A vueltas con Queiruga (2). La revelación como mayéutica

Quiero terminar mis reflexiones sobre el pensamiento A. T. Queiruga, a quien conforme a la carta del Sr. Rico Pavés, quieren condenar por su manera de entender la revelación, reflexionando precisamente sobre su manera de entender la revelación. Conservo todavía amorosamente el precioso libro que él me mandó a Verín/Galicia (donde me tenían desterrado mis “pecados” teológicos), el año 1985,

escrito en gallego, la lengua de aquella tierra: A revelación de Deus na realización do home, ed. Galaxia, Vigo 1985. Era y sigue siendo un libro espléndido, traducido a varias lenguas, entra otras al castellano (La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987). Allí desarrollaba Andrés, hace casi 25 años, las ideas por las cuales quieren condenarle ahora. Yo suelo plantear el tema de una forma ligeramente distinta, destacando algo más la novedad de la “irrupción de Dios” en Cristo, pero reconozco que el modelo de Queiruga es plenamente cristiano, e incluye también ese aspecto de irrupción que yo quiero destacar. Es un tema importante, con muchas consecuencias en la vida de la Iglesia y en la teología y así quiero presentarlo sólo de manera muy sencilla, para que a lo largo dos días puedan retomarlo los lectores de mi blog. Con esto termino mi “serie Queiruga”.

Dos modelos:

La mima Biblia dice que el Reino se encuentra dentro de nosotros (cf. Lc 17, 21). Por eso, el camino de Dios es ruta de interioridad. Pero debemos añadir que esa interioridad ha de entenderse de manera dialogal: para hallarse verdaderamente dentro de nosotros, respondiendo a la pregunta que nosotros le ha¬cemos, Dios ha de encontrarse también fuera, como amor que nos enriquece, palabra que nos interpela. En ese contexto se pueden distinguir (sin separarlos) dos modelos:

El modelo del despliegue histórico destaca más el camino de la inmanencia, definiendo a Dios como Vida al interior de nuestra vida, como Aquel cuya figura vamos descubriendo y modelando a medida que avanzamos en nuestra racionalidad (nuestro conocer y amar). Dios se encuentra, según eso, al interior de nuestra vida y la marcha religiosa puede definirse como de “mayéutica” o alumbramiento: damos a luz aquello que tenemos (somos) dentro de nosotros mismos.

Otro modelo de revelación destaca más la ruptura: estando dentro de nosotros, Dios se encuentra por encima de aquello que podemos descubrir en nuestra vida interna, a lo largo de la historia; por eso, su Palabra es voz que sobreviene desde fuera, como una semilla que fecunda y enriquece nuestra vida. Dios no está ahí sólo porque nosotros le busquemos y podamos conocerle, sino porque él mismo es amor y porque quiere en amor revelarnos su misterio.

Interioridad sagrada, camino Dios. La mayéutica

Esta es la paradoja: la idea de Dios (siendo transcendente) va emergiendo al interior de nuestra historia, como si estuviera dentro, como si formara parte de nuestro ser profundo, como si sólo tuviéramos necesidad de afinar el oído y escucharla (escuchándonos a nosotros mismos). Esta perspectiva de inmanencia histórica de Dios la han evocado de formas complementarias algunos grandes pensadores de la modernidad, de Hegel al último Zubiri, desarrollando una imagen de Platón, que presentaba a Sócrates como mayeuta, partero de Dios en la historia. Así lo ha destacado A. Torres Queiruga en el libro ya citado, del año 1985, empleando el símbolo de la mayéutica

Mayéutica es el arte de las comadronas. Ellas no en¬gendran, pero ayudan a que nazca lo engendrado, para que los hombres o mujeres “grávidos de Dios” culminen su itinerario de alumbramiento. Esta visión de la mayérutica responde de manera clásica al esquema filosófico y humano de Platón, que haciendo suyos los principios de Sócrates, concibe el pensamiento como reminis¬cencia: recordamos y alumbramos aquello que llevábamos dentro, en el mismo principio divino de nuestro ser, de manera que el proceso de la vida se concibe así como despliegue del germen de Dios (amor, conocimiento) que nosotros mismos so¬mos:

– "Mi arte mayéutica tiene seguramente el mismo alcance que el de las co-madronas, aunque con una diferencia y es que se practica con los hom¬bres (seres humanos) y no con las mujeres, tendiendo además a provocar el parto en las almas y no en los cuerpos... A mí me ocurre con esto lo mismo que a las comadronas: no soy capaz de engendrar la sabiduría, y de ahí la acusación que me han hecho de que dedico mi tiempo a interro¬gar a los demás...
– La causa verdadera es ésta: la divinidad me obliga a este menester con mi prójimo, pero a mí me impide engendrar. Los que se acercan hasta mí semejan de primera intención que son unos completos ignorantes, aunque luego todos ellos, una vez que nuestro trato es más asiduo, y que por consiguiente la divinidad les es más favorable, progre¬san con maravillosa facilidad, tanto a su vista como a la de los demás.

– Re¬sulta evidente, sin embargo, que nada han aprendido de mí y que, por el contrario, encuentran y alumbran en sí mismos esos numerosos y her¬mosos pensamientos. ¡Ah!, pero la causa de tal engendro somos la divi¬nidad y yo mismo." (Platon, Teeteto 150 d. Palabras de Sócrates).



Parto de Dios.

El conocimiento es a veces doloroso porque el humano prefiere la ignorancia: mantenerse en un nivel de superficie, dejando que la vida le resbale, sin alzarse ni enfrentarse con ella. Pues bien, en contra de eso, el verdadero mayeuta es un experto en ciencias de gestación: es como evocador (despertador) de divinidad. Nos ayuda a dar a luz a Dios en nuestra vida: esa es su tarea en el camino.

El ser humano (en nuestro caso la historia) conoce la verdad, pero no puede alumbrarla (no la sabe decir), si no encuentra quien le ayude, haciéndole preguntas, llevándole al lugar en donde emerge la ciencia verdadera del conocim¬iento de sí mismo. Por eso es necesario el arte del mayeuta educador, de aquel que está versado en las técnicas más hondas de maduración y alumbramiento, que va guiando a los demás en el camino de gestación, hasta que puedan encontrarse a sí mismos, descubriendo y alumbrando forma su verdad interna.

Dios mismo late desde siempre, al interior de los humanos, pero es un Dios que late (¡bello durmiente del bosque!), a quien nosotros mismos debemos despertar, para que así despertemos nosotros, tomando conciencia de nuestra raíz divina y alumbrando nuestra propia verdad al alumbrarle (haciendo que se exprese en nosotros). Dios viene a mostrarse, según eso, como la Semilla más honda de nuestra existencia: Aquel que va expresándose y desplegando su verdad a medida que nosotros despertamos a la verdadera vida humana.

Los hombres y mujeres religiosos y/o los sabios, como Sócrates y Buda, han sido auténticos mayeutas de Dios, ayudándole a nacer en la conciencia humana, como expertos en alumbramiento religioso: han penetrado hasta el estrato más profundo de la vida, asumiendo el dolor ¬del alumbramiento sagrado. Este camino de búsqueda interior y gestación es do¬loroso y arriesgado, pues lleva al humano más allá de la cortina de apariencias, de las cosas que se dicen sin pensar, hasta la hondura de los grandes pensamientos, al plano donde el mismo Dios habita y se desvela en nuestra vida.

Mayéutica divina, alumbramiento de Dios en la historia.

Nacimiento de Dios y nacimiento humano son inseparables: a lo largo de la historia va emergiendo la idea de Dios y emergemos (nacemos) nosotros mismos, en proceso de maduración, recogido por los grandes textos religiosos de la humanidad (Biblia, Vedas etc): la idea de Dios nace al interior de nuestra idea, la vamos descubriendo a medida que avanza la historia.
Estamos, según eso, ante un ¬camino de inmanencia: lo divino es como germen que se encuentra dentro, latente en nuestra vida, y que nosotros debemos despertar. Dios se hace camino (nace) en nuestro mismo caminar humano. Dios se manifiesta desde el fondo de nuestra vida, como semilla que va madurando a medida que nosotros mismos vamos madurando. No somos dos "cosas" distintas (Dios y nosotros), sino dos momentos o aspectos de una misma realidad de fondo, es decir, el Dios en que somos nosotros (siendo en él y siendo, de esa forma, independientes, seres personales). El itinerario de Dios es, según eso, nuestro mismo itinerario:
La misma historia es así la educadora (=educere, sacar lo que había dentro), de manera que ella conduce a los hombres hasta el lugar donde pueden dar a luz su "idea" más alta, una “idea y realidad” que siendo suya les desborda (como puso de relieve de un modo genial San Anselmo). De esa forma vamos descubriendo nuestra hondura como humanos, seres que pueden conocer y amar, reconociendo nuestra verdad (que es la Verdad de Dios en que existimos, nos movemos y somos, como dijo Pablo en Atenas, según Hech 17).
Ciertamente, para dejar que Dios se manifieste en nuestra vida debemos vencer dificultades exteriores, resistencias interiores y dolores: el camino que conduce al castillo interior (¡Santa Teresa!) es un complicado, largo la¬berinto, un ascenso que va en contra de las mil facilidades de la vida que nos quieren encerrar en lo inmediato. Por eso, aquel que logra conocerse es como un "héroe" de la vida y plenitud interna, vencedor de mil olvidos y obsesiones, muertes interiores y dragones (por utilizar un lenguaje psicológico y simbólico).

Nosotros le encontramos, él se revela

En esa hondura más profundo que nuestra radical profundidad, emerge el ser divino, a quien vamos descubriendo a lo largo de la historia, con la ayuda de los grandes itinerantes (mayeutas, místicos y santos) que nos hacen penetrar hasta el misterio divino de la historia. Pues bien, en esa hondura, al encontrarnos a nosotros mismos, descubrimos al Dios que nos habita (nos llena por dentro, nos impulsa). Todo es nuestro en ese encuentro; pero todo a la vez de Dios, como los cristianos hemos descubierto en Cristo, conforme a la visión del Dogma de Calcedonia (es perfectamente hombre, siendo Dios perfecto).

Éste es el camino que han seguido algunos grandes testigos de Dios, como Santa Teresa de Jesús, cuando buscándose a sí misma en lo más hondo de su vida descubren al mismo Dios, tras la siete murallas o cercos que custodian y defienden su secreto. Al buscarse a sí mismos, en gratuidad total y claridad intensa, los hombres religiosos han descubierto su identidad divina, abriendo así una vía mística (misteriosa, personal y sorprendente) de búsqueda y encuentro con Dios, en la gran roca o muro inaccesible de su divinidad (para saber al fin que no son ellos los que le han encontrado, sino que ha sido Dios quien se ha manifestado).

En este contexto podemos distinguir dos momentos, pero sabiendo que son inseparables (como dice Calcedonia, hablando de Jesús). (a) Hay un momento de transcendencia. Los cristianos confiesan que Dios mismo se ha revelado, porque así lo ha querido, en el despliegue de la historia israelita, tal como ha venido a culminar en Jesucristo. (b) Hay un momento de inmanencia. La misma historia es proceso en-gendrador de Dios que va emergiendo en forma humana, en el camino creador (revelador) de la cultura.

La misma historia es “matriz” donde se engendra lo divino, no por necesidad, sino porque Dios lo ha querido, el Dios de Jesús, que es un Dios de encarnación. Así lo muestra, por ejemplo, el gran símbolo de la Mujer de Ap 12,1-5, que engendra al mismo Dios trascendente en su historia de dolores. Ella está grávida de Dios, y así le engendra (engendra a su Hijo), superando la persecución del Dragón adverso. La revelación se identifica así con un proceso de maduración: la misma vida humana es camino de emergencia sagra¬da, religiosa y Dios aparece como germen de vida y realidad que habita–alienta (se despliega) dentro de nosotros.

¿Matizaciones?

Esta visión de Queiruga responde sin duda a la experiencia del cristianismo. Pero debemos entenderla de un modo adecuado, y no con caricaturas, como han hecho algunos de sus críticos.

a) En la historia humana de la revelación de Dios no todo da lo mismo, sino que hay momentos estelares de revelación que se identifican con los grandes creadores religiosos y en especial con Cristo. En esa línea dice Queiruga que las revelaciones no son simétricas e iguales.

b) Ciertamente, Dios es trascendente, pero no fuera de la historia, sino en la misma historia humana. Entendida así, la historia de los hombres es más que historicidad positiva; es presencia de trascendencia.

c) No estamos sólo grávidos de Dios, sino que junto a la semilla de Dios (¡parábola del sembrador, Mc 4 par), tenemos un hueco donde ha podido ir cayendo semilla de muerte, es decir, de lo diabólico. Sabemos que en la marcha divina de la historia triunfará la semilla buena, pero tenemos que ponernos en manos de Dios y precisar bien el camino, en actitud de acogimiento y gracia.

d) Por eso, en el interior del mismo esquema mayeútico, de la historia como proceso de alumbramiento divino, debemos situar el esquema revelatorio de la siembra y gracia de Dios. Si de verdad hacemos la marcha de Dios, descubriremos que es el mismo Dios quien hace con nosotros su marcha (revelándose él mismo, porque quiere, pero siempre en nuestra historia, es decir, en nuestra humanidad, no fuera de ella).

e) En esa línea, siendo todo nuestro, todo es de Dios. Nuestra Palabra más honda no nos pertenece. Siendo todo nuestro, todo es de Dios, que siembra su gracia en nuestra vida. El hombre moderno ha querido poseer la Palabra en propiedad, dominando de esa forma al mismo Dios. Pues bien, en contra de eso, los hombres y mujeres religiosos (amantes verdaderos) saben que no es bueno volverse propietarios. En diálogo vivimos; sólo en diálogo de donación y acogida podemos desplegar nuestras más hondas posibilidades. Lo más nuestro es una Gracia de Dios. Cristo ha nacido de la historia de los hombres (es plenamente humana) siendo Hijo de Dios (precisamente por ser el verdadero Hijo de los hombres).

Éste es un tema que A. Torres Queiruga comparte con su maestro K. Rahner, de quien hablaré dentro de dos días. Que San Pedro y san Pablo nos acompañen en la marcha.

Para más lectura cf. K. Rahner, Espíritu en el mundo, Herder, Barcelona 1963; Oyente de la palabra, Her¬der, Barcelona 1967; A. Torres Queiruga., La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987; La constitución moderna de la razón religiosa, EVD, Estella 1992; X. Zubiri, El problema filosófico de la historia de las religiones, Alianza, Madrid 1993; El problema teologal del hombre, Alianza, Madrid 1997.
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