"Lo que la convierte en una 'doctora mística' es que era consciente de haber recibido las 'tres mercedes'" Metáforas de la transformación mística en santa Teresa

Santa Teresa de Jesús
Santa Teresa de Jesús

La experiencia mística en el horizonte cristiano tiene por fin la unión con Dios en un proceso de ‘deificación’ o transformación que san Juan de la Cruz describe así: “Lo que pretende Dios es hacernos dioses por participación, siéndolo él por naturaleza, como el fuego convierte todas las cosas en fuego” (D 106)

Con ello, el “doctor místico” no hace sino expresar a su manera lo que se puede leer en la segunda carta de san Pedro: que por medio de la encarnación de su Hijo, Dios quiere que seamos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Petr 1,4)

La experiencia mística en el horizonte cristiano tiene por fin la unión con Dios en un proceso de ‘deificación’ o transformación que san Juan de la Cruz describe así: “Lo que pretende Dios es hacernos dioses por participación, siéndolo él por naturaleza, como el fuego convierte todas las cosas en fuego” (D 106).

Con ello, el “doctor místico” no hace sino expresar a su manera lo que se puede leer en la segunda carta de san Pedro: que por medio de la encarnación de su Hijo, Dios quiere que seamos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Petr 1,4).

Creemos. Crecemos. Contigo

El dilema místico: intentar expresar una experiencia inefable

Cuando el místico y poeta de Fontiveros en su “Cántico espiritual” (CB 39,6) comenta las palabras de la carta de san Pedro dice que, aunque la deficación “se cumple perfectamente en la otra vida”, en ésta se puede alcanzar “un gran rastro y sabor de ella”, sin que se pueda realmente expresar de forma adecuada, porque esa experiencia es inefable.

En los textos de los grandes místicos nos encontramos ante una teología paradójica y poética que converge con la teología académica (santo Tomás decía que la deificación por participación de la naturaleza divina es el futuro o la vocación de la persona humana) y al mismo tiempo la trasciende, porque intenta hablar de una ‘experiencia’ personal de la cercanía o intimidad de Dios, consciente de su inefabilidad. Por eso, santa Teresa afirma al comienzo de las quintas moradas: “Creo fuera mejor no decir nada de las que faltan, pues no se ha de saber decir ni el entendimiento lo sabe entender ni las comparaciones pueden servir de declararlo, porque son muy bajas las cosas de la tierra para este fin” (5 M 1,1).

San Juan de la Cruz
San Juan de la Cruz

También san Juan de la Cruz escribe en los prólogos de sus libros “que ni basta ciencia humana para lo saber entender, ni experiencia para lo saber decir” (S Prol. 1), o que ni las mismas personas que pasan por ese proceso de deificación lo pueden expresar con palabras: “ésta es la causa por que con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten y de la abundancia del espíritu vierten secretos y misterios, que con razones lo declaran” (CB Prol. 1,1). Las numerosas repeticiones en un estilo circular de volver sobre lo mismo que encontramos en santa Teresa y san Juan (y también en los místicos del Islam con los que comparten la ‘formas’ de expresar su experiencia mística) son una clara señal de su lucha por comunicar lo que en última instancia es inefable y solo se puede expresar de alguna forma en el lenguaje de la poesía o la metáfora. Porque, como dijo Paul Ricœur en su gran libro sobre la metáfora citando a Roman Jakobson, la esencia de la metáfora es su carácter analógico: “Era así, y no era así”. Lo que nos ofrecen los místicos es su interpretación en el horizonte de comprensión de su propia tradición religiosa y en un lenguaje metafórico que nos atrae más que el de la árida teología académica.

Lo que convierte a santa Teresa en una “doctora mística” es que era consciente de haber recibido lo que ella llama las “tres mercedes”: “Porque una merced es dar el Señor la merced, y otra es entender qué merced es y qué gracia, otra es saber decirla y dar a entender cómo es” (V 17,5). En su genuino lenguaje espiritual, santa Teresa nombra aquí las tres características de los autores de textos místicos: experimentar, interpretar, describir.

El gusano de seda y la mariposica

La santa andariega describe su proceso de deificación o unión con Jesucristo como un matrimonio por amor que comienza con el noviazgo y termina con el desposorio espiritual. Una de sus imágenes más originales es la transformación del gusano de seda, “grande y feo”, en una “mariposica blanca, muy graciosa”. Santa Teresa narra este proceso con admiración por las obras de Dios y ve en ello una metáfora para el proceso de deificación: “Ya habréis oído sus maravillas en cómo se cría la seda, que sólo El pudo hacer semejante invención, y cómo de una simiente, que dicen que es a manera de granos de pimienta pequeños (que yo nunca la he visto, sino oído, y así si algo fuere torcido no es mía la culpa), con el calor, en comenzando a haber hoja en los morales, comienza esta simiente a vivir; que hasta que hay este mantenimiento de que se sustentan, se está muerta; y con hojas de moral se crían, hasta que, después de grandes, les ponen unas ramillas y allí con las boquillas van de sí mismos hilando la seda y hacen unos capuchillos muy apretados adonde se encierran; y acaba este gusano que es grande y feo, y sale del mismo capucho una mariposica blanca, muy graciosa. Mas si esto no se viese, sino que nos lo contaran de otros tiempos, ¿quién lo pudiera creer?” (5 M 2,2). La metáfora del gusano de seda y la mariposica blanca es tan importate para santa Teresa que en las tres últimas moradas casi se olvida de la metáfora del “Castillo interior”, con la que había comenzado la obra.

Santa Teresa de Jesús
Santa Teresa de Jesús

El gusano de seda y la mariposica son imagen de la persona humana que ha tomado conciencia de su vocación divina, que ha entrado en el “Castillo interior”, que ha decidido ver solo en Dios su tesoro y que, en lo más profundo de su alma, “comienza a labrar la seda y edificar la casa adonde ha de morir. Esta casa querría dar a entender aquí, que es Cristo. En una parte me parece he leído u oído que nuestra vida está escondida en Cristo, o en Dios, que todo es uno, o que nuestra vida es Cristo” (5 M 2,4, cf. Col 3,3: “Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios”; Teresa cita el pasaje bíblico como casi siempre de oídas, pues no estaba bien visto que lo hiciera literalmente y diera así a entender que conocía muy bien la Biblia). Teresa es consciente de lo paradójico de este proceso en el que Cristo, que es nuestra morada, espere que la labremos nosotros mismos por medio de la oración. Y expresa así esa colaboración entre Dios y el hombre en el camino espiritual: “Parece que quiero decir que podemos quitar y poner en Dios, pues digo que El es la morada y la podemos nosotras fabricar para meternos en ella. Y ¡cómo si podemos!, no quitar de Dios ni poner, sino quitar de nosotros y poner, como hacen estos gusanitos” (5 M 2,5). Se trata de hacer “todo lo que podemos” para que Su Majestad more a gusto en nosotros. Santa Teresa, al fin y al cabo una persona de su tiempo, expresa lo que podemos hacer en el lenguaje ascético de la época: “quitando nuestro amor propio y nuestra voluntad, el estar asidas a ninguna cosa de la tierra, poniendo obras de penitencia, oración, mortificación, obediencia” (5 M 2,6). Dejando a un lado el lenguaje ascético, este proceso equivale a la superación fundamental del egocentrismo o del narcisismo primario, sin lo cual no hay ningún camino de perfección, como nos recuerda también la buena filosofía. Baste mencionar aquí el ensayo del filósofo alemán Ernst Tugendhat “Egocentricidad y mística: Un estudio antropológico” (2004).

La mariposica blanca es para santa Teresa un símbolo del alma enamorada de Cristo, del “hombre nuevo” que revolotea libremente sin descanso ni apoyo en las cosas de este mundo, que puede decir con san Pablo “vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20) y que anhela el encuentro cara a cara con Dios después de la muerte. 

Era así, y no era así: lenguaje metafórico

En santa Teresa no falta la “metáfora del fuego” para referirse al proceso de transformación o deificación; por ejemplo, cuando habla en varias ocasiones de la transverberación o traspaso del corazón o de sus entrañas por un fuego sobrenatural, obra del Cupido divino con una saeta ardiente. Es un fuego que no es un fuego, pues no quema. Partiendo de estos textos, Giovanni Lorenzo Bernini esculpió en mármol el famoso éxtasis de santa Teresa entre 1645 y 1652. Al verlo, sentimos, como en toda representación artística de visiones místicas (cf. la “lactatio” de san Bernardo, pintada por Alonso Cano o Murillo), que se han traspasado ciertos límites. Porque lo propio de las descripciones de visiones místicas es que debemos dejarlas en el alero de lo metafórico: “Era así, y no era así”. Santa Teresa ha experimentado que ha crecido en una ‘historia de amor’ con Jesucristo y lucha por encontrar las palabras para hacerlo comprensible. El Amado, dice, causa tal efecto en el alma “que se está deshaciendo de deseo y no sabe qué pedir, porque claramente le parece que está con ella su Dios” (6 M 2,4). Y Teresa continúa con la metáfora de la saeta ardiente: “¿qué desea, o qué le da pena?, ¿qué mayor bien quiere? — No lo sé; sé que parece le llega a las entrañas esta pena, y que, cuando de ellas saca la saeta el que la hiere, verdaderamente parece que se las lleva tras sí, según el sentimiento de amor siente. Estaba pensando ahora si sería que de este fuego del brasero encendido que es mi Dios, saltaba alguna centella y daba en el alma, de manera que se dejaba sentir aquel encendido fuego, y como no era aún bastante para quemarla y él es tan deleitoso, queda con aquella pena y al tocar hace aquella operación; y paréceme es la mejor comparación que he acertado a decir. Porque este dolor sabroso —y no es dolor— no está en un ser; aunque a veces dura gran rato, otras de presto se acaba, como quiere comunicarle el Señor, que no es cosa que se puede procurar por ninguna vía humana. Mas aunque está algunas veces rato, quítase y torna; en fin, nunca está estante, y por eso no acaba de abrasar el alma, sino ya que se va a encender, muérese la centella y queda con deseo de tornar a padecer aquel dolor amoroso que le causa” (6 M 2,4). Encontramos en el texto aspectos típicos del lenguaje metafórico: un dolor que no es dolor (era así, y no era así), un fuego que no acaba de abrasar el alma, la conciencia de la inefabilidad de la experiencia y al mismo tiempo el pensar que se trata de la mejor comparación que ha encontrado.

El éxtasis de Santa Teresa, de Bernini
El éxtasis de Santa Teresa, de Bernini

Y, sin embargo, sigue siendo una comparación provisional e insuficiente para lo experimentado. Más tarde, intenta aclararlo de nuevo, dando a entender que se trata de una forma de hablar: “No digo que es saeta, mas cualquier cosa que sea, se ve claro que no podía proceder de nuestro natural. Tampoco es golpe, aunque digo golpe; mas agudamente hiere. Y no es adonde se sienten acá las penas, a mi parecer, sino en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo, que de presto pasa, todo cuanto halla de esta tierra de nuestro natural y lo deja hecho polvos, que por el tiempo que dura es imposible tener memoria de cosa de nuestro Señor; porque en un punto ata las potencias de manera que no quedan con ninguna libertad para cosa, sino para las que le han de hacer acrecentar este dolor” (6 M 11,2). Para santa Teresa, lo cierto es que este fuego y dolor de la transformación o deificación proviene del fondo del alma, donde mora el Amado (cf. Jn 14,23).

Cuando cae agua del cielo en un río o en una fuente

En las séptimas moradas, santa Teresa describe la experiencia de unión con Dios en el matrimonio o desposorio espiritual con la mejor imagen que se le ocurrió al final del camino: “es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cual es el agua, del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida se hace todo una luz” (7 M 2,4). Santa Teresa añade: “Quizá es esto lo que dice San Pablo: El que se arrima y allega a Dios, hácese un espíritu con El” (7 M 2,5, cf. 1 Cor 6,17).

La descripción de la unión con Dios mediante la metáfora del agua y la luz suena cuasi ‘budista’, como una ‘experiencia de fusión’ con la aniquilación del propio yo. Pero con la referencia a 1 Cor 6,17, santa Teresa insinúa que lo entiende en el marco de su propia fe, como no podría ser de otra manera, si la experiencia, la interpretación y la descripción están relacionadas: la experiencia mística es siempre una ‘experiencia interpretada’ en el horizonte de la propia fe.

En su gran encíclica “Deus caritas est”(n.º 10), el papa-teólogo Benedicto XVI resumió así la experiencia mística de matriz bíblica: “se da ciertamente una unificación del hombre con Dios —sueño originario del hombre—, pero esta unificación no es un fundirse juntos, un hundirse en el océano anónimo del Divino; es una unidad que crea amor, en la que ambos —Dios y el hombre— siguen siendo ellos mismos y, sin embargo, se convierten en una sola cosa: ‘El que se une al Señor, es un espíritu con él’, dice san Pablo (1 Co 6, 17).”

Para aclarar la unión con Dios, Benedicto XVI ha citado el mismo pasaje de san Pablo al que se refería también santa Teresa. Pues esa unión debe entenderse en el contexto de la ‘unión hipostática’ y del ‘maravilloso trueque’ en el misterio de la encarnación: Dios se hizo hombre para deificar la naturaleza humana. Aquí reside para los cristianos el fundamento espiritual de la dignidad humana, pues como dice el Concilo Vaticano II en “Gaudium et spes” (n.º 22), “el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”.

Una llama de amor

Juan de la Cruz expresó el proceso de transformación más bien con la metáfora de una «llama viva de amor» en el poema del mismo nombre. El místico escribió un comentario en prosa al respecto que a veces oscurece la poesía. Por eso, prefiero dejarlo aquí como poema, con solo unas pocas indicaciones:

«Oh llama de amor, vida,

tu delicado ardor hiere

el alma en lo más profundo de mi ser.

Ya que no me eludes más:

si así lo deseas, hazlo,

rompe el velo de esta dulce unión.

¡Oh, suave ardor del espíritu!

¡Llagas que me has regalado!

¡Oh, mano delicada! ¡Oh, toque precioso!

Sabor de vida eterna

y la cancelación de todas las deudas:

Tú matas, transformando así la muerte en vida.

¡Oh, lámparas, resplandecientes como el fuego,

en cuyo resplandor

las cuevas más profundas de mis sentidos,

que estaban ciegas y oscuras,

con una rareza suavidad iluminan y

calidez, con el amado uno!

¡Con qué dulzura y con qué amor

despiertas en mi corazón,

donde misteriosamente solo tú moras,

en el aroma de tu aliento

de felicidad y dicha:

¡Qué delicadeza tiene tu cortejo amoroso!

La primera estrofa trata del ardiente anhelo de la perfección o de ver a Dios cara a cara, porque aquí ya se ha experimentado de manera eminente la deificatio o la conformidad con Cristo. En la segunda estrofa, el contacto divino y la transformación se entienden como obra de la Trinidad, en la que el hombre viejo debe morir para que pueda surgir el nuevo. La tercera estrofa da a entender que la experiencia mística de la transformación también se caracteriza por una dimensión «noética» especial, por decirlo con William James, es decir, que nuestros sentidos y facultades («las cavernas de mis sentidos») son conducidos a un nuevo conocimiento iluminado o sapiencial, que solo puede describirse en un lenguaje paradójico y apofático: Es un conocimiento en la ignorancia, una comprensión no conceptual en la incomprensión, que trasciende todo conocimiento. Por último, la cuarta estrofa describe la feliz serenidad del hombre que se sabe amado interior y tiernamente por Dios.

*Mariano Delgado es catedrático emérito de Historia de la Iglesia en la Universidad de Friburgo (Suiza) y Decano de la Clase VII (Religiones) en la Academia Europea de las Ciencias y las Artes de Salzburgo.

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