Las primeras mujeres cristianas 1. Jesús

El evangelio ha llevado hasta el límite tanto la libertad (distinción, independencia) como la igualdad (dignidad, valor de cada uno) y la comunión (servicio, ayuda mutua) entre los seres humanos. Varones y mujeres aparecen como seres libres: capaces de realizarse de manera personal, desde la gracia de Dios; unos y otras son iguales, sin que pueda hablarse de prioridad de un sexo sobre el otro; por eso puede haber entre ellos verdadera relación humana, más allá de los imperativos de una ley o naturaleza que ha entendido los sexos de forma jerarquizada.
Mensaje de Jesús
Así lo ha destacado el mensaje de Jesús desde el fondo de los movimientos judíos de su tiempo: como profeta apocalíptico ha anunciado la llegada del reino de Dios y ha realizado sus señales sobre el mundo; sabe que en el viejo orden social hay opresiones de unos sobre otros; pero ese orden antiguo ha terminado y ahora los hombres (varones y mujeres) pueden renacer desde la gracia de Dios para una vida liberada, gratuita. Lógicamente, para recibir el don del reino de Dios hay que superar las viejas estructuras de opresión (padre y la madre entendidos en su forma judía), hay que romper la estructura dominante y bien jerarquizada de este mundo viejo. Recordemos algunas palabras:
Hay ha de dejar herma¬nos y hermanas, padre y madre, casa y campo (Mc 10, 29).
Hay que superar un tipo de familia y estructura social (Lc 14, 15-24; 18, 19),
Hay que estar dispuesto a perderlo todo y "odiarse hasta a sí mismo" (Mc 8, 34-35; Lc 14, 26).
Esos textos transmiten una fuerte experiencia de ruptura. El evangelio no pretende sacralizar las condiciones de vida de una ciudad (sociedad) patriarcalista donde todo se encuentra estructurado conforme a unas funciones que Dios mismo habría fundado (avalado) de antemano. En contra de una tradición estamental y clasista, propia de aquellos que defienden como cosa de Dios lo que ahora existe (la función dominadora de los padres y varones), hallamos en Jesús una llamada a la creatividad personal . Por eso pide que sus fieles rompan la red de relacione anteriores. Los que escuchan el mensaje del reino han de librarse de todos los esquemas de un pasado impositivo. Por eso, cuando alguien se acerca y pide déjame enterrar primero a mi padre, Jesús responde en forma lapidaria: siguen y deja que los muertos entierren a sus muertos (Mt 8, 22).
El padre al que un judío ha de enterrar (mantener como autoridad hasta que muera) es el signo del dominio patriarcal: es la tradición que viene desde atrás, que se expande y se mantiene por generaciones, avalando así como sagrado el orden existente (donde imponen su dominio los varones). Pues bien, en contra de eso, Jesús ha iniciado un movimiento renovador de liberación mesiánica. Lógicamente, para ello ha de rasgar las ataduras anteriores, poniendo a todos los humanos (varones y mujeres) ante el campo de su nuevo nacimiento (cf Mc 9, 33-37 par;10, 13-16 par). Precisamente aquí viene a fundarse la nueva perspec¬tiva mesiánica del Cristo, superando así la vieja escisión patriar-calista que divide a varones y mujeres.
El padre/patriarca varón define la estructura sacral y social israelita. Evidentemente, no se trata aquí del padre en cuanto persona débil y necesitada del apoyo de los hijos (como indica bien la tradición que se halla al fondo de Mc 7, 6-13). El padre a quien se debe dejar, con las leyes de su mundo de muertos, es el signo y principio de un poder que se impone desde arriba: es el varón dominador, el jefe genealógico, el señor de la familia que mantiene sometidos a la mujer y a los hijos.
Romper con ese padre significa estar dispuesto a crear una familia de hermanos y hermanas que se sientan en corro, alrededor de Jesús, para escuchar, dialogar y cumplir juntos la voluntad de dios (Mc 3, 31-35). De manera sorprendente y significativa, en esa nueva familia hay buen lugar para hermanos y hermanas (varones y mujeres) y madres (donadoras de vida), pero no para los padres entendidos al modo israelita, patriarcal, impositivo (el mismo fenómeno se repite en Mc 10, 29-30 par).
Este hueco, esta falta del padre, resulta fundamental en la visión de la nueva familia mesiánica, en las funciones de varones y mujeres. El padre antiguo tiene que perder su función y convertirse en hermano/hermana (o madre) para hacerse cristiano. Sobre ese hueco, con una función muy distinta de protección liberadora y de creatividad gratificante, emerge el Padre de los cielo que convierte a todos los hombres y mujeres en hermanos (Mt, 23-8-9) .
Una familia sin jerarquías
Así nos situamos ya de lleno ante eso que podemos llamar la inversión del evangelio. El orden actual del este mundo, impositivo, sexista, dominador, se sostiene a partir de la defensa de unas funciones establecidas de forma jerárquica y marginadora: vale el padre sobre el hijo, el varón sobre la mujer, el rico sobre el pobre, el bueno sobre el malo, el sano sobre el enfermo etc. Pues bien, en gesto expresamente provocativo, Jesús invierte esa estructura de valores: llama bienaventurados a los pobres, cura a los enfermos, ofrece el reino a los que el orden consagrado considera como pecadores. Desde ese fondo de inversión ha de entenderse su actitud ante los niños.
Dentro del orden normal de la sociedad, para defender lo establecido (tradicionalistas, fariseos) o para derrocarlo por la fuerza (revolucionarios, celotas) los niños interesan menos o se toman como secundarios. Los que importan, los que valen, son los grandes, poderosos, triunfadores (en línea de tradición o de revolución). Pues bien, en contra de eso, en gesto que es directamente provocativo, Jesús muestra y dice que los más importantes son los niños: precisamente aquellos que están en manos de los otros, que no tienen fuerza por sí mismos y se encuentran a merced de los demás en su camino. Es evidente que aquí no importa el sexo (niños o niñas). Ellos importan en cuanto humanos y humanos en necesidad. Así han de interpretarse Mc 9, 33-37 y 10, 13-15, que explicitan esa inversión central del Evangelio.
En esta perspectiva de inversión mesiánica adquieren importancia especial junto a los niños otros tipos de personas que están necesitadas. Estos son a mi entender los más patentes: los pobres frente a los ricos, los enfermos frente a los sanos y los pecadores frente a los justos. La actitud de Jesús con cada uno de estos tipos de personas es distinta; su creatividad y amor actúa en cada caso de formas diferentes. Pero en todos se descubre un mismo tipo de inversión o cambio escatológico en la línea de Lc 1, 51-53 y 6, 20-21.
Quizá tipo de análisis simplista nos llevaría a decir que las mujeres aparecen ante Jesús en la línea de los necesitados anteriores, formando así una especie de clase especial de oprimidos (junto a los niños, pobres, enfermos y pecadores). Por eso habría que amarlas de manera peculiar, en gesto de protección bondadosa y en el fondo esclavizante: deberíamos amar a las mujeres de un modo condescendiente, como a seres. Pues bien, en contra de eso, Jesús las ama (las escucha y acoge, dialoga con ellas) como con personas libres, capaces de entender y acoger todo el Evangelio de Dios, por lo menos igual que los varones. Ciertamente, ellas se hallaban más subordinadas que los varones, y en los gestos y palabras de Jesús puede encontrarse un cuidado peculiar por valorarlas.
Jesús no se ha ocupado en especial de las mujeres
Pero, en general, debemos añadir que Jesús no se ha ocupado de ellas sólo de manera compasiva, como un pretendido superior se ocupa de los inferiores. Jesús las respeta y valora en igualdad personal, lo mismo que a los varones. Pero recordemos algunos textos y tradiciones:
- Jesús hace camino con varones y mujeres, deparándose así de los rabinos de Israel que solamente acogían a varones. Conforme a los rabinos las mujeres eran incapaces de entender la Ley y de explicarla. Este dato es perfecta¬mente comprensible en una sociedad patriarcalista donde sólo los varones se encontraban socialmente "liberados" para el "ocio" de la ley, para el estudio de las Santas Escrituras. Pues bien, Jesús no ha querido instaurar un movimiento de letrados, expertos en la ciencia sagrada. Busca el mundo nuevo del hombre (ser humano) liberado para el reino. Para eso le valen igualmente los varones y mujeres. Ambos aparecen como iguales ante el don de Dios y de su gracia. Por eso las mujeres pueden seguirle y le siguen como miembros de derecho pleno dentro de su grupo. Jsús no ha fundado una escuela de expertos varones que se aíslan para el cultivo de la ley; él ha enseñado en una especie de universidad abierta, en la escuela superior donde varones y mujeres, niños y mayores, pueden escucharle, entenderle y seguirle.
- En aquella sociedad patriarcalista (en sentido familiar, so¬cial y religioso) Jesús condena ante todo el pecado propio de los varones. A la luz del evangelio es claro que son ante todo los varones patriarcalistas quienes rechazan más a Dios al oponerse al "derecho y gracia" de los pobres. En este sentido más profundo, podemos afirmar que Jesús ha venido a destruir las obras del varón (no las de la mujer, como dirá más tarde una tradición partidista que encontramos en los gnósticos). Prácticamente son siempre las obras del varón patriarcalista (orgulloso, dominador) las que impiden la llegada del reino. Pero, al lado de esos varones opresores hay otros que se encuentran oprimidos; también a ellos ofrece Jesucristo el reino.
- Finalmente, Jesús parece haber situado en un mismo plano de opresión y debilidad de varones y mujeres, al vincular en su gesto de perdón a publicanos y prostitutas (cf Mt 21, 31). Unos y otros parecían obligados a vender su cuerpo (mujeres) o su honestidad económica (varones) al servicio de una sociedad machista que les oprime y utiliza para despreciarles después. Los dos grupos se encuentran vinculados ante Jesús por una misma situación de pecado social; los dos están unidos en un mismo camino de gracia, abierto al Dios que les perdona y les acoge a los hombres.
En esta perspectiva descubrimos eso que pudiera llamarse la soberanía del evangelio. Ciertamente, Jesús no es un reformador social que acepta en parte lo que existe para cambiarlo después o mejorarlo. Los reformadores pactan siempre porque quieren partir de algo "bueno" (fuerte) que ya existe; por eso acaban siendo detallistas, legalistas, distinguiendo lo que se debe aceptar y lo que debe rechazarse. Jesús, en cambio, actúa como profeta escatológico: no se ha puesto a reformar el mundo para mejorarlo; no se ocupa de cambiar detalles; anuncia algo más hondo, más definitivo, el fin del mundo viejo. Esto nos sitúa en el centro del evangelio. Para decirlo en terminología de Mc 2, 18-22: Jesús no viene a remendar con paño nuevo el viejo manto israelita; por eso no le vale el odre viejo de la ley para poner allí su vino nuevo. Como enviado escatológico de Dios anuncia el fin del mundo viejo, ofreciendo ya los signos y principios de su reino, en actitud de nueva creación (cf Mc 2, 18-22).
No enfrenta a varones con mujeres, ni viceversa
Pero volvamos al tema principal. Sabemos, por un lado, que el gesto de Jesús es inversivo: inicia su camino de liberación precisamente en el reverso de la sociedad establecida (con los niños, pobres, enfermos, pecadores) para cambiar el orden de la historia y así abarcar a todos, en transformación mesiánica. Pues bien, llegando al final de su camino, más que reformador o inversivo, Jesús es creativo. No se reduce a llamar bienaventuradas a las mujeres (como dice a los pobres); ni afirma que ellas son primeras en el reino (como hace con os niños) etc. Jesús realiza con ellas algo mucho más importante: las acepta y acoge allí donde se encuentran y, uniéndolas a todos los varones oprimidos o necesitados, las sitúa en camino de reino.
Esta es precisamente su creación, la verdad y fuerza de su reino. No enfrenta a las mujeres contra los varones: no las envilece ni enaltece en forma falsa. Las acoge como son y las respeta (las valora) en su misma condición de personas que se encuentran abiertas hacia el reino. En esta perspectiva se podría (y quizá se debería) aplicar a las mujeres el texto más famoso en que Jesús define el seguimiento. Supongamos que una mujer dice a Jesús: (permíteme que entierre primero a mi marido! (cf Mt 8, 21). ¿Qué le dirá Jesús? (Tú sígueme y deja que la vieja sociedad (tu marido patriarcalista) entierre a sus muertos! Es evidente que la seguidora de Jesús queda liberada de un matrimonio entendido como sometimiento al marido. Pero en un segundo momento el mismo evangelio capacita a varones y mujeres (ambos por igual) para suscitar una fidelidad personal definitiva (cf Mc 10, 1-12) que no se funda ya en el poder del varón ni se sostiene por imposición de uno sobre otro sino que brota de la palabra de Dios y de la libertad gozosa, creadora, compartida, de varones y mujeres.
Conforme a una costumbre patriarcal, sancionada por la ley israelita (de Moisés), a través del matrimonio el varón se convertiría en dueño de la esposa, de manera que podía utilizarla a su servicio o despedirla, con sólo darle un billete (libelo) de repudio. Pues bien, Jesús responde que esa autoridad del varón es consecuencia del pecado o dureza de los hombres (varones) y va en contra de la voluntad de Dios. Significativamente acude a la palabra del principio (Gen 1, 27) donde varón y mujer aparecían como iguales e independientes en encuentro de amor. Por eso, el matrimonio deja de ser acto de dominio del uno sobre el otro y viene a convertirse en signo de un amor personal indisoluble, fundado en la libertad de los consortes (Mc 10, 1-12).
Jesús libera a la mujer de la esclavitud (o servidumbre) de un varón considerado como dueño por naturaleza. De esa forma las sitúa como libres, para que así puedan realizarse desde el reino y para el reino, en su verdad más radical, como personas. Esta es la respuesta de Jesús en su carácter creativo (y no meramente inversivo). Un día, le piden que conforme a los principios de la vieja ley decida quién será tras la muerte el propietario de una mujer que estuvo casada con siete varones. Jesús responde superando el nivel de la pregunta: este mundo viejo es campo de "dominio" donde una mujer puede aparecer como propiedad del marido. En contra de eso, el reino es lugar de libertad donde los hombres (varones y mujeres) no se pueden tomar ya como objeto o cosa poseída. En esta perspec¬tiva, la mujer queda liberada del dominio del marido, siendo ya persona autónoma y distinta, "como los ángeles del cielo", pero no sólo cuando acabe el mundo sino en el mismo centro de este mundo, entendido en todo el evangelio como lugar y espacio donde se revela y se realiza el reino (cf Mc 12, 18-27).
Jesús no ha venido como reformador legalista, sino que ha ofrecido los principios de una transformación fundamental en la que vienen a quedar ya transcendidos los principios de la antigua sociedad patriarcal. De esa forma ha roto toda forma de dominio del varón sobre la mujer, iniciando un camino de reino donde cada uno (varón o mujer) vale por su misma libertad personal y sólo en liber¬tad puede vincularse verdaderamente con el otro.
En esta misma perspectiva adquiere su sentido el texto acerca del eunuco (Mt 19, 12) que ha de interpretarse sobre el fondo de ruptura ya indicada del patriarcalismo. Si para seguir a Jesús el discípulo tiene que dejar al padre y a la madre (cf Mt 19, 29 par) ellos dejan de ser elementos decisivos en la comprensión del ser humano. La renuncia al matrimonio por el reino viene a presentarse como signo de la libertad suprema de varones y mujeres: ya no están determinados por el lugar en que les pone el sexo; no están obligados a casarse por naturaleza; pueden vivir y viven ya la libertad del reino, desde el mismo centro de este mundo.
Sólo allí donde el matrimonio deja de ser obligatorio puede presentare como radicalmente valioso, en plano de elección y libertad, de encuentro personal y gratuidad. Libre son varón y mujer para vivir en celibato desde el reino, en amor abierto a todos los miembros de la comunidad y hacia los pobres. Libres son para casarse, en gratuidad y gozo compartido, formando una familia que supera el patriarcalismo: el dominio sobre la mujer, la autoridad impositiva sobre los hijos. Desde ahora, varones y mujeres, se definen desde el reino: en libertad, en igualdad, en capacidad de comunión gratuita (sea esponsal, sea celibataria). Todo intento de legislar de nuevo sobre el matrimonio o celibato desde imperativos de patriarcalismo (de autoridad social, de prestigio y poder) va en contra del evangelio.
Matrimonio y celibato, libertad mesiánica
Desde descubrimos mejor la relación que Mt 19, 1-12 ha establecido entre matrimonio indisoluble y celibato por el reino de los cielos. En ambos casos encontramos una misma libertad personal y una misma apertura en el amor para varones y mujeres. Ese amor sólo es posible en libertad originaria, allí donde la esposa no aparece como objeto de dominio del esposo, allí donde los célibes se vuelven eunucos "por el reino" (y no por naturaleza o imposición de otros hombres). Sólo en opción personal, allí donde varones y mujeres pueden desplegarse y se despliegan desde el fondo de sí mismos, adquieren su sentido matrimonio y celibato.
- Hay un momento de profundidad liberadora. Varones y mujeres, casados y célibes, han de fundar su vida en esta experiencia creadora: como creyentes de Jesús descubren que su vida se halla cimentada y arraigada sobre el don del reino; así se saben liberados, recreados. Por eso ya no tienen que afanarse por ganar o conquistar su salvación por medio de acciones, de ejercicios exteriores o razones.
- Hay un momento de universalización. Estando liberada desde el reino y existiendo ya en sí misma (en gesto personal de plenitud) la vida de los discípulos del Cristo se halla abierta en el amor a todos los varones o mujeres que viven desde el reino o que desean alcanzarlo. Así se abre el amor, así se expande, rompiendo las barreras anteriores de la vida y haciendo a los creyentes capaces de un encuentro universal con todos los humanos (especialmente con los más necesitados).
- Hay finalmente un momento de concreción que viene dado por la misma realidad de nuestra vida (limitada) y por la urgencia del amor que, abriéndose a todos, se concreta en algunos especiales. Así pueden distinguirse diferentes "mediaciones" en el campo y camino del reino: sólo a través de ellas se alcanza la universalidad a la que aspira el Cristo.
En el primer momento de liberación o profundización no hay diferencia fundamental para los cristianos. Todos, célibes y casados, han debido cultivar esta experiencia de arraigo fundante en Jesucristo y en el don del reino. La posibilidad del celibato libera al cristiano de la necesidad del matrimonio y viceversa. El celibato ofrece fuerte luz sobre el matrimonio que aparece también como expresión de un don de Dios y como experiencia de libertad gozosa, creadora, compartida, de un varón y una mujer dentro de la comunidad cristiana. Por su parte, el matrimonio ofrece también luz sobre el celibato: lo que importa no es la renuncia negativa al gozo de la unión dual ni al placer del sexo; lo que define el celibato es la capacidad de ir suscitando un amor abierto, liberado, desde el reino .
Celibato y matrimonio se convierte así en gestos que son complementarios para varones y mujeres. Sólo puede ser verdaderamente libre en su amor de matrimonio aquella mujer que pudiera no casarse porque es dueña de sí misma para vivir en celibato o para buscar en libertad el matrimonio. De forma semejante, sólo puede vivir en libertad y amor con su mujer aquel varón que pudiera no casarse (que no necesita dominar a la mujer o poseerla sexualmente para afirmarse así como valioso). De una forma complementaria, sólo pueden ser auténticos célibes por el reino aquellos que pudieran casarse en libertad (no son eunucos por naturaleza o por imposición): el celibato es para ellos una forma de acoger la gracia de Dios y de afirmarse desde el reino.
No hay un tratado de mujeres
Significativamente, al llegar a este nivel, descubrimos que no existe ya desigualdad entre varones y mujeres. Unos y otras valen como personas: en su propia autonomía creadora. Sólo libremente, de manera personal, pueden vincularse unos a los otros, sea en amor de matrimonio, sea en actitud de celibato. En esta perspectiva ha de entenderse toda la moral de Jesús en el sermón de la montaña: su visión del ser humano como ser que vive en ámbito de gracia. Pienso que a veces, al buscar y precisar como con lupa los detalles del "sermón antropológico" del Cristo, se ha olvidado algo que es obvio y evidente:
- Dentro del Sermón de la Montaña o de los textos con él emparen¬tados, Jesús no ha distinguido las funciones de varones y mujeres. Este no es un dato accidental, detalle del que luego pueda prescindirse. Los textos morales de aquel tiempo (de judíos, estoicos, incluso las tablas de deberes domésticos de la iglesia postpaulina: Col 3, 18-4, 1: Ef 5, 22-6, 9; 1 Ped 3, 1-7 etc), están llenas de mandatos propios de varones y mandatos de mujeres. De esa forma ofrecen tablas de preceptos familiares donde todo está reglamentado para el varón y la mujer (especialmente para la mujer) Es sorprendente y luminoso, es evangélico y creador el hecho de que Jesús ignore (o no postule) tales distinciones A su juicio no existe una segunda moral especificamente de mujeres, propia y exclusiva para ellas sino que hay una misma para todos, varones y mujeres. En otras palabras, dentro del Evangelio resulta impensable, carece de sentido un texto tan fundamental como el orden tercero de la Mishna (Nashim) que trata básicamente de las mujeres
- La exigencia moral del sermón de la montaña no es un apéndice accidental o tardío que se deba añadir a una vida eclesial ya formada donde se hallan prefijados los deberes de varones y mujeres. Con su llamada creadora de reino (de gratuidad, perdón, renuncia a la violencia, vida compartida. . . ), Jesús está ofreciendo las bases de la nueva humanidad; está suscitando aquello que pudiéramos llamar la nueva creación, donde no existen ya varones y mujeres como distin¬tos ante Dios sino personas abiertas para el reino .
Para nosotros, los cristianos, las funciones del varón y la mujer, en cuanto seres personales, han de entenderse y formularse preci¬samente a partir del sermón de la montaña. Pues bien, en este plano, conforme al evangelio no se puede hablar de ninguna distinción entre el varón y la mujer. Ambos son iguales desde el reino y para el reino. Todo intento de crear dos moralidades o de justificar la superioridad del varón, reservando para él funciones personales, cristianas, especiales cuyo acceso está vedado a las mujeres me parece contrario al evangelio: es un retorno más atrás del Sermón de la Montaña .
Hay un tipo de pretendido pensamiento ¿de ascendencia griega?) que se empeña en hablar de una doble naturaleza humana, distinguiendo en ella al varón y la mujer, como seres ontológicamente distintos. Sólo en un segundo momento, sobre la base de esa naturaleza antecedente, la gracia de Jesús vendría a presentarse como culminación que no destruye esa escisión o dualismo natural (del varón o la mujer) sino que la sanciona y ratifica sobrenaturalmente. Es claro que a un nivel se puede hablar de naturaleza humana masculina, femenina) aunque luego resulte muy difícil de fijarla. Sin embargo, la realidad más honda del ser humano (varón o mujer), tal como aparece en el evangelio de Jesús, no se define a ese nivel sino a nivel de gracia y de persona. Pues bien, a ese nivel de realización personal, en clave de gracia y responsabilidad, la división del ser humano en varón y mujer resulta secundaria