Sin derecho a enfermar

Hacía tres años que no caía enfermo. Acostumbrado a vivir sano como un roble  me confié demasiado y en enero de este ano pagué la factura (o varias) de errores como descuidarme con la mosquitera por la noche y de beber agua en cualquier sitio sin las debidas precauciones. Después de tres décadas en África, nunca pensé que la enfermedad me iba a hacer descubrir tantas cosas.

Primero fueron dos crisis de paludismo que me dejaron por los suelos, acompañadas de una diarrea de la que no me libre hasta pasadas dos semanas. Cuando creí que ya estaba recuperado, me surgieron problemas “de fontanería” con el sistema urinario que me obligaron a ir al baño cada pocos minutos, con las consabidas molestias de tener que salir fuera constantemente durante las mil reuniones de trabajo de cada día, de buscar un rincón donde orinar de forma intempestiva durante mis visitas a las barriadas y de dormir poco por las noches. Y cuando, tras empezar con un tratamiento adecuado, parecía que ya estaba mejor, empecé a vivir en un estado permanente de agotamiento. La temperatura de más de 35 grados a la que se llega fácilmente en Bangui durante la estación seca multiplico el cansancio hasta dejarme con la lengua fuera incluso cuando recorría los no más de 30 metros que separan la puerta del recinto de Naciones Unidas al lugar donde tengo la oficina. “Es una infección en la garganta”, me dijo el médico expatriado al que acudí. Cuando empezó la fiebre vespertina, rozando los 40 grados, me alarmé y me dije a mi mismo que no podía ser debido a una simple garganta irritada.

Fiándome más de los médicos centroafricanos, llame a uno con el que tengo bastante confianza y, tras hacerme los análisis de rigor, que confirmo lo que me temía: que era la fiebre tifoidea. “Has trabajado en campos de desplazados?”, fue la primera pregunta que me dirigió. Tras describirle como suele ser una jornada mía normal en los barrios siniestrados de Bangui, más unos días que pase en Alindao donde estuve bastante tiempo entre los desplazados de la misión católica y comí y bebí lo que me ofrecieron sin importarme mucho, me puso en tratamiento. Solo fueron cinco inyecciones intravenosas, bastante molestas, por cierto. Me las ponía por la noche antes de dormir y durante el día intentaba seguir con mi rutina normal de trabajo. Tuve suerte, después de todo. Tengo compañeros que también han pasado la fiebre tifoidea y que han recibido tratamientos de quince días. Uno de ellos, hospitalizado.

Ya bastante recuperado, fui unos días a Madrid y, tras hacerme todas pruebas de rigor en la consulta de Medicina Tropical en el Ramón y Cajal, me quedé tranquilo al ver los resultados. Al final, haciendo cuentas, me percaté de que, entre las visitas a domicilio del médico en Bangui, ir a hacerme análisis y ecografías y comprar medicamentos me había gastado una cantidad de dinero nada despreciable. Nada que arruine mi economía familiar, pero si en lugar de ser un funcionario de la ONU yo hubiera sido, pongamos por caso, un maestro o un empleado de un ministerio en la República Centroafricana, pagar para curarme de las tres plagas que se cebaron en mi me habría supuesto el sueldo de varios meses.  Solamente las cinco inyecciones de Ceftriasone  me costaron el equivalente a cerca de cien euros, más de lo que gana -por ejemplo- un policía en un mes.

Enfermedades como el paludismo o la fiebre tifoidea aquí están a la orden del día. Quien puede permitirse el lujo de comprar siempre agua embotellada. El agua en Bangui, no solamente está muy sucia, sino que en muchos barrios conseguir un bidón para la familia supone que la señora se tiene que levantar a las dos o las tres de la madrugada para ir a la fuente más cercana y hacer cola pacientemente hasta conseguir el precioso líquido. Como es posible que esto ocurra en una ciudad de menos de un millón de habitantes que esta levantada a orillas de un caudaloso rio es algo difícil de explicar.

¿Qué hace entonces la gente cuando está enferma? En muchos casos, simplemente quedarse sin tratamiento porque no puede pagarlo y “esperar a que se le pase”, si es que eso puedo ocurrir, porque un centroafricano de a pie no tiene dinero para pagarse las pruebas médicas, las consultas y los medicamentos. Y quedarse sin tratamiento muchas veces, según qué enfermedades, puede acabar en la tumba. Así se explica que este país tenga una esperanza de vida que no va más allá de los 52 años. En otros casos, muchos acuden a la medicina tradicional, bastante más barata, que en algunos casos puede ser eficaz hasta cierto punto. Me sorprendió, durante los días que estuve enfermo, la cantidad de brebajes preparados con cortezas, raíces y hojas variopintas que algunos amigos que se acercaron a verme me trajeron prometiéndome resultados inmediatos.

Y, como no, cada vez proliferan más las iglesias, sectas o grupúsculos religiosos de diverso color que prometen curaciones milagrosas para los que acuden con fe a sus ceremonias de oración. He acudido, en tres ocasiones, por curiosidad, a algunos de estos lugares y me ha sorprendido que en el interior de sus locales no cabe ni un alfiler. La gente acude con bidones de agua, con botellas de aceite o con bolsitas de sal para que el reverendo se las bendiga y puedan utilizarlas para sus familiares enfermos. Como si hubieran copiado las rutinas de los hospitales, a los que acuden buscando remedio a sus males se les dice que tienen que venir todas las tardes durante una, dos o tres semanas, sin falta, de tal a tal hora, para que la sanación tenga lugar. Si se te pasa la enfermedad, es Dios quien te ha curado, hermano. Y si no te curas o incluso si te mueres, la culpa es tuya porque no tenías fe.

Hay que ver la de cosas en las que uno puede caer en la cuenta cuando se pone enfermo.

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