Las tres situaciones del misionero en África
(JCR)
Durante los últimos días he estado reflexionando sobre qué significa ser misionero hoy en África y lo primero de lo que me he apercibido es que hay, por lo menos, tres situaciones distintas a las que hay que saber adaptarse. Curiosamente, los tres escenarios se dan en Uganda, el país donde llevo 20 años, y me atrevo a describirlas de la siguiente manera.
Hay, en primer lugar, situaciones que pueden llamarse de “primera evangelización”. Este el caso, por ejemplo, de la región de Karamoya, en el noreste de Uganda, habitada por pastores seminómadas cuyas costumbres –robos de ganado con violencia, poligamia- son bastante refractarias al cristianismo y donde los cristianos son una minoría. En estas circunstancias, y a pesar de la dureza que supone trabajar como evangelizador, el misionero tiene pocas oportunidades de entrar en “crisis de identidad”, ya que su papel parece bastante claro: anunciar el evangelio a los que nunca han oído hablar de Jesucristo, dar testimonio de otro modo de vida, ayudar a organizar la iglesia local y formar y apoyar al clero local, todavía muy escaso.
En otros lugares, normalmente pasadas varias décadas de trabajo misionero, los católicos llegan a constituir un porcentaje significativo de la población (digamos que a partir del 30%), el cristianismo empieza a tomar carta de ciudadanía en la cultura social, la iglesia local se afianza y el clero llega a estar formado a partes iguales por sacerdotes y religiosos locales y expatriados. En diócesis así suele ocurrir un fenómeno bastante curioso que pudiera compararse con la crisis de la adolescencia: el clero local, al crecer, exige más responsabilidades y tomar las riendas de su propia iglesia, y los misioneros extranjeros pueden mostrar una cierta resistencia a dejar las responsabilidades de instituciones importantes como el seminario, el centro catequético, la procura diocesana... pensando que los curas del lugar aún no tienen la suficiente madurez y experiencia como para llevarlas adelante. Basta que un cura local tenga un fallo importante o no sea capaz de estar a la altura de las circunstancias para que el misionero salte al instante: “¿No te lo decía yo?” Al mismo tiempo, si la diócesis está ya en manos de un obispo africano, el misionero puede sentir la frustración de pensar que se le valora sobre todo por el dinero o los contactos que puede aportar, y no tanto por sus cualidades o por su celo apostólico. En esta segunda situación, los misioneros tienen que mostrar una gran humildad de asumir el papel de San Juan Bautista: “Ella (la iglesia local) tiene que crecer, y nosotros tenemos que disminuir”, pero con las tensiones que este cambio lleva consigo están en riesgo constante de desarrollar algo de amargura, y mucho de hipertensión.
Y, finalmente, muchas diócesis de países africanos llegan a ser prácticamente autosuficientes de clero (con el seminario lleno y más de diez ordenaciones sacerdotales al año), tienen una curia bien organizada y grandes números de fieles que llenan las iglesias. He conocido alguna diócesis así en Uganda donde al final sólo quedaban dos misioneros mayores, encargados de una parroquia, como si de una especie en extinción se tratara.
En esta tercera situación los misioneros no deben pensar que están de sobra ni mucho menos, puesto que aún tienen un importante papel que desempeñar: dar testimonio de la universalidad de la iglesia, ayudar a la diócesis en cuestión para que no se encierre en sí misma y salga fuera de sus fronteras. Así como los contemplativos nos recuerdan a todos en la Iglesia que no podemos ser cristianos sin oración, los misioneros recuerdan a las diócesis autosuficientes que no hay Iglesia sin misión, y que, como dijo Juan Pablo II en la Redemptoris Missio, “la fe se fortalece dándola”. El mayor orgullo de los misioneros es ver cómo algunos de los sacerdotes o religiosas formados por ellos hacen a su vez las maletas y se marchan a otros lugares más necesitados a anunciar el evangelio de la misma manera que décadas atrás otras personas vinieron de países lejanos a hablarles de Jesucristo con palabras y acciones.
Durante los últimos días he estado reflexionando sobre qué significa ser misionero hoy en África y lo primero de lo que me he apercibido es que hay, por lo menos, tres situaciones distintas a las que hay que saber adaptarse. Curiosamente, los tres escenarios se dan en Uganda, el país donde llevo 20 años, y me atrevo a describirlas de la siguiente manera.
Hay, en primer lugar, situaciones que pueden llamarse de “primera evangelización”. Este el caso, por ejemplo, de la región de Karamoya, en el noreste de Uganda, habitada por pastores seminómadas cuyas costumbres –robos de ganado con violencia, poligamia- son bastante refractarias al cristianismo y donde los cristianos son una minoría. En estas circunstancias, y a pesar de la dureza que supone trabajar como evangelizador, el misionero tiene pocas oportunidades de entrar en “crisis de identidad”, ya que su papel parece bastante claro: anunciar el evangelio a los que nunca han oído hablar de Jesucristo, dar testimonio de otro modo de vida, ayudar a organizar la iglesia local y formar y apoyar al clero local, todavía muy escaso.
En otros lugares, normalmente pasadas varias décadas de trabajo misionero, los católicos llegan a constituir un porcentaje significativo de la población (digamos que a partir del 30%), el cristianismo empieza a tomar carta de ciudadanía en la cultura social, la iglesia local se afianza y el clero llega a estar formado a partes iguales por sacerdotes y religiosos locales y expatriados. En diócesis así suele ocurrir un fenómeno bastante curioso que pudiera compararse con la crisis de la adolescencia: el clero local, al crecer, exige más responsabilidades y tomar las riendas de su propia iglesia, y los misioneros extranjeros pueden mostrar una cierta resistencia a dejar las responsabilidades de instituciones importantes como el seminario, el centro catequético, la procura diocesana... pensando que los curas del lugar aún no tienen la suficiente madurez y experiencia como para llevarlas adelante. Basta que un cura local tenga un fallo importante o no sea capaz de estar a la altura de las circunstancias para que el misionero salte al instante: “¿No te lo decía yo?” Al mismo tiempo, si la diócesis está ya en manos de un obispo africano, el misionero puede sentir la frustración de pensar que se le valora sobre todo por el dinero o los contactos que puede aportar, y no tanto por sus cualidades o por su celo apostólico. En esta segunda situación, los misioneros tienen que mostrar una gran humildad de asumir el papel de San Juan Bautista: “Ella (la iglesia local) tiene que crecer, y nosotros tenemos que disminuir”, pero con las tensiones que este cambio lleva consigo están en riesgo constante de desarrollar algo de amargura, y mucho de hipertensión.
Y, finalmente, muchas diócesis de países africanos llegan a ser prácticamente autosuficientes de clero (con el seminario lleno y más de diez ordenaciones sacerdotales al año), tienen una curia bien organizada y grandes números de fieles que llenan las iglesias. He conocido alguna diócesis así en Uganda donde al final sólo quedaban dos misioneros mayores, encargados de una parroquia, como si de una especie en extinción se tratara.
En esta tercera situación los misioneros no deben pensar que están de sobra ni mucho menos, puesto que aún tienen un importante papel que desempeñar: dar testimonio de la universalidad de la iglesia, ayudar a la diócesis en cuestión para que no se encierre en sí misma y salga fuera de sus fronteras. Así como los contemplativos nos recuerdan a todos en la Iglesia que no podemos ser cristianos sin oración, los misioneros recuerdan a las diócesis autosuficientes que no hay Iglesia sin misión, y que, como dijo Juan Pablo II en la Redemptoris Missio, “la fe se fortalece dándola”. El mayor orgullo de los misioneros es ver cómo algunos de los sacerdotes o religiosas formados por ellos hacen a su vez las maletas y se marchan a otros lugares más necesitados a anunciar el evangelio de la misma manera que décadas atrás otras personas vinieron de países lejanos a hablarles de Jesucristo con palabras y acciones.