Una reflexión sobre los abusos a menores en la Iglesia. Dejad que los niños se acerquen a mi

Dejad que los niños se acerquen a mi
Dejad que los niños se acerquen a mi

Jesús decía “dejad que los niños se acerquen a mí”. Si hubiera visto lo que hemos sabido hubiera añadido “pero ni se os ocurra abusar de ellos, ni se os pase por la cabeza manchar su inocencia”.

Tiempo de reconocer las culpas, tiempo de compensar el daño causado, tiempo de cambio, tiempo de esperanza.

Con qué ilusión llamaba Jesús de Nazaret a los niños para que se acercaran a él, “no se lo impidáis”, decía y los atraía hacia sí en una sociedad en la que un niño, y mucho menos una niña, no contaban para nada. Un mundo de adultos y de hombres a los que repetía con aire de exigencia y de cariño a un tiempo: “si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos”. Porque en ese Reino se puede entrar ya en la tierra, pero para eso hay que ser como niños, que tienen todo por hacer y pueden mirar el mundo con los ojos recién estrenados, como Adán y Eva antes de caer.

El mensaje de esperanza de Jesús provoca alegría de vivir, ganas de cantar, de jugar con nuestra imaginación al juego de soñar con un mundo más humano, de armonía, de paz y con la confianza puesta en él  hemos acudido a su llamada a las iglesias y hemos llevado a nuestros hijos a que recibieran la Buena Noticia de que se puede ser feliz aquí y ahora.

“El que escandalice a uno de estos más pequeños que creen en mí más le convendría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo sepultaran en el fondo del mar”.

Sin embargo, en muchas ocasiones (ya sería demasiada una sola, cuánto más después de lo que hemos sabido por el informe del Defensor del Pueblo sobre los abusos sexuales a menores), en demasiadas ocasiones los niños que se acercaron a recibir el mensaje de alegría, la acogida y el afecto que la sociedad no siempre les da por ser pequeños, fueron las víctimas indefensas de hombres que utilizaron el mensaje de Jesús para dar rienda suelta a sus deseos más despreciables, añadiendo al abuso la culpabilización de las víctimas, hombres que se aprovecharon de que los padres y madres no podían pensar que quien predica la pureza y el amor pudiera ejercer la crueldad hasta tales extremos.

Y, lo que es peor, la institución responsable de cuidar del mensaje y de los niños, también en demasiadas ocasiones, ocultó al agresor y abandonó a las víctimas convirtiéndose en cómplice del pecado. De ellos decía Jesús “el que escandalice a uno de estos más pequeños que creen en mí más le convendría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo sepultaran en el fondo del mar”.

Por fortuna, “nada hay oculto que no llegue a saberse” y nuestro Papa Francisco ha emprendido la onerosa tarea de acabar con esta lacra y restituir a las víctimas entregando a los culpables a los tribunales de justicia, pidiéndoles perdón y transmitiéndoles el mensaje de que ese Reino de los Cielos que quizá buscaban y que no llegaron a disfrutar como niños, aún es posible encontrarlo.

La institución responsable de cuidar del mensaje y de los niños, también en demasiadas ocasiones, ocultó al agresor y abandonó a las víctimas convirtiéndose en cómplice del pecado.

No estaría de más que la Iglesia, aparte de colaborar con la justicia, de destapar cualquier caso que pueda surgir de aquí en adelante y de pedir perdón, haga las reformas necesarias en el sacerdocio para evitar que el exceso de poder acabe en abuso de autoridad y que permita el matrimonio de los sacerdotes pero, sobre todo, dé entrada a las mujeres para que ejerzan este ministerio en concordancia con los frescos vientos de igualdad que recorren la tierra.

Tiempo de reconocer las culpas, tiempo de compensar el daño causado, tiempo de cambio, tiempo de esperanza.

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