaparecen. Un mártir del evangelio no muere porque un tirano decida matarle, empleando para ello la violencia del sistema, sino porque ha terminado su tarea, ha corrido hasta el final en la prueba de la vida y el mismo Dios ha decidido ofrecerle su corona de la gloria. Ante ese descubrimiento de Dios, ante el amor del Cristo, todos los restantes motivos pasan a segundo plano. Pablo encarcelado, al que pronto matarán, viene a presentarse como signo de evangelio y así se le comunica a Timoteo: «No te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni tampoco de mí, su encadenado, sino al contrario sufre tu también conmigo por el evangelio, según el poder de Dios» (2 Tim 1, 8).

«Comparte las penalidades como buen soldado del Cristo Jesús... El labrador que ha sufrido trabajando es el primero que tiene derecho a los frutos» (2 Tim 2, 3.6). Estas son las instrucciones del anciano mártir, estas sus comparaciones. La comparación del labrador nos sitúa en el centro del enigma de una vida cósmica que es fatigosa, en el camino de una humanidad que sólo consigue los frutos de la tierra con trabajo. En ese contexto se añade la imagen del soldado de Cristo, que aquí sólo tiene un sentido metafórico: la vida del legionario romano estaba llena de penalidades; penosa es también, pero en otro sentido, la existencia de los discípulos del Cristo, que han de estar dispuestos a ser perseguidos sin perseguir, a ser encarcelados y matados, sin querer ellos la cárcel ni la muerte para otros.

 (cf. G. Barbaglio, Pablo de Tarso y los orígenes cristianos, Sígueme, Salamanca 1989; J. Gnilka, Pablo de Tarso: apóstol y testigo, Herder, Barcelona 1998; R. Girard, El chivo emisario, Anagrama, Barcelona 1983; La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1983; El misterio de nuestro mundo, Sígueme, Salamanca 1982; X. Pikaza, Dios preso, Sec. Trinitario, Salamanca 2005).

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Persecuciones, lista de. El tema de las persecuciones, vinculado al origen del cristianismo (pasión* de Jesús), aparece en algunos textos fundacionales del NT (Marcos, cartas de Pablo, Apocalipsis). La tradición posterior viene hablando de diez persecuciones de Roma contra la Iglesia (como las diez plagas de Egipto: cf. Ex 6-15), pero ése es un número simbólico, y aquí destacaré sólo las primeras, empezando por la de Nerón, para llegar, ya fuera del tiempo de la fijación del NT, a las últimas y más organizadas, del siglo III d.C. (del 202 al 313 d.C.).

(1) Persecuciones ocasionales. En principio, las persecuciones romanas fueron de tipo esporádico, motivadas por circunstancias concretas o por la falta de seguridad legal de los cristianos, que empiezan a visualizarse como distintos de los judíos.

64-68 d.C. Nerón, martirios de Pedro y Pablo. Tácito presenta a los cristianos como chivo expiatorio del emperador: (cf. Tácito, Anales 15, 44). «Para acabar con los rumores (de que él mismo había mandado incendiar Roma), Nerón presentó como culpables y sometió a los más rebuscados tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos, aborrecidos por sus ignominias… El caso fue que se empezó por detener a los que confesaban abiertamente [que eran cristianos]; y luego, por denuncia de aquellos, a una ingente multitud, y resultaron convictos no tanto de la acusación del incendio cuanto de odio al género humano (odio humani generis)». Así lo ratifican, de un modo indirecto, las afirmaciones de 1 Clem 5-6, que hablan del martirio de Pablo y de Pedro.

90-96 d.C. Domiciano, culto Imperial. En los últimos años de su reinado, Domiciano exigió que rindieran culto al emperador, como forma de cohesión política. Al no aceptarlo, los cristianos corrían el riesgo de ser perseguidos, como supone Ap Jn y 1 Pedro. En este contexto se pone de relieve la oposición entre el culto al César y el culto a Cristo.

109-111 d.C. Trajano, persecución en Bitinia, por acusaciones populares. En ese tiempo se introduce la primera “ley” indirecta contra los cristianos. Plinio el Joven, gobernador de la zona, escribió a Trajano, sobre la forma de actuar con los cristianos, pues había recibido acusaciones contra ellos, e, investigando el caso, con torturas, descubrió que eran gente buena, aunque “supersticiosa”, y que el único daño que hacían es juntarse a rezar y adorar a Cristo en la noche del sábado al domingo. Trajano le responde que no debe buscar a los cristianos, ni recibir acusaciones anónimas contra ellos, pues eso es una cosa "indigna de nuestra época". Pero si otros les acusan y ellos (los cristianos) no se retractan deben ser castigados, como peligrosos para la sociedad, pues está en juego el orden público. En ese contexto se sitúan los últimos escritos del NT y quizá también el martirio de Ignacio de Antioquía y compañeros (120-130 d.C.), a quienes acusan de crear disturbios.

161-180 d.C. Marco Aurelio, persecuciones esporádicas. Fue en principio un emperador ilustrado, enemigo de injusticias, de manera que, en su tiempo, no se puede hablar de persecución general. Pero siguió creciendo en muchos lugares el odio contra los cristianos, a los que se acusaba de ateos y asociales, de manera que hubo persecuciones concretas, como muestra el martirio de Policarpo (cuyas actas se conservan), con la memoria de diversas iglesias perseguidas, desde Lyon en Francia, hasta las fronteras orientales del Imperio Romano, pasando por Roma y Alejandría.

(2) Siglo III d.C. Persecuciones organizadas. Sólo en el siglo III, del 202 al 313, se dieron persecuciones de conjunto contra los cristianos, a los que se visualiza ya como enemigos del Imperio Romano, de manera que aparecen con frecuencia como una especie de chivo expiatorio en el que se descarga la violencia.

ANTONIO MONTERO. HISTORIA DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN ESPAÑA. (Libros de Segunda Mano - Religión)

202-210 d.C. Septimio Severo, persecución como política imperial. En este tiempo se inicia la primera persecución unitaria y global contra los cristianos (y judíos) a quienes se acusa de hambre, peste y, sobre todo, de violencia social, de manera que se les prohíbe que difundan sus religiones (debiendo mantenerlas en privado). Los judíos resistieron mejor (pues no difundían su religión). Los cristianos que la extendían (no se encerraban en un grupo separado) quedaron a merced de acusaciones particulares y de la respuesta organizada de muchos funcionarios imperiales.

235-238 d.C. Maximino el Tracio, persecución contra las élites cristianas. Siguiendo en la línea anterior, oprimió, castigo y mató de un modo especial a los obispos, a quienes miraba como responsables de la extensión del cristianismo. En este contexto, Ponciano e Hipólito, obispos de las dos comunidades de Roma, fueron desterrados a las minas de Cerdeña.

249-251 d.C. Decio, primera persecución universal, por motivos sociales y religiosos. A pesar de las presiones anteriores, el cristianismo se había extendido, de tal forma que Decio, emperador culto, amigo de las tradiciones sagradas de Roma, tenía miedo de que ellas se perdieran (perdiéndose el Imperio), y, para impedirlo, quiso restaurarlas, publicando un edicto por el que todos los ciudadanos estaban obligados a “sacrificar a los dioses” por la seguridad y honor de Roma. En este contexto murieron muchos cristianos (como Fabián, obispo de Roma); otros fueron torturados, como Orígenes, teólogo de Alejandría. Algunos consiguieron certificados (libelli) de haber sacrificado sin hacerlo. En ese tiempo surgirá el movimiento donatista (contrario a recibir en la iglesia a los que habían apostatado o fingido apostatar).

253-260 d.C. Valeriano, nueva persecución contra las élites. Siguió la política de Decio, exigiendo que todos los clérigos cristianos sacrificaran a los dioses del imperio, bajo castigo de exilio o de muerte. De un modo especial fueron castigados y eliminados muchos  cristianos más significativos (aristócratas y miembros de la administración). Entre los mártires se cuentan algunos obispos como Cipriano de Cartago y Sixto de Roma.

284-311 d.C. Diocleciano, última persecución. Fue un emperador eficiente en el plano económico, social y militar, empeñado en la “recreación moral” del imperio, que a su juicio debía fundarse sobre bases tradicionales (conservadoras), de tipo cultural y religioso. Por ello (instigado por algunos colaboradores como Maximino y Galerio), decretó una persecución general no sólo contra los cristianos, sino contra los fieles de otras religiones o cultos “no romanos”. Su intento fracasó, en plano social, personal y religioso. A su muerte quedará sellado el destino del cristianismo, como reconocerá poco después Constantino.

Cf. A. Mandouze, Le persecución dei primi secoli della Chiesa, en J. Delumeau (ed.), Storia vissutta del popolo cristiano, S. E. Internazionale, Torino 1985, 33-60; G. Jossa, I cristiani el'impero romano: da Tiberio a Marco Aurelio, D'Auria, Napoli 1991; J. Moreau, La persecuzione del cristianesimo nell'impero romano, Paideia, Brescia 1977; A. Ropero, Mártires y perseguidores, Clie, Viladecavalls 2010.

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