« Convertíos y creed en el Evangelio »



Es evidente que Dios no admite términos medios ni le gusta la conducta mediocre. Eso de hacer la vista gorda, de mirar hacia otra parte, de hacerse el distraído va con nosotros los humanos, no con Dios, por supuesto. De ahí la exigencia de su llamada y la incondicionalidad en su seguimiento. Y esto no es inventarse mediterráneos, sino doctrina que salta a la vista desde la Sagrada Escritura hasta la teología más actual, pasando por la Escolástica y antes por la Patrística.

San Agustín se lo inculcaba muy a menudo a sus queridísimos hiponenses, cuyo atento silencio acabó reportando a estos un conocimiento de su pastor rayano en la intuición. Un ejemplo: « Cuando nuestro Señor Jesucristo destina los hombres al Evangelio, no quiere que se interponga excusa alguna de piedad carnal y temporal […] Yo, dice Jesús, te llamo al Evangelio; te llamo para otra obra más importante que la que tú quieres hacer […] Lo que la madre (de los Macabeos) enseñó a los hijos, eso enseñaba nuestro Señor Jesucristo a aquel a quien decía: Sígueme […] El Señor eligió a los que quiso. Eligió, pues, como dice el Apóstol, según su gracia y conforme a la justicia de ellos» (Sermón 100, 2-3).

A conversión, pues, creencia y seguimiento cabría reducir los tres conceptos que polarizan la estructura litúrgica de este domingo. El anuncio de la cercanía del Reino de Dios es tiempo de conversión, indudablemente. Así lo deja entender el Evangelio de san Marcos: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). Jesús, comprobémoslo, comienza su ministerio en Galilea proclamando la Buena Nueva, es decir, la conversión. Anuncia la Buena Noticia, resumida en que el Reino de Dios está cerca, pero teniendo bien claro para evitar malentendidos que la Buena Noticia es el propio Jesús. Y la Buena Noticia, por lo demás, empieza por la conversión: eso es, por lo menos, lo que anuncia el Señor.




El episodio que Marcos pinta tuvo, por lo demás, su profético adelanto en Jonás, el profeta desobediente, cuando anunció la conversión a Nínive. De este extremo habla la primera lectura (Jon 3,1-5.10). Los ninivitas se convirtieron de su mala vida: «creyeron en Dios» (v.5). Tenemos así el acto de fe, la creencia, que es el paso imprescindible para la conversión. La ejemplar conversión de los ninivitas será recordada por Jesús (Mt 12, 41; Lc 11,32), y, de análoga forma a lo que ocurre en el Evangelio, subraya aquí, por contraste, la incredulidad de los judíos.

Pero tenemos también en la segunda lectura (1 Cor 7, 29-31) el término seguimiento: Para san Pablo la conversión consiste en abandonar las obras del pecado y despegarse de los bienes de este mundo. El Reino de Dios, en efecto, está cerca. Es otra cosa distinta de este mundo, donde reinan el pecado y el apego a las cosas temporales, que son las cosas de este mundo. El Reino de Dios, en cambio, es el Reino de la gracia, del amor, de la justicia y de la paz. San Pablo, pues, tras decir que «el tiempo es corto», añade: «Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen […] Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa» (1 Cor 7, 29-31). De modo que, sea cual fuere el intervalo entre el momento presente y la Parusía, pierde toda importancia, porque el mundo futuro está ya presente en Cristo resucitado y no hay que relegar su llegada ad calendas graecas.

El signo del seguimiento, o lo que es igual, de la respuesta, del arrojo y atrevimiento, del paso adelante, de la entrega incondicional a quien me llama, es la buena disposición de ánimo. Para mejor comprender esto, nos echa una mano el salmista, quien confiesa su tormento ante la felicidad de los impíos y la brevedad de la existencia: Señor, enséñame tus caminos (Sal 39).

San Marcos es claro de toda claridad en su descripción. Su Evangelio compendia lo que se ha dicho anteriormente: quiero decir los tres conceptos iniciales de conversión, creencia y seguimiento. Dice san Marcos lo siguiente: «Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”. Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres”. Al instante, dejando las redes, le siguieron. Caminando un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca arreglando las redes; y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras él» (Mc 1, 14-20).

Aplicado este fragmento evangélico a nuestra vida cristiana, resulta que el divino Maestro está actuando constantemente en el mundo, y, por tanto, en nosotros mismos, y dice a cada uno de los que ha elegido (en el bautismo): «Sígueme». […] Asume con humildad y valentía la tarea de ser la conciencia moral de la sociedad, «sal de la tierra» y «luz del mundo». Se trata, pues, de ser siempre fiel a Cristo y al mensaje del Evangelio, en una sociedad que trata de relativizar y secularizar los ámbitos todos de la vida. Es como si echara mano del lirismo metafórico para repetirnos: “Sé la morada de la alegría en la fe y en la esperanza. Sé la ayuda multiplicada de la entrega y del buen ánimo en la escuela del amor”. Porque la que aquí resuena es una llamada que requiere la confirmación cotidiana de una respuesta de amor. Ojalá nuestro corazón esté siempre dispuesto a la catarsis del seguimiento, requisito seguro para el amor.

Lo que pasa es que el divino Maestro no sólo está actuando constantemente en el mundo, y, por tanto, en nosotros mismos, sino que viene a nosotros en cada hombre y en cada acontecimiento de la vida. Y se presenta a nosotros en las actividades diarias, cuando menos lo esperamos, ya sea en la oficina, ya sea en las labores domésticas, bien a través del pobre mendigo de la esquina que tú doblas cuando vuelves a casa, bien, en fin, por medio del abandonado y desamparado y necesitado de un rato de compañía.

Cristo, pues, nos ve y nos llama. El seguimiento de esta llamada requiere dejar las cosas de lado y seguirle a Él totalmente. Esto, por supuesto, no significa en modo alguno que haya que dejar de trabajar en ese momento o salir del trabajo para estar con Él (aunque si fuera posible, quién duda que sería maravilloso, como quien atiende a su mejor amigo recibiéndole en casa y no sólo llamando por teléfono).




El divino Maestro, por otra parte, que actúa constantemente en el mundo, y, por ende, en nosotros, ese Cristo que nos mira con mirada dulce y misericordiosa, y que nos llama para ser suyos, pronuncia nuestro nombre y nos llama –nótese bien esto- sin importarle lo que somos o cómo somos. Y tampoco repara en si los destinatarios de su llamada son un banquero, un albañil, un médico, un ama de casa, un bizco, un pelirrojo, un pecador o un santo.

Emitida y obtenida la respuesta, eso sí, se nos pide dejarlo todo y seguirlo. Escogió Jesús a pescadores pecadores y a publicanos mundanos. Y tampoco es que fueran los más inteligentes o capaces o audaces de su tiempo, por cierto. Más bien eran de escasas luces, porque la Luz era y es quien llamaba, y Dios escoge a quien quiere, como quiere, cuando quiere y donde quiere.
No hay motivos para tener miedo a fallarle, a no ser del todo fieles a Cristo en nuestro trabajo. Los apóstoles también le dejaron. Sin embargo tuvieron el valor de levantarse, el coraje para decidirse, la valentía del empiezo de nuevo aunque me cueste, que es un implícito modo de dar por asumido que faltas, faltas, lo que se dice faltas, han existido.

Verdad es que en nuestras vidas –las deficiencias ahí están-- hemos abandonado a Cristo muchas veces, pero eso a Jesús le importa poco. Él nos llama a predicar el evangelio como volvió a llamar a los apóstoles y como un día llamó a san Pablo, cuya conversión es a todas luces un trascendental y atractivo paradigma de mudanza intelectual y cordial. San Pablo persiguió a los apóstoles y quería borrar el nombre de Jesús de Nazaret de la faz de Israel. ¡Casi nada lo de aquel joven impetuoso! Pero Jesús resucitado, siempre al quite, le convierte de un perseguidor a un precursor de la Buena Nueva y en un apóstol apasionado del Cristo a quien perseguía. Jesús nos envía a predicar el Evangelio y es el primero que nos da ejemplo convirtiendo al más «temido» de todos los judíos.

La conversión infundió en Saulo una fe que lo hace ser misionero incansable; enciende en su alma una hoguera de caridad que le obliga a transmitir a los otros la verdad encontrada; le da la fuerza para ser tanto de palabra como de obra un ferviente testimonio del Evangelio. Ahora bien, ¿qué nos diferencia a nosotros de san Pablo? Tenemos la misma fe, la misma caridad, la misma doctrina, el mismo Dios… Está fuera de duda que nos falta su amor apasionado a Cristo, aquello que a él le llevó a considerar a todo estiércol y basura comparado con Cristo.

La Iglesia comenzó a constituirse cuando algunos pescadores de Galilea encontraron a Jesús y se dejaron conquistar por su mirada, su voz y su cordial invitación. «Venid conmigo y os haré llegar a ser pescadores de hombres» (Mc 1,17; Mt 4,19), les dice. Aunque su predicación es siempre un exhorto a la conversión personal, lo cierto es, sin embargo, que él tiende continuamente a la constitución del pueblo de Dios, que ha venido a reunir, purificar y salvar, es decir, a la constitución de la Iglesia.

Desde la perspectiva de la tradición bíblica y en el horizonte del judaísmo, en el que se sitúa la obra de Jesús aunque con toda su novedad, resulta evidente que la misión del Hijo encarnado tiene una finalidad comunitaria: él ha venido precisamente para unir a la humanidad dispersa, ha venido para congregar a los que estamos disgregados, para unir al pueblo de Dios.

Se presenta al Señor ahora como Aquel que acoge al orante, con los signos de una hospitalidad generosa y atenta. Se trata de un gesto de compartir no sólo el alimento sino también la vida, en un ofrecimiento de comunión y de amistad que crea vínculos y expresa solidaridad. El salmista concretamente –y tantas veces nosotros mismos podemos y debemos tener por dentro sentimientos de salmistas- se convierte en objeto de numerosas atenciones, por ello se ve como un viandante que encuentra refugio en una tienda acogedora, mientras que sus enemigos deben detenerse a observar, sin poder intervenir, porque aquel que consideraban su presa se encuentra en un lugar seguro y a reparo de insidias y malevolencia, se ha convertido en un huésped sagrado, intocable. De modo que el salmista somos, podemos ser, debemos serlo nosotros si somos realmente creyentes en comunión con Cristo. Cuando Dios abre su tienda para acogernos, nada puede hacernos mal (Jn 4, 14; cf. 7, 37-39).



Convertirse al Reino de Dios, concluyendo, presupone optar por las cualidades constitutivas del mismo Reino de Dios. Las cuales no son otras que los valores personales del ser: verdad y vida, santidad y gracia, justicia y amor, frente a los del tener: dinero, poder e influencia. Dejemos bien asumido que una cosa es ser y otra muy distinta tener. El Reino de Dios va por el ser. El de la sociedad consumista, gastadora y hasta devastadora, por el tener evidentemente.

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