EL PRIMADO DE LA DOXOLOGÍA

Es una situación que me viene preocupando desde hace tiempo. Mi experiencia en celebraciones comunitarias de grupos pequeños y en asambleas parroquiales me confirma este presentimiento; estamos perdiendo en nuestras celebraciones el sentido de la gratuidad, nos volcamos de forma insistente en nuestros problemas, en nuestras obligaciones, en nuestros compromisos; hay una tendencia obsesiva al reproche exigen-te, a la interpelación correctiva, al flagelo moralizante. Muchas plegarias, en vez de estar abiertas a la alabanza y a la doxología, se centran en un recuento pertinaz de lo que hacemos o dejamos de hacer, de lo que debiéramos hacer y no hacemos, de nuestras responsabilidades y compromisos desatendidos. Vertemos obstinadamente la mirada sobre nosotros mismos y apenas nos sentimos sobrecogidos ante la grandeza insondable del Dios revelado en Jesús, ante su bondad desbordante, ante su sabiduría, su amor y su belleza. En esta latente confrontación gana la ética y pierde la doxología.

Ya lo advertía Jürgen Moltmann en su librito Sobre la libertad, la alegría y el juego (Salamanca 1972). En nuestras sociedades modernas, preocupadas ante todo por la producción y el consumo, ancladas en la seriedad del cálculo y la especulación, atentas a las exigencias de la normativa y la ética, se está perdiendo el sentido de la fiesta, de la alegría espontánea, de la belleza deslumbrante y del juego liberador.

Este clima pragmático y calculador está influyendo de manera inexorable en el estilo y en el talante espiritual de nuestras celebraciones. Como apuntaba al principio, todo el conjunto de gestos y palabras en nuestra liturgia es un repaso de nuestras obligaciones; nos recuerdan reiteradamente lo que debemos hacer, los compromisos que debemos asumir, la coherencia que debe animar nuestro comportamiento, los fallos y deslealtades que ensombrecen nuestra conducta. Todo esto está bien, y yo no lo voy a denunciar. Lo que advierto es una falta de equilibrio, la tendencia monocorde a repetir obstinadamente la misma melodía y el lamentable olvido de otras dimensiones que han de animar nuestras celebraciones.

Uno tiene la impresión de que, con este estilo, pensamos que el éxito de nuestro comportamiento depende sólo de nosotros. La salvación y el éxito final están en nuestras manos, en nuestros recursos. Del binomio “fe con obras” sólo damos audiencia a las obras; las exigencias de la fe quedan aparcadas. La gracia de Dios, su ayuda gratuita, su donación generosa y total, su apuesta radical por el hombre, apenas cuenta. Lo importante es –creemos– lo que hacemos nosotros, nuestros méritos, nuestras acciones, nuestros compromisos.

so, a la alabanza exultante y desinteresada abierta a la grandeza del Dios trascendente, Padre bondadoso que nos ama y apuesta por nosotros.

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