Celebrar y luchar por la justicia

Cristianos en fiesta y en lucha por la justicia, San Esteban, Salamanca 2004.

Éste es el tema que planteo en este libro. La liturgia no es una droga que nos aísla de la realidad; no es un oasis de paz. Por el contrario la celebración nos permite ensayar formas de convivencia cimentadas en la fraternidad y en la convivencia solidaria. Por eso, en la celebración la comunidad cristiana se llena de ilusión y de coraje para trabajar en la transformación de la sociedad.

Para comenzar hay que decir que, cuando celebramos la eucaristía, no hacemos memoria de la cena sino de la entrega pascual que hizo Jesús de su vida en la cruz. Estirando algo más esta afirmación podemos asegurar que lo que da sentido y consistencia a nuestra eucaristía es un gesto valiente y comprometido, un gesto de donación y de entrega: el que Jesús llevó a cabo en la cruz.
La acción simbólica de la eucaristía, el banquete, es un gesto festivo, gozoso, entrañable. Pero ese gesto no se cierra en sí mismo. Es trasparente, abierto a otra realidad que le trasciende, a una realidad más importante que él. Realidad que, en última instancia, da sentido y consistencia al banquete. Esa realidad es la entrega pascual de la vida realzada por Jesús, la donación de sí mismo y la aparición, en él, del hombre nuevo. Sin la referencia a esa realidad, el gesto simbólico carece de sentido, se desvirtúa, pierde su razón de ser. Cuando el símbolo, el banquete, acapara el interés sobre sí mismo y no remite a esa realidad que le trasciende, lo mismo: pierde su razón de ser y su fuerza.

En esta línea sería conveniente advertir que, cuando hablo de gesto simbólico y de realidad, no estoy pensando en dos entidades contrapuestas o enfrentadas; ni siquiera en dos entidades distintas. El gesto simbólico viene a ser la forma concreta de hacerse presente la realidad a la que nos referimos. Es como el revestimiento visible e histórico de esa realidad. Es el modo de existencia que permite a esa realidad hacerse cercana y contactar con nosotros, dejarse tocar por nosotros, dejar que entremos en comunión con ella. De ahí se deduce la función referencial del símbolo, su carácter subalterno, su necesidad de transparencia y de apertura a la realidad en función de la cual existe.

El banquete eucarístico es el gesto, la acción simbólica que hace viable el encuentro de comunión con el gesto pascual de Jesús y con la nueva realidad surgida en su resurrección, el hombre nuevo y regenerado. Pero este encuentro de comunión con el Cristo de la pascua no sólo es posible a través del banquete; también hay un camino de acercamiento y de comunión con el acontecimiento pascual a través de gestos, no precisamente simbólicos, sino cargados de sangre y de dramatismo, a través de la lucha sacrificada y solidaria por la justicia. Estoy pensando en el martirio. Pero también en la lucha dramática y desesperada de los pobres y desheredados de este mundo, místicamente vinculados al Dios de la cruz.

Lo que acabo de insinuar apunta a la necesidad de enganchar la experiencia celebrativa, envuelta en clima festivo, con la exigencia implacable del compromiso y de la lucha por la justicia.. Los perfiles que definen la imagen del banquete eucarístico sólo son auténticos y verdaderos cuando están apoyados en la vida real: la comensalidad, es decir, la cercanía fraterna de los comensales; la unidad de las espigas y de los racimos, dentro de la diversidad; la elocuencia simbólica de la sangre derramada como el vino generoso de la copa, o la del pan roto y repartido, como la vida que se rompe y se entrega. La belleza entrañable del abrazo fraterno. El calor humano de los hermanos sentados a la mesa, compartiendo juntos el mismo pan y el mismo cáliz. Son todos ellos gestos entrañables y festivos, pero también gestos proféticos de protesta y de denuncia, proclamaciones de nuevos modos de vida y de convivencia, anuncios escatológicos de mundos nuevos regenerados.

Si la pascua es un proceso, hay que dejar claro también que la celebración eucarística se sitúa entre el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Jesús y la culminación final del proceso pascual, cuando el cielo nuevo y la tierra nueva sean una realidad definitiva y plena. Por eso la eucaristía es anuncio y presencia escatológica, memorial del pasado y anticipación escatológica del futuro.

A lo largo de esa andadura, la comunidad peregrina celebra y hace fiesta, experimenta en símbolos la riqueza del futuro escatológico, saborea el gozo de la fraternidad y de la cercanía, disfruta del juego de la libertad sin trabas, da rienda suelta a sus sueños de felicidad compartida y de amor solidario. Pero no sólo eso. La experiencia del futuro escatológico provoca en la comunidad el rechazo del presente mezquino y mediocre en el que se ve anclada nuestra vida; suscita reacciones de desaprobación y de denuncia profética; y, lo que es más, impulsa movimientos de lucha encaminados a la transformación de la sociedad. Porque el mundo nuevo y la humanidad nueva son ciertamente para nosotros objeto de esperanza, pero también son objetivos de un proyecto y metas a conseguir.
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