El director de Radio María Italia provoca incredulidad, miedo y rabia ¿Han llegado los últimos tiempos? La venida del Anticristo y la Pandemia

Coronavirus y apocalipsis
Coronavirus y apocalipsis

Unas declaraciones de Livio Fanzaga, Director de Radio María en Italia, han promovido una fuerte reacción de incredulidad, miedo y rabia en muchos círculos cristianos y no cristianos de Italia y de otros países.  Fanzaga ha dicho según la prensa, que:

"Esta epidemia es un proyecto del diablo que a través de las mentes criminales prepara un golpe médico o mediático". (Este proyecto está)  destinado a "debilitar a la humanidad, ponerla de rodillas", pretendería establecer pronto "una dictadura sanitaria y cibernética".

   He expuesto hace unos días mi visión médica, antropológica y religiosa  de la pandemia en estas páginas de RD, y no quiero repetir lo allá dicho. Pero Livio Fanzaga es un "viejo amigo", y yo mismo traduje al castellano su libro Dies Irae. Los  días del Anticristo. Acabo de publicar además un libro sobre el tema, con tesis distintas de la suya, cf.  La palabra se hizo carne. Teología de la Biblia.

  Expondré en un próximo día el sentido de la "historia" (carne"de Dios, del Anticristo y de Cristo) conforme a la Biblia y a la situación actual del mundo. Pero antes, en honor a la verdad "exaltada" de L. Fanzaga, quiero recoger aquí las conclusiones de su libro sobre el Anticristo

¿HAN LLEGADO LOS TIEMPOS DEL FIN? CONCLUSIONES DEL LIBRO DE L. FANZAGA 

Habiendo llegado al final de este gran fresco, rico de sugerencias y enseñanzas, resulta oportuno concluir ofreciendo al cristiano exigente un cuadro doctrinal seguro, que le ayude a realizar un trabajo de sabio discernimiento, en un momento en que los mensajes de proveniencia incierta y doctrina dudosa corren el riesgo de desviarle. Se trata de evitar, por una parte, un comportamiento simplista, que no se ocupe de la perspectiva de esperanza que caracteriza la fe cristiana y, por otra parte, de mantener una actitud de confianza respecto al futuro, sin caer en catastrofismos angustiosos, típicos sobre todo de las sectas.

Hemos hablado ya mucho de la visión católica sobre el fin del mundo. Pues bien, ahora queremos sintetizar los elementos seguros, tal como emergen de la reflexión de la Iglesia sobre la Palabra de Dios. La meditación sobre los tiempos del fin ha estado siempre viva en la Iglesia, la cual ha propuesto desde el comienzo una doctrina segura sobre ese tema, a fin de ayudar a los creyentes, para que puedan mirar hacia el futuro con ojos de fe. 

¿Han comenzado los últimos tiempos?

Dies irae: los días del Anticristo - Livio Fanzaga - Google Books

Ante todo, es necesario que sepamos discernir la etapa de la historia en que nos hallamos viviendo ahora. Nosotros, cristianos, debemos aprender a mirar hacia el pasado con los ojos de la fe, de tal manera que veamos la historia del mundo y del hombre como la actuación del proyecto de Dios. El mundo, como Pablo repite varias veces en sus cartas, ha sido creado no sólo por medio del Verbo, sino también para el Verbo. Esquematizando, podríamos afirmar que la creación del mundo y del hombre se ha realizado teniendo como meta la encarnación. Y por su parte la encarnación se ha realizado teniendo como meta la redención del hombre y su glorificación en Cristo. El cumplimiento de la historia se dará cuando aparezca Cristo como Juez, para consignar el mundo redimido al Padre, a fin de que Dios sea todo en todos (1 Cor 15, 28).

Desde una perspectiva de fe, la historia del mundo y del hombre va mostrando la manera en que se despliega un gran proyecto de amor, más fuerte que los olvidos, desviaciones y perversiones a las que se abandona la libertad humana. Esta visión optimista, que contempla la gracia que sobreabunda sobre el pecado, debe mantenerse firme siempre que el creyente mire hacia la realidad, aunque a veces la potencia del mal parezca invencible y aunque la posibilidad de la ruina eterna sea una amenaza concreta que se eleva sobre la vida de cada uno.

Nosotros nos encontramos en la última etapa del despliegue del proyecto maravilloso de Dios. Esa etapa va desde la Ascensión de Cristo al cielo hasta su Retorno glorioso, cuando venga a juzgar a los vivos y muertos, poniendo fin a la historia humana. Una vez que Jesucristo ha cumplido la obra de la redención, comienza ya el tiempo en el se distribuyen a los hombres los frutos de la redención. Precisamente porque ésta es la última fase de la historia de la salvación, podemos afirmar ya con certeza que vivimos en los últimos tiempos, que incluyen el arco de tiempo que va desde la primera a la segunda venida de Cristo. Después de esta etapa ya no habrá más, porque con la venida de Cristo en la gloria terminará el tiempo y comenzará la eternidad. Será una eternidad en la Gloria para aquellos que hayan aceptado a Dios en esta vida, mientras que aquellos que le hayan rechazado sin arrepentirse serán engullidos por la muerte eterna.

Una vez que hemos puesto de relieve este dato indiscutible de la fe, es decir, que estamos viviendo en la última fase de la historia humana, debemos recoger en lo posible todas las características de este período en el que Dios nos ha llamado a la existencia. 

Cristo es el Señor de los últimos tiempos

Una de las características más importantes de la última etapa de la historia humana es el hecho de que Cristo es su Cabeza y Señor. Antes de que se realizara la redención, por permiso de Dios, el mundo se encontraba bajo el yugo de aquel a quien Jesús en el evangelio ha llamado el «príncipe de este mundo», es decir, Satanás. Después de haber logrado el consentimiento del hombre, a partir del mismo paraíso original, la serpiente ha tenido al hombre estrechado entre sus anillos, arrastrando a la humanidad, que se dejaba dominar por el mal, a las tinieblas y a las sombras de muerte.

La encarnación marca el comienzo del gran duelo que se concluirá con la victoria de Cristo resucitado. Comienza por tanto una nueva fase de la historia humana en la que Cristo es el «Señor», pues posee todo el poder, no sólo en los cielos, sino también sobre la tierra. Él está situado por encima de todo principado y autoridad, de toda potencia y dominación, porque el Padre lo ha sometido todo a sus pies (Ef 1, 21-22). Cristo resucitado es el Señor del cosmos y de la historia. Por eso, debemos conceder toda la importancia que tiene a la aclamación litúrgica: Tuyo es el Reino, tuya la potencia y la gloria por los siglos.

Padre Livio Fanzaga, director de Radio María Italia
Padre Livio Fanzaga, director de Radio María Italia

A veces, las potencias del mal nos llevan a pensar lo contrario. A menudo, en el momento de la prueba, los cristianos parecen dudar no sólo de la potencia, sino también de la presencia de Cristo. En realidad el mundo es suyo y suya es la llave del corazón humano. La fuerza de Satanás es sólo una fuerza falsa. Nada puede resistir a la gracia de Cristo. Él deja que el mal vaya tejiendo sus tramas, pero después lo utiliza para confundirlo. Cuando Dios dice «¡basta!» las cosas han terminado para el mundo. Una de las enseñanzas más claras del Apocalipsis es la supremacía absoluta de Cristo sobre las potencias demoníacas. Los hombres concretos, los grupos, las naciones, la humanidad entera se encuentra bajo el influjo de su gracia, que realiza todo lo que quiere. Naturalmente, Dios respeta la libertad humana, pero su omnipotencia se manifiesta precisamente en el hecho que ella alcanza los fines que se propone respetando plenamente la libertad de elección de los hombres. Santo Tomás de Aquino sintetiza de manera estupenda todo esto cuando afirma que la voluntad de Dios se realiza siempre.

Tiempos de misericordia y de perdón

Otro aspecto fundamental de la última etapa de la historia de la humanidad es que hacia ella van fluyendo todos los ríos de agua viva del amor de Dios. Con la Ascensión de Cristo al cielo se ha derramado sobre el mundo el Espíritu Santo. Este no es un acontecimiento que se limita al comienzo de la historia de la Iglesia, sino que podemos hablar de un Pentecostés permanente que se extiende hasta el fin del mundo, cuando Cristo entregue el Reino al Padre y Dios venga a ser todo en todos.

Al comienzo de su misión Cristo vio que se abrían los cielos y que el Espíritu descendía sobre él; de igual manera se abrieron los cielos al comienzo de la misión de la Iglesia y Dios derramó su amor infinito a través del don del Espíritu Santo. Esta efusión del Espíritu continúa a través de los sacramentos de la Iglesia y no cesará, porque el amor de Dios hacia el mundo es irrevocable. Debemos tener siempre presente esta perspectiva, especialmente al situarnos ante algunos escenarios apocalípticos que son típicos de muchas así dichas revelaciones privadas referentes al fin de los tiempos. No pocas de ellas hablan de tremendos castigos, de nuevos diluvios de fuego, de hecatombes atómicas etc. Nadie niega que Dios permite estos castigos que el hombre se inflige con sus propias manos, como por ejemplo la guerra y aquellas situaciones de sufrimiento vital que están causadas por los desórdenes morales. También los cataclismos naturales pueden ser mirados desde esta perspectiva.

A pesar de eso, no se puede olvidar que este tiempo en que vivimos es tiempo de misericordia y perdón y que, en último término, los eventuales castigos tienen la finalidad de purificar a la humanidad y reconducirla a Dios. En su sabiduría y amor, Dios deja que el hombre saboree el cáliz amargo del mal, a fin de que se libere del engaño de la seducción y retorne al Padre celeste que le ama. No pocos cristianos olvidan que el verdadero diluvio del tiempo presente es el diluvio de la caridad de Dios que llena el mundo entero con las aguas refrescantes de su amor. En el cielo tenemos al Verbo encarnado, que es Dios y hombre, nuestro amigo y hermano, que intercede continuamente por nosotros y por el mundo. ¿Cómo se pueden cultivar prospectivas aterradoras sobre el futuro si Dios ama al mundo con amor infinito, perenne y fiel, y si Cristo mismo lo rige con cetro de hierro?

Apocalipsis
Apocalipsis

La presencia del mal

El cristiano no puede olvidar en modo alguno un dato fundamental de su fe: este mundo ha sido redimido a gran precio caro y sobre el mundo resplandece el sol de la misericordia divina. Esta prospectiva de fe, necesariamente optimista, no cierra los ojos ante la presencia del mal. Los textos del Nuevo Testamento concuerdan todos afirmando que, aunque este mundo haya sido arrancado de las manos del Maligno, Satanás conserva todavía, por permisión divina, la capacidad de actuar y de dañar. De hecho, el Reino de Dios no se ha realizado todavía con potencia y gloria grande (Lc 21,27), como sucederá en la segunda venida. Las potencias demoníacas continúan amenazándolo, como afirma Pablo en el famoso texto de la Segunda Carta a los Tesalonicenses,cuando alude al misterio de la iniquidad que está en acción (2 Tes 2, 7). Esas potencias han sido vencidas por la Pascua de Cristo, pero no cesan de acechar, seducir y perseguir a los creyentes.

Ciertamente, los textos y las imágenes del Nuevo Testamento sobre la acción de Satanás no nos dejan estar tranquilos. Pedro le describe como un león rugiente, que busca incesantemente a quien devorar (1 Ped 5, 8). Juan lo compara con un enorme dragón rojo que, habiendo sido expulsado del cielo, se lanza contra la mujer, contra el Hijo que ha nacido de ella y contra su descendencia, es decir, contra aquellos que cumplen los mandamientos de Dios y son fieles al testimonio de Jesús (Ap 12, 1-17). Eso significa que el tiempo en que vivimos es tiempo de espera, vigilancia y lucha.

En este contexto, el cristiano debe evitar dos comportamientos opuestos entre sí, pero que no responden a la visión de fe. El primero es el de aquellos no tienen en cuenta esta fuerza perversa y pervertidora, que ha sido subyugada por Cristo y que ya no posee el dominio sobre el mundo, pero a la que Dios en su sabiduría deja actuar todavía, hasta que al final de la historia sea encerrada en el estanque de fuego y de azufre (Ap 20, 10). Negar la acción de Satanás en la última etapa de la historia en que estamos viviendo significa alejarse radicalmente de las prospectivas del Nuevo Testamento y del Magisterio de la Iglesia.

El comportamiento opuesto e igualmente equivocado es el de aquellos que se exasperan por la potencia y acción del Maligno, como si el mundo no estuviese bajo el poder de Cristo y como si el cristiano no pudiese vencerlo con el testimonio de la fe. Desde este fondo, incluso los escenarios más sombríos que ha descrito la Palabra de Dios, sobre todo allí donde presenta los combates de los últimos tiempos, culminan todos con la victoria de Cristo y los creyentes. El cristiano, por tanto, no infravalora las penalidades, las luchas, las seducciones y las tentaciones que marcan su camino y el camino de la Iglesia en ese mundo, pero sabe que Cristo ha vencido y que el futuro está en sus manos.

Cristo rey del universo
Cristo rey del universo ----

La venida gloriosa de Cristo

La última etapa de la historia humana, aquella que estamos viviendo, concluirá con la venida de Cristo en la gloria. Este es un dato de fe de grandísima importancia. No es una casualidad que la Biblia se cierre con la afirmación de Cristo cuando afirma que su venida es inminente: «Aquel que da testimonio de estas cosas dice: ¡Si, vengo pronto! Amén. Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 20). Como nuestra vida individual se concluye con el juicio particular, también el camino de la humanidad se concluirá con la venida de Cristo juez que, como dice el Credo, vendrá a juzgar a vivos y muertos. Con la venida de Cristo se consumará la historia del mundo.

En esta perspectiva, conviene indicar que no faltan pretendidas revelaciones privadas que hablan de venidas intermedias, insertas en general en un contexto milenarista. La visión de fe predice solamente dos venidas de Cristo: la primera en la humildad de la carne y la segunda en potencia y gloria, coincidiendo con el fin del mundo. Presumir que existe una venida intermedio de Cristo, que inaugura un tiempo particular de paz y prosperidad antes de la venida final, significa salir de la prospectiva de la fe, tal como ha sido expuesta de forma autorizada en el Catecismo de la Iglesia católica (núms. 673-677).

Por lo que se refiere a la segunda venida de Cristo conviene poner de relieve el hecho de que, siguiendo la visión del Nuevo Testamento, esa venida nos amenaza sin cesar, aunque a nosotros no nos toque conocer los tiempos y los momentos, que el Padre ha reservado para sí (Hech 1, 7). El cristiano sabe que el futuro está en las manos de Dos y que él (el cristiano) no puede dominar sobre ese futuro. Sucede en el conjunto de la historia humana lo mismo que sucede en la vida personal: el futuro no nos pertenece. En este contexto resulta clarísima la advertencia de Jesús: Estad preparados, porque a la hora que menos pensáis vendrá el Hijo del hombre (Mt 24, 44). Por otra parte, en diversas ocasiones, Pablo pone de relieve el carácter imprevisible del momento elegido por el Señor. También en su tiempo circulaban pretendidas revelaciones privadas, como ocurre en nuestro tiempo. Muchos tenían la pretensión de conocer el tiempo y la hora. Todavía hoy resulta válida la invitación del apóstol: Pero acerca de los tiempos y momentos, no tenéis, hermanos, necesidad de que yo os escriba: Porque vosotros sabéis bien, que el día del Señor vendrá así como ladrón en la noche. Y así cuando dirán "paz y seguridad" entonces vendrá sobre ellos la destrucción de repente, como los dolores á la mujer que está de parto y no escaparán (1 Tes 5, 3). Estas palabras reflejan las penalidades de los momentos del final, pero ponen de relieve el carácter imprevisto y desconocido del momento de la venida del Señor.

El cristiano debe desconfiar, según eso, de aquellas supuestas revelaciones privadas que datan la venida de Cristo en la gloria y el fin del mundo. Con esto no queremos negar absolutamente la posibilidad de que Dios revele el futuro a sus santos y a las almas privilegiadas. La profecía de Fátima, relacionada con acontecimientos que habrían sucedido en el siglo XX, han encontrado crédito en la Iglesia. Pero una cosa es la revelación de acontecimiento futuros, cosa que nunca ha faltado en la historia de la Iglesia; y otra cosa es la revelación del día de la venida del Señor, que Cristo mismo ha querido que fuera desconocida para los hombres. Entonces si alguno os dijere: mirad, aquí está el Cristo; ó, mirad, allí está, no le creáis. Porque se levantarán falsos cristos y falsos profetas, y darán señales y prodigios, para engañar, si se pudiese hacer, aun á los escogidos... Pero sobre aquel día y aquella hora, nadie sabe; ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre (Mc 13, 21-32). Esto no impide que el cristiano deba discernir los signos de los tiempos y exponer sus reflexiones. Pero después, ante la pregunta "¿estamos por tanto en el fin de los tiempos?", su respuesta no puede ser otra que la de Pablo VI: ¡Nunca lo sabremos!

El reconocimiento de Israel

La reflexión sobre la segunda venida de Cristo es muy intensa en todas las páginas del Nuevo Testamento. A ella se debe un esbozo en el que se describe la peregrinación de la Iglesia en esta última fase de la historia, destacando los padecimientos que deberá afrontar en el momento conclusivo de esta etapa, cuando las fuerzas del mal desencadenen la ofensiva final y más tremenda. En este contexto ha sido Pablo el que nos ha ofrecido una meditación de gran densidad teológica, gracias a la cual podemos captar dentro la historia una señal que nos permite descubrir que el momento en que la segunda venida esté ya a punto de realizarse. Esa señal es la siguiente: según el apóstol, la venida del Mesías glorioso está condicionada, en todo momento de la historia, al hecho de que Cristo sea reconocido por parte de todo Israel.

El conjunto del capítulo undécimo de la Carta a los Romanos constituye una profunda reflexión sobre el papel de Israel en la historia de la salvación. Según Pablo, el pueble elegido tiene una función que realizar, precisamente en relación con el fin de los tiempos. Pues bien, si su rechazo ha implicado la reconciliación para el mundo ¿qué podrá significación su readmisión sino una resurrección de los muertos? (Rom 11, 15). Pablo observa con amargura que una parte del pueblo elegido se ha endurecido en la incredulidad hacia Jesús. Sin embargo, conforme al designio misericordioso de Dios, este rechazo ha hecho posible la gracia de la redención. Pues bien, si el rechazo de los judíos ha sido capaz de ofrecer al mundo la salvación ¿qué podrá significar su acogida de Cristo, sino que el mundo entra en la gloria de Cristo resucitado? En otras palabras: el reconocimiento de Cristo como el Mesías y el Señor por parte del pueblo judío significa que la historia humana ha llegado ya a su conclusión.

Jesús M. Gordo: "El silencio del Sábado Santo, la jornada en la que Jesús 'desciende a los infiernos'"
Jesús M. Gordo: "El silencio del Sábado Santo, la jornada en la que Jesús 'desciende a los infiernos'"

Este es un convencimiento de fe que está bien arraigado en la primitiva comunidad cristiana. Antes que Pablo lo ha presupuesto ya Pedro, en el primer discurso a los judíos de Jerusalén, después de Pentecostés: Así pues, arrepentios y convertios, para que sean borrados vuestros pecados, a fin de que puedan llegar los tiempos de refrigerio de la presencia del Señor, cuando envíe como Mesías a aquel que os fue antes anunciado, es decir, a Jesús. Al cual de cierto es menester que el cielo tenga oculto hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de la que que habló Dios por boca de sus santos profetas que han existido desde la antigüedad (Hech 3, 19-21).

Debemos preguntarnos dónde se origina este convencimiento de fe de la Iglesia apostólica, conforme al cual la segunda venida de Cristo se encuentra estrechamente vinculada a la conversión de todo Israel. Resulta razonable pensar que la fuente de donde proviene han sido las palabras de Jesús. De hecho, encontramos un indicio de ello en los evangelios, cuando Jesús, meditando sobre el rechazo de Jerusalén, anuncia de antemano la destrucción del templo, que a su vez es un signo profético de los dolores del fin de los tiempos: Jerusalén, Jerusalén, que matas á los profetas, y apedreas á los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar tus hijos, como la gallina juntaa sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí que vuestra casa se os quedará desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis más, hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! (Mt 23, 37-39).

Podemos concluir, por tanto, que conforme a la visión católica del fin de los tiempos, la venida de Cristo en la gloria se encuentra estrechamente vinculada a su aceptación por parte de Israel. Según eso ¿es lícito afirmar que el fin del mundo no llegará antes de la conversión de Israel? El Catecismo de la Iglesia católica se ha expresado de esta forma sobre el tema: La participación total de los judíos en la salvación mesiánica, después de la participación total de los paganos (Rom 11, 25), permitirá al pueblo de Dios llegar a la plena madurez de Cristo, en la cual Dios será todo en todos (núm 674). Esto significa que no se puede hablar de la conclusión de la historia, con la venida de Cristo juez, sin que él sea aceptado por parte de todo Israel. El sí de María ha hecho posible la primera venida de Cristo en la humildad de la carne. El sí de Israel hará posible la segunda venida en potencia y gloria.

Los tiempos del fin

Hemos llamado «últimos tiempos» a la fase de la historia humana que estamos viviendo y que comprende el arco de tiempo que va de la Ascensión a la Parusía. No sabemos cuánto durará esta fase definitiva de la historia en la que Dios ofrece a los hombres la gracia de la salvación. Tenemos presente que la etapa precedente, aquella de la espera, tras la caída originaria y la expulsión de los primeros padres del paraíso terrestre, ha durado un período de tiempo muy largo, que puede calcularse como de cientos de miles de años. Dios no tiene nuestras prisas y ante él un día es como mil años y mil años son como un solo día. Por otra parte, como añade Pedro, el Señor no se retarda en cumplir su promesa, como algunos creen; sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos tengan la oportunidad de alcanzar el arrepentimiento. Mas el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; entonces, los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y será quemada la tierra con todas las cosas que en ella existen (2 Ped 3, 8-10).

Según eso, lo cierto es que este mundo acabará, como por otra parte lo asegura la ciencia, al menos por lo que toca a nuestro planeta. Nos sabemos cuando. Pero, como veis, el clima de espera y vigilancia puede tener ante sí unos tiempos interminables. Las medidas de tiempo de Dios no son nuestras medidas. La espera de la primera venida ha sido muy larga. ¿Cómo se puede excluir que la espera de la segunda venida no se alargará todavía más?

La revelación divina, que excluye cualquier indicación sobre el día y la hora, no se limita a subordinar la venida del Señor a la conversión de todo Israel, sino que la coloca en un contexto bien preciso.

Y la misma palabra de Cristo es la que es evoca en este campo escenarios inquietantes. Los tiempos del fin, es decir, los días que preceden inmediatamente a la segunda venida, estarán caracterizados por una prueba final que sacudirá la fe de muchos creyentes. En relación con ese tema, Jesús se pregunta: ¿Cuando venga el Hijo del Hombre, encontrará fe sobre la tierra? (Lc 18, 8). Esta es una frase misteriosa, cuyo sentido inmediato no podemos dejar de poner de relieve. Sólo un «pequeño rebaño» perseverará en la fe hasta el fin y esperará la venida del Señor, mientras que la mayor parte de los hombres, comprendidos muchos creyentes, habrán perdido la fe.

En otro contexto, Jesús pone junto a ese eclipse de fe el enfriamiento de la caridad. De hecho, no es posible abandonar una sin perder también la otra. Hablando de los dolores del fin, se expresa de esta forma: Y se levantarán muchos falsos profetas y engañarán á muchos. Y por haberse multiplicado la maldad, la caridad de muchos se resfriará. Mas el que perseverare hasta el fin, ese se salvará (Mt 24, 11). Como veis, Jesús coloca el fin del mundo en un contexto de gran apostasía de la fe. En un mundo donde el Evangelio del Reino habrá sido anunciado en todas las partes de la tierra (cf. Mt 14, 14), se consumará el rechazo del cristianismo por parte de muchos que lo habían aceptado. Es en este clima de traición donde se coloca la venida de Cristo juez.

La última prueba de la Iglesia

Siguiendo en la línea de la palabra de Cristo, los apóstoles, y de un modo especial Pablo y Juan, precisan ulteriormente las características de la prueba final y más grave que la Iglesia deberá afrontar antes de encontrar a su Señor. El texto más impresionante es el que ofrece la Segunda Carta a los Tesalonicenses, en relación con este argumento: Pues bien, en cuanto a la venida de nuestro Señor Jesucristo, y a nuestra reunión con á él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis llevar fácilmente, ni os conturbéis ni por inspiración, ni por palabra, ni por carta, como si fuera nuestra, como sí el día del Señor fuera inminente. No os engañe nadie en ninguna manera; porque no llegará sin que venga antes la apostasía, y se manifieste el hombre inicuo, el hijo de perdición, aquel que se opone y se eleva en contra de todo lo que se llama Dios o que es objeto de culto, de tal modo que se asiente en el templo de Dios, haciéndose pasar por Dios. ¿No os acordáis que cuando estaba todavía con vosotros, os decía estas cosas? Y ahora vosotros sabéis lo que le impide, para que á su tiempo se manifieste. Porque el misterio de iniquidad ya está obrando: solamente espera hasta que sea quitado de en medio el que ahora lo impide. Y sólo entonces será manifestado aquel inicuo, al cual el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida. Destruirá así al inicuo, cuyo advenimiento es según la potencia de Satanás, con todo tipo de portentos y señales, y milagros mentirosos, y con todo tipo de engaños de iniquidad para aquellos que perecen, porque no acogieron el amor de la verdad para ser salvados (2 Tes 2, 1-10).

Según Pablo, la gran apostasía del fin de los tiempos estará causada por un personaje que se presenta como el enemigo de Dios por excelencia y que actuará como instrumento de la acción de Satanás, que le comunica un poder sobrehumano, de un modo semejante al que Cristo, que comunica su espíritu a los cristianos. Se le presenta con tres nombres. Es el «hombre de la impiedad», el «hijo de la perdición», es decir, el hombre destinado a perderse, y «el adversario de Dios». Aparece claramente como un ser personal, que se manifestará en los tiempos del fin, mientras que Satanás, de quien es instrumento, actúa desde ahora en «misterio», ejerciendo en contra de los creyentes un poder de persecución y seducción, como por otra parte afirma Juan en el Apocalipsis, cuando evoca la bestia semejante a una pantera y aquella otra que es semejante a un cordero (cf. Ap 13, 1-8).

Pablo atribuye el retraso de la parusía a alguna cosa o a alguien que impide la manifestación del Anticristo, la cual (o el cual) debe preceder a la misma parusía. No sabemos de qué cosa se trata, a pesar de que existen muchísimas hipótesis sobre el tema. Es importante destacar, sin embargo, que el misterio de la iniquidad está actuando ya y que de esa actividad proviene el surgimiento de la apostasía. Una vez que se quite el obstáculo, entrará en escena el Anticristo y actuará de una forma abierta. En el momento culminante de su ascenso se realizará la venida de Cristo juez, que lo aniquilará.

No debemos pensar que este escenario sea exclusivo de los tiempos del fin. En aquel momento se dará la máxima «impostura religiosa» y, por tanto, el advenimiento de la persona misma del Anticristo. Sin embargo, en el curso de toda la historia de la Iglesia, el misterio de la iniquidad no cesa de actuar con las armas de la persecución y de la seducción. En este contexto resulta muy instructivo un texto de Juan: Hijitos, esta es la última hora. Según vosotros oísteis que el Anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es la última hora. Salieron de nosotros, pero no eran de los nuestros, porque si hubieran sido de nuestros, habrían permanecido con nosotros... ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es el Anticristo, pues niega al Padre y al Hijo (1 Jn 2, 18-22).

Debemos comprender según eso que todo el arco del tiempo que va de la primera a la segunda venida de Cristo estará sometido a la seducción y a la persecución. Cada generación tendrá que enfrentarse con las innumerables «epifanías» del misterio de la iniquidad. Los falsos cristos y los falsos profetas, lo mismo que los perseguidores, acompañarán a la Iglesia en toda su peregrinación. Ha sido Jesús mismo quien lo ha profetizado: Un criado no es más que su amo. Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros (Jn 15, 20). Según eso, cada época puede servir como trasfondo a situaciones y a personajes que son como el anticipo del drama de los tiempos del fin. En este contexto resulta muy instructivo el libro del Apocalipsis. Por una parte, ese libro describe el escenario donde se coloca la gran prueba final y en ese sentido es un libro que se encuentra dirigido hacia el futuro. Pero, al mismo tiempo, ese libro medita sobre los acontecimientos que ya han trascurrido y que han sido vividos por la comunidad cristiana, como las persecuciones de Nerón y Domiciano. Estos acontecimientos aparecen como profecía del drama final. Esa misma perspectiva es la que hallamos en los evangelios. Jesús expone, sin duda, el escenario de los tiempos del fin en su discurso escatológico. Más aún, él interpreta la inminente destrucción de Jerusalén como una anticipación profética de los dolores del fin.

¿Qué es lo que implican estas indicaciones? Ellas son una invitación para todas las generaciones cristianas, para que se mantengan en vela y en plegaria. Sólo la última generación verá los tiempos del Anticristo y de la prueba suprema, pero todas las restantes deberán enfrentarse también con el misterio de la iniquidad y con sus manifestaciones. Los cristianos no son de este mundo y cada generación deberá soportar el odio del mundo. ¿Hay quizá algún momento de la historia pasada de la Iglesia en el que Satanás, el Anticristo por excelencia, no haya intentado seducirla y aniquilarla? En cierto sentido, cada generación tiene sus anticristos, aunque haya que verlos como precursores y anticipadores de la prueba final, cuando se manifestará el hombre inicuo por excelencia.

La máxima impostura

Hasta ahora hemos seguido muy de cerca los textos bíblicos, sobre los que, en el curso de los siglos, ha venido reflexionando la Iglesia. Ahora es oportuno que veamos qué lectura ofrece de ellos el Catecismo de la Iglesia católica, que nos trasmite sobre este punto unas consideraciones llenas de gran interés. Las palabras clave del Nuevo Testamento, que describen la acción satánica contra la Iglesia en todo el curso de su historia, pero sobre todo en los tiempos del fin, son la «persecución» y la «seducción». A estos dos aspectos de la actividad del dragón rojo corresponden las dos bestias del Apocalipsis. El Catecismo de la Iglesia católica ofrece una contribución importante para profundizar en estos dos elementos.

¿En qué consiste la seducción que se expresará del modo más intenso con la aparición del Anticristo? Sabemos que el Nuevo Testamento se refiere en este aspecto a los profetas, que presentan la mentira en forma de verdad, negando de un modo particular que Jesús sea el Cristo, el Hijo de Dios (1 Jn 2, 22). El Catecismo de la Iglesia católica habla con una terminología original de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (Catecismo, num 675).

El significado de este texto ha sido ampliamente profundizado en la novela de Benson, y este es ciertamente un mérito grande del autor. Se trata de un rechazo radical no sólo de la Iglesia de Cristo, sino del mismo Dios. El hombre se coloca en el puesto de Dios, haciéndose árbitro de la propia vida, del bien y del mal, de su propio destino. Según eso, el hombre quiere construir un mundo sin Dios, resolviendo con sus fuerzas todos los problemas fundamentales de su existencia. En este contexto, el Anticristo es aquel que encarna el espíritu y el proyecto de un mundo que, habiendo eliminado a Dios, se deifica a sí mismo y se pone como absoluto.

Debemos preguntarnos qué raíces bíblicas tiene esta interpretación de la seducción final a la que será sometida la Iglesia. Naturalmente, en primer lugar debemos evocar los textos de Pablo, que describe los tiempos del fin como aquellos en los que el mundo pensará que ha sido capaz de darse a sí mismo la paz y seguridad (1 Tes 5, 3), gracias al hombre inicuo que, apoyándose en esos éxitos, obtenidos con la fuerza de Satanás, se sentará en el templo de Dios, presentándose a sí mismo como Dios (2 Tes 2, 4).

Pues bien, en ese fondo descubrimos un acercamiento muy preciso entre las pruebas que el mismo Cristo ha debido sufrir y aquellas que la Iglesia deberá afrontar necesariamente en el curso de su historia, de un modo particular en los últimos tiempos. Los evangelios nos dicen que el tentador ha querido influir en Cristo desde el principio, para que siguiera los caminos de un mesianismo falso, fundado sobre la capacidad de trasformar las piedras en pan, de encantar a las muchedumbres con la potencia del milagro y, en fin, de dominar el mundo con los instrumentos del poder político. Esta tentación que Cristo ha rechazado, abrazando la cruz, es la que vendrá a presentarse de nuevo a la Iglesia en el curso de su peregrinación y, de un modo particular, en los tiempos finales.

¿Cuántos resistirán al poder de encantamiento de este mesianismo secularizado que ya el Papa Pío XI había juzgado como intrínsecamente perverso? Muchos serán ciertamente seducidos, perdiendo la fe y dejando que su caridad sobrenatural se enfríe.

No se puede negar que la «impostura religiosa» de la que habla el Catecismo de la Iglesia católica sea una característica distintiva de nuestro tiempo. Los últimos siglos han visto el ascenso de una religión humanitaria y la tentativa humana de realizar la salvación a través de formas políticas de mesianismo secularizado. La ilusión de construir el «paraíso en la tierra», sin Dios y con las propias fuerzas, es una ilusión difícil de matar. Superados los mesianismos de tipo político, han surgido otros, no menos sediciosos, que engañan al hombre, diciéndole que es capaz de convertirse en el amo del mundo y de la vida. Por otra parte, por primera vez en la historia de la humanidad, el ateísmo ha venido a convertirse en un fenómeno de masas y los hombres se piensan capaces de construir el futuro con sus propias fuerzas, sin preocuparse de Dios y de la ley moral. ¡Cuántos abandonan la fe y la impostación cristiana de la vida, con la ilusión de encontrar en el mundo la solución de los problemas de la propia existencia!

Dante y Virgilio avanzan, como en un cómic, por los círculos del Infierno según S. Botticelli
Dante y Virgilio avanzan, como en un cómic, por los círculos del Infierno según S. Botticelli

¿Estamos, por tanto, en el clima característico de los tiempos del fin? Es imposible decirlo. Ciertamente, lo que sucede en nuestro tiempo podría ser una manifestación revelante de la seducción anti-cristiana, pero ¿cómo podremos estar seguros de que nos hallamos frente a la «máxima impostura religiosa», que es precisamente la del Anticristo? Por otra parte, en el fondo, no es algo tan importante el saber si ha llegado ya la hora de la venida del Hijo del hombre. Nadie podrá estar seguro de ellos, sino es en el mismo momento en que aparezca como un relámpago que viene del oriente y brilla hasta el occidente (Mt 24, 27). Sólo cuando le veamos venir sobre las nubes del cielo, con gran potencia y gloria, y cuando los ángeles convoquen con una gran trompeta a todos sus elegidos de los cuatro vientos, sólo entonces tendremos la certeza que ha llegado la hora. Antes de eso será necesario el discernimiento de la fe y la fuerza del testimonio hasta el martirio. En el pasado, comenzando por los primeros cristianos, muchos han pensado que su prueba era ya la final. Pero no fue así. Nadie podrá saber nunca con certeza si la tribulación que una generación está llamada a vivir es ya la del fin.

La pasión de la Iglesia

El Catecismo de la Iglesia católica ofrece unos indicios de reflexión muy convincente también en referencia al otro aspecto de la prueba final de la Iglesia, que es precisamente la persecución. También en ese caso nos hallamos frente a una dimensión que acompaña al pueblo de Dios a lo largo de todo el curso de su peregrinación por la tierra. Jesús no deja ninguna esperanza sobre la posibilidad de que pueda darse un cristianismo bien adaptado al mundo. Así lo advierte, tratando de ese tema: Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y metiéndoos en la cárcel, llevándoos delante de reyes y gobernadores por mi causa (Lc 1, 12). La prospectiva del martirio, entendido en sentido profundo, como testimonio hasta el don final de la vida, forma parte de la existencia cristiana normal.

Sin embargo, esta posibilidad se volverá mucho más concreta para el conjunto de Iglesia en los tiempos del final. Las teorías milenaristas han estimulado la reflexión de la Iglesia por lo que se refiere al último momento de su camino sobre esta tierra. No será una marcha triunfal, como parece indicar el milenarismo, sino más bien un camino de cruz, que tendrá su epílogo en el Calvario. Sobre este tema, la Iglesia está llamada a revivir en sí misma el misterio pascual de Cristo. En este aspecto, el Catecismo de la Iglesia católica se expresa en términos impresionantes: La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (n. 677).

El Catecismo se apoya en un presupuesto teológico indiscutible. La Iglesia es la prolongación del misterio de Cristo en la historia y los miembros del cuerpo místico están llamados a revivir en sí mismos la existencia de aquel que es su Cabeza. La vida pública de Jesús ha estado marcada por la predicación, el testimonio, la tentación y la persecución. Así seguirá siendo durante el recorrido de la Iglesia en los caminos de la historia. Pues bien, la conclusión de la vida de Jesús ha estado marcada por su ingreso en el misterio de un sufrimiento horrible, hasta la muerte en cruz, en ignominia y abandono. Cuando todo parecía acabado y las fuerzas del mal saboreaban la victoria definitiva, he aquí que llegó la intervención de la omnipotencia divina, que destruyó el poder de las tinieblas y elevó en el fulgor de su gloria a aquel a quien el mundo había querido eliminar.

De igual manera, en la fase final de su peregrinación, la Iglesia estará llamada a revivir en sí misma la pasión de Cristo, para así merecer después la gloria de la parusía. Lo mismo que Cristo, ella hará la experiencia de la angustia en Getsemaní, será traicionada, abandonada por muchos de los suyos, abofeteada, ridiculizada, flagelada y, en fin, condenada a muerte y crucificada. Cuando el mundo esté que ha alcanzado su meta, eliminando a la Iglesia de la faz de la tierra, cuando se prepare para cantar victoria, en aquel momento aparecerá en las nubes del cielo el verdadero amo del mundo, que introducirá a la Iglesia en la gloria divina de la resurrección.

En contra de las perspectivas del milenarismo y también en contra de una cierta mentalidad triunfalista, el Reino no se realizará a través de un triunfo histórico de la Iglesia, siguiendo en la línea de un progreso ascendente, sino a través de una victoria de Dios sobre el despliegue último del mal, una victoria que hará que su Novia descienda del cielo (Catecismo de la Iglesia católica, num. 677). Pues de hecho, el mundo irá detrás del Dragón y de las dos bestias y les ofrecerá su adoración: Entonces, toda la tierra, llena de admiración, fue en pos de la bestia y los hombres adoraron al dragón que había dado autoridad a la bestia, y adoraron a la bestia... La adoraron todos los habitantes de la tierra cuyos nombres no estaban escritos desde el principio del mundo en el libro de la vida del Cordero que fue inmolado (Ap 13, 3-8).

No pocas «revelaciones privadas» ofrecen una interpretación literal del Reino de los mil años del que habla el Apocalipsis. Incluso autores como Soloviev y María Valtorta adoptan un esquema apocalípitico, que sitúa la manifestación del Anticristo antes del reino de los mil años, al final de los cuales colocan el desencadenamiento último de las fuerzas del mal, y después la parusía. La Iglesia no ha adoptado nunca esta perspectiva y, como hemos indicado ampliamente, ella pone al Anticristo en el contexto de la máxima impostura religiosa, que precederá a los tiempos del fin y a la venida de Cristo en la gloria.

¿Cómo ha de entenderse, por tanto, el Reino de los mil años, del que habla el Apocalipsis extensamente? Vi después un ángel que descendía del cielo con la llave del abismo y una gran cadena en la mano. Prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el Diablo y Satanás, y lo ató por mil años. (...) Y vi las almas de los degollados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia. (...). Ellos volvieron a la vida y reinaron con Cristo mil años (Ap 2, 1-4). Este texto, interpretado literalmente, ha llevado a más a un autor a posturas que están fuera de la fe. En realidad, en este texto, Juan no ha hecho más que llevar hasta su desarrollo final la descripción de la gran persecución de la Iglesia, primero con Nerón y luego con Domiciano. Por eso, él anima aquí a los cristianos, diciéndoles que, después de la persecución, Dios concederá a la Iglesia un período de paz y de renovación. De igual manera, la resurrección de los mártires debe entenderse de un modo simbólico, como una forma de pervivencia de su presencia espiritual en el camino de renovación de la Iglesia.

Esta interpretación es absolutamente correcta desde una perspectiva teológica. La peregrinación de la Iglesia tiene momentos en los que el dragón interfiere con seducciones y persecuciones y otros en los que Dios concede paz y tranquilidad a la Iglesia. Esto acontece, en realidad, también en un plano individual. ¡Ay de nosotros si Dios permitiera que el demonio nos atacara continuamente! Esto no significa, sin embargo, que la tentación desaparezca del horizonte de nuestra vida, sino, simplemente, que la sabiduría de Dios dosifica su intensidad y su peligrosidad. Del mismo modo, el «misterio de iniquidad» actúa contra la Iglesia con el permiso de Dios, que concede al pueblo de Dios en camino una alternancia de momentos de gran prueba con otros de serenidad.

Sin embargo, no hay duda de que al fin vendrá a darse un desencadenamiento incontenible de los poderes de las tinieblas, como nunca había sucedido anteriormente. Es el momento de la máxima impostura, el momento del Anticristo, de la batalla final y del triunfo de Dios sobre la rebelión del mal. Cuando los mil años se cumplan (es decir, después de un tiempo de paz que Dios ha concedido a su Iglesia, Satanás será liberado de su prisión (es decir, Dios le permitirá que desencadene el ataque final) y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro extremos de la superficie de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla. Su número es como la arena del mar. Subieron por la anchura de la tierra y rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada; pero un fuego de Dios descendió del cielo y los consumió. Y el diablo, que les había engañado, fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos (Ap 20, 7-10).

El Apocalipsis y las comunidades, en Desclée
El Apocalipsis y las comunidades, en Desclée

Este célebre pasaje, completado con aquel de Pablo en la Segunda Carta a los Tesalonicenses, nos ofrece un mensaje muy preciso. Cuando parezca que la «máxima impostura» ha logrado la victoria, cuando la destrucción de la Iglesia venga a presentarse como algo inminente e inevitable, cuando el misterio de la iniquidad se manifieste en el Anticristo, porque ya no hay nada que le impida actuar, cuando la Iglesia haya bebido hasta la última gota del cáliz de la Pasión de su Señor, entonces, se manifestará el triunfo de Dios sobre las fuerzas del mal, a través del último Juicio, el Juicio Universal, mientras que la Iglesia descenderá del cielo, preparada como una novia que se adorna para su esposo (cf. Ap 20, 11-21, 2).

Naturalmente, podemos preguntarnos: ¿se están preparando los tiempos de la gran persecución y del desencadenamiento de las fuerzas del mal? No se puede dar una respuesta segura a esta pregunta. Cada época va descubriendo la forma en que el misterio de la iniquidad despliega sus obras de seducción y persecución contra la Iglesia. En algunos momentos esa seducción y persecución resulta particularmente intensa; en otros, en cambio, parece que el mundo quiere retornar a Dios. La única cosa que es verdaderamente importante para cada generación, como para cada persona, es conseguir la palma de la victoria, porque esto es en el fondo lo que importa.

Las fuerzas del infierno no prevalecerán

Lo que sabemos sobre los tiempos del fin, porque Dios nos lo ha revelado, es lo que hemos expuesto sintéticamente a partir de los textos bíblicos y de la interpretación que les ha dado la Iglesia, sobre todo en el Catecismo de la Iglesia católica, que reasume en este campo una reflexión bimilenaria. Ninguna «revelación privada» podrá modificar ni sustituir aquello que es ya una doctrina consolidada del Magisterio. Ni siquiera los nuevos detalles, aportados por las «revelaciones privadas», podrán tener la fuerza y la autoridad de la enseñanza oficial. Esta enseñanza oficial basta para orientar de manera conveniente a los cristianos. Arriesgarse por otros caminos puede llevar consigo el peligro de extraviarse.

No faltan «revelaciones privadas» sobre el fin de los tiempos, incluso de santos como Santa Ildegonda (1186), Santa Ildegarda de Bingen (1098-1179) y Santa Brígida (1303.1383). La Iglesia, reconociendo la santidad de esas personas, no se pronuncia sobre la naturaleza de sus «revelaciones privadas», siempre que se conserven dentro del espacio de la recta doctrina. También nosotros podemos tomarlas en consideración, siempre que sean compatibles con el conjunto de la fe. Sin embargo, en este campo, es necesario un gesto de prudente discernimiento. Algunas supuestas revelaciones, que provienen de Jesús o de la Virgen y que circulan en algunos ambientes católicos, nos dejan más bien perplejos en este contexto. Ellas alimentan entre el pueblo simple la leyenda del Anticristo, que se sentaría incluso sobre la cátedra de Pedro o en su entorno inmediato. Algunas de estas presuntas revelaciones, surgidas en ámbito católico, exageran también de tal manera el tema de la corrupción de la Iglesia, que podemos preguntarnos si ellas no son más bien como un eco de motivos que han puesto de relieve las sectas de todos los tiempos.

No hay duda de que los textos bíblicos aluden a la pérdida de la fe y al enfriamiento de la caridad en los tiempos que precederán al fin y que, por tanto, habrá entre los seguidores del Anticristo muchos que han traicionado a la Iglesia. Pero ni la persecución ni la traición podrán destruir la sede de Pedro y el colegio apostólico vinculado con él, aunque pueda haber defecciones de algunos miembros concretos. La promesa de Cristo, las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, conserva todo su valor hasta el fin de la historia. 

¿Han llegado los tiempos del fin?

             Después de esta exposición esquemática de la doctrina católica sobre el fin de los tiempos, podemos plantearnos lícitamente la pregunta que se plantean espontáneamente muchos, ante el cambio de milenio: ¿Han llegado los tiempos del fin? En este contexto debemos tener presente ante todo un dato cierto de la doctrina de la fe doctrina de la fe, es decir, que la Venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por "todo Israel" (Catecismo de la Iglesia Católica, num. 674). Antes del reconocimiento de Cristo por parte del pueblo judío no se puede hablar del fin del mundo.

            Ciertamente, el desenmascarar la impostura religiosa que está inseparablemente vinculada al misterio de la iniquidad sigue siendo una tarea fundamental para cada generación cristiana. En el fondo, cada época vive en forma anticipada, con mayor o menos intensidad, el drama del fin. Nuestro tiempo ha visto una gran tribulación y está viviendo una «gran impostura». El verdadero problema consiste en saber cómo salir de ella victoriosos y fortificados. El Magisterio eclesiástico, que guía la navecilla de Pedro entre las tempestades de la historia, nos invitar a mirar hacia el futuro con ojos de esperanza. Conforme a una idea muy querida para el Santo Padre, la Iglesia se encuentra todavía solamente en los comienzos de la evangelización del mundo. En vez de empeñarse en trazar escenarios sombríos, el Papa propone como meta inmediata del camino de la Iglesia la celebración del gran Jubileo, acontecimiento de gran alegría, por el cumplimiento dos veces milenario del cumpleaños de Cristo. El pueblo de Dios está invitado a caminar hacia el futuro con espíritu penitencial, unido a la confianza y a los sentimientos de reconocimiento.

            No vemos la forma en que las profecías de desgracia y de grandes tribulaciones puedan ser compatibles con este clima. Cuando vengan los tiempos de la máxima impostura y de la gran tribulación, Dios no dejará de ofrecer la luz del discernimiento a quien él mismo haya puesto como cabeza de su Iglesia.

(Para mi visión del tema: La palabra se hace carne 

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