Para saber celebrar el año litúrgico

Para vivir el año litúrgico. Una visión genética de los ciclos y de las fiestas, Editorial Verbo Divino, Estella 2003 (tercera edición).

Con frecuencia uno se pregunta, un tanto desconcertado, por qué debemos repetir, año tras año, la celebración de los mismos acontecimientos. Por qué todos los años, al comenzar el ciclo de adviento, se nos invita a vivir en la esperanza y a ansiar con todas nuestras fuerzas la venida del Señor. Por qué todos los años, al llegar la cuaresma, debemos revivir en nuestro interior sentimientos de penitencia y de conversión y, al llegar la pascua, se nos invita a vivir en la alegría. Uno tiene la impresión, digo, de que cada año comenzamos desde cero y volvemos a hacer nuestros, de manera un tanto formalista y superficial, unos sentimientos que, aparentemente al menos, se nos imponen desde arriba, como algo formal y prefabricado. ¿Es esto así? Debo decir que no.

Año tras año repetimos y reproducimos el misterio pascual de Cristo haciéndolo presente y actual. Se nos invita a sentirnos identificados con ese Cristo que se encarna, muere y resucita; y, a través de los misterios de culto, se nos ofrece la posibilidad de compartir con él el paso de este mundo al Padre. De esta forma, año tras año, la imagen viva de Cristo de la pascua va grabándose más en nuestras vidas, apoderándose de nosotros, transformándonos por dentro. Hasta que la imagen pascual de Cristo llegue a ser plena y definitiva en nosotros.

De ahí la necesidad de repetir incesantemente el proceso. Pero no comenzando cada año en el punto cero del año anterior. El rodar del tiempo litúrgico es circular. Pero no se trata de un círculo cerrado en sí mismo, sino de un círculo que progresa y se abre en forma de espiral. Por eso, año tras año nuestra experiencia pascual es, debe ser, más intensa, y la imagen de Cristo más profunda en nosotros.

Hay que reconocer, por otra parte, que vivimos inmersos en una sociedad plural que cabalga a ritmo de múltiples calendarios. Existen, en efecto, diferentes calendarios y diversos ritmos sin ningún colorido religioso, pero que condicionan una celebración ajustada del año litúrgico. Me refiero, por una parte, al calendario civil, que en la actual sociedad española de las autonomías reviste una peculiar resonancia; al calendario laboral, ideado en función de la productividad y del consumo, en el que se suceden de forma programada las jornadas de trabajo y de ocio, y, por último, al calendario comercial, amparado muchas veces en motivaciones religiosas y orquestado hábilmente por los medios de comunicación y publicidad con finalidades claramente lucrativas.

Este conjunto de calendarios provoca una inevitable interferencia de ritmos festivos y laborales. Interferencias que a veces hacen impracticable el desarrollo normal del año litúrgico. De hecho, el creciente desplazamiento de la población urbana al campo en los fines de semana dificulta seriamente la celebración regular del día del Señor. Los períodos de vacaciones estivales representan, al mismo tiempo, un paréntesis o una ruptura del ritmo religioso. La nueva estructuración del calendario laboral no ha facilitado, en absoluto, una presencia más asidua de las comunidades cristianas a las celebraciones festivas, especialmente en semana santa. Por otra parte, la instrumentalización comercial que la sociedad de consumo ha montado en torno a determinadas fiestas religiosas, especialmente en navidad, ha favorecido poco una comprensión adecuada del sentido cristiano de esas fiestas. Más bien las está rodeando de una lamentable ambigüedad.

Pero nadie puede ir en contra de la historia. Nosotros, los cristianos, tampoco. La situación real de nuestra sociedad es ésta; y de ahí debemos partir. Debemos comenzar, sin duda alguna, con un esfuerzo pastoral y catequético renovado, intentando educar a nuestras comunidades cristianas, haciéndolas comprender el sentido del año litúrgico, de sus ciclos y de sus fiestas. Es preciso superar el vergonzoso analfabetismo religioso que padecen una buena parte de nuestros cristianos a este respecto. Aunque, bien pensadas las cosas, quizás debamos comenzar esta labor educativa en nuestros seminarios y facultades de teología.

Finalmente, hay que decir que, quizás, debamos ir pensando en nuevas posibilidades de celebrar el año litúrgico, recuperando esquemas más simples y sencillos en los que se salven las líneas de fuerza que, a lo largo de esta obra, se pueden ir descubriendo. Sería necesario seguramente que quienes tienen en la Iglesia legitimidad para hacerlo idearan nuevas formas de celebrar el año litúrgico, de tal modo que, respetando y salvando la gran herencia que hemos recibido de la tradición más genuina y universal, se diera al mismo tiempo una respuesta adecuada a los retos que plantea hoy la sociedad en la cual vivimos. Sólo así, después de una poda audaz e inteligente, el bosque podría aparecer en la hermosa sencillez de sus líneas más originales.
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