Fiel en poco y en mucho



En los adverbios de cantidad poco y mucho, lo que de veras importa y compromete y condiciona es la virtud de la fidelidad, que en uno y otro sobrevuela, por cierto, reina de amor y rebosante de armonía y serena de espíritu. Abundan al respecto, y de ello tratan, las lecturas de este domingo destacando por de pronto la responsabilidad y el compromiso en el trabajo.

El sentido de la primera lectura (Prov. 31, 10-13.19-20.30-31) ensalza a la perfecta ama de casa, la mujer completa, esa que el griego y la Vulgata traducen por «mujer fuerte», que evoca a la vez la eficacia y la virtud. «El blanco adonde ha de mirar en cuanto hace -escribe el lírico y teólogo profundo Fray Luis de León-, ha de ser Dios, así para pedirle favor y ayuda en lo que hiciere, como para hacer lo que debe ser puramente por él. Porque lo que se hace, y no por Él, no es enteramente bueno; y lo que se hace sin Él, como cosa de nuestra cosecha, es de muy bajos quilates» (La perfecta casada, c.19).

De tan excepcional mujer, pues, se añade asimismo que «trabaja con la destreza de sus manos» (v.13). O dicho de modo equivalente: la responsabilidad y laboriosidad de la mujer perfecta ama de casa es el mejor ejemplo de una vida laboriosa, de esfuerzo y de talento al servicio de la familia y de los necesitados: de hecho, «tiende sus manos al pobre» (v.20). Su temor del Señor hará que ella sea alabada (cf. 30-31).

Los expertos en Sagrada Escritura, esos que denominamos tradicionalmente exégetas, tienden a suponer que este elogio de la mujer perfecta de que hablo fue quizá, comprendido alegóricamente por supuesto, como una descripción de la Sabiduría personificada, lo que, después de todo, explicaría que este breve fragmento haya sido puesto como conclusión del libro.

El tema dominante en la segunda lectura (1Ts 5.1-6), por el contrario, es un exhorto paulino para que el día del Señor no nos sorprenda como un ladrón: idea, si bien reparamos en ello, que ya nos salía al camino de la catequesis el domingo pasado. La venida del Señor es cierta y, a la vez, de ella se desconocen el día y la hora. Mientras esperamos su venida, por tanto, no nos podemos dormir. Habrá que vigilar. Y vigilar viene a significar tanto como ser fiel en lo poco. De ahí que el salmista diga. Dichoso el que tema al Señor (Sal 127). Lejos de rebajar la cuota del amor divino, el santo temor de Dios lo aviva, lo atiza, lo acrecienta. El domingo pasado, recordémoslo, discurríamos por estos vericuetos de vigilancia y cautela y precaución de tener el aceite a mano.

El Evangelio de hoy, en fin (Mt 25,14-30), habla con palmaria claridad del momento en que se nos ha de juzgar sobre lo que hemos recibido. Los cristianos son los siervos a quienes Jesús, su señor, encarga de hacer fructificar sus dones para el desarrollo de su Reino, y que deberán rendirle cuentas de su gestión: «En lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré, entra en el gozo de tu señor» (Mt 25,23). No es este un gozo cualquiera, por supuesto, que se trata, más bien, del conocido como gozo del banquete celestial. Y en cuanto «al frente de lo mucho te pondré» (v. 23) designa la participación activa en el Reino de Dios, una redundancia en resumen, porque está por ver que alguien con visión beatífica del Reino de Dios no esté incesantemente activo.

Pero no subamos tan de repente y tan alto el listón. Los talentos, pues, no se deben ocultar. Más bien hay que manifestarlos para rendir cuentas de la gestión encomendada. Y es que nosotros somos administradores, que no dueños. Administrar adecuadamente los talentos conlleva, por tanto, hacerlos producir. Y la de ahora, tampoco es que se trate de una producción cualquiera, sino de aquella que redunda en el desarrollo del Reino de Dios. Estrecha relación, siendo así, entre gestión activa y desarrollo del Reino de Dios, entre talentos y Evangelización, entre divinos dones y fructuosa praxis cotidiana.



Que sea de este modo, lo demuestra la parábola de hoy al ocuparse de la suerte que corrió el «siervo malo y perezoso» (Mt 25, 26). Así lo comenta san Agustín en uno de sus muchos sermones, precisamente el predicado en Hipona después del año 425 sobre el siervo que oculta su talento (Mt 25, 24-30): «Habéis escuchado en el Evangelio el premio para los siervos buenos y el castigo para los malos. El único pecado de aquel siervo reprobado y duramente condenado fue el no querer dar. Guardó íntegro lo que había recibido; pero el Señor buscaba los beneficios obtenidos con ello. Dios es avaro de nuestra salvación. Si así se condena a quien no lo dio, ¿qué deben esperar quienes lo pierden? Nosotros, pues, somos administradores; nosotros damos, vosotros recibís. Buscamos los beneficios: vivid bien. Tal es el beneficio de nuestra erogación. Pero no penséis que no es cosa también vuestra el dar. No podéis dar desde este lugar superior (el peraltado en que Agustín se encontraba predicando junto al altar), pero os es posible en cualquiera en que os halléis. Donde se recrimina a Cristo, defendedle; responded a quienes murmuran de él; corregid a quienes blasfeman; alejaos de su compañía. Si ganáis a algunos, eso es vuestro dar. Haced nuestras veces en vuestra casa» (Sermón 94).

Es este, nótese bien, un delicioso modo de recordar a los fieles la importancia y excelencia de la vocación cristiana: ellos mismos, los fieles, actuando consecuentes, pueden hacer en el hogar las veces del obispo.

En el fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la injusticia; entre la inhibición y la generosidad; entre el repliegue cívico y la simpatía y apertura sociales; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer opciones fundamentales, o sea estar dispuestos a renuncias radicales, y si fuere preciso, comprendido el ámbito ecuménico, hasta el martirio, hasta eso en lo cual el papa Francisco tanto insiste ahora, o sea: el ecumenismo de la sangre. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía para ir contra corriente, para amar como Jesús amó y quiere ser amado, ya que llegó incluso al sacrificio de sí mismo en la cruz. Nadar contra corriente resulta por eso más costoso y difícil que hacerlo con el viento a favor.

Así pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, cabría decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Sermón 359, 10).

Ahora bien, la única manera de hacer que nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que poseemos, brillen y fructifiquen para la eternidad es compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo buenos administradores de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús: «El que es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho» (Lc 16, 10). Ya tenemos aquí los adverbios poco y mucho, y sobrevolándolos la fidelidad: «el que es fiel».



De esa opción fundamental, que es preciso realizar cada día, también habla hoy el profeta Amós en la primera lectura. Con palabras fuertes critica un estilo de vida típico de quienes se dejan absorber por una búsqueda egoísta del lucro de todas las maneras posibles y que se traduce en afán de ganancias, en desprecio a los pobres y en explotación de su situación en beneficio propio: la insistencia del profeta -«vuestros» sacrificios, «vuestros diezmos», «eso es lo que os gusta», pretende subrayar que los peregrinos realizan en el santuario sus propios deseos y no la voluntad de Dios (cf. Am 4, 5).

El cristiano, claro es, debe rechazar expeditivo y con energía y contundencia todo esto, abriendo el corazón, por el contrario, a sentimientos de auténtica generosidad. Una generosidad que, como exhorta el apóstol san Pablo en la segunda lectura, se manifiesta en un sincero amor a todos y en la oración, en la que nunca hay que bajar la guardia.

La fidelidad de Dios, por otra parte, es la clave y la fuente de nuestra fidelidad. Es decir, que la nuestra, en tanto será eficiente y eficaz y resolutiva en cuanto brote de la fidelidad de Dios y nunca decaiga su ánimo luego en su fervorosa conducta de fidelidad a Dios. Pero esto no es todo. Es preciso también tener presente que en el contexto bíblico, la fidelidad es sobre todo un atributo divino: Dios se nos da a conocer como Aquél que es fiel para siempre a la alianza establecida con su pueblo, no obstante la infidelidad de éste. En su fidelidad, Dios garantiza el cumplimiento de su plan de amor, y por esto es también digno de fe y veraz.

Es esta actitud divina la que crea en el hombre el poder ser, a su vez, fiel. Aplicada al hombre, la virtud de la fidelidad está profundamente unida al don sobrenatural de la fe, llegando a ser expresión de la solidez que caracteriza a quien ha puesto en Dios el fundamento de toda su vida. En la fe encontramos de hecho la única garantía de nuestra estabilidad (cf. Is 7,9b), y sólo a partir de ella podemos también nosotros ser de veras fieles: en primer lugar con respecto a Dios, claro; después, hacia su familia, la Iglesia, que es madre y maestra; y en ella, por ella y con ella, a nuestra vocación, a la historia en la que el Señor nos ha injertado.

La Palabra de Dios de este domingo, penúltimo del año litúrgico, nos invita a estar vigilantes y activos, a la espera de que vuelva el Señor Jesús al final de los tiempos. La página del Evangelio narra la célebre parábola de los talentos, referida por san Mateo (cf. Mt 25, 14-30). El «talento» era una antigua moneda romana, de gran valor, y precisamente a causa de la popularidad de esta parábola se convirtió en sinónimo de dote personal, que cada uno está llamado a hacer fructificar. En realidad, el texto habla de «un hombre que, al ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda» (Mt 25, 14).

El hombre de esta parábola representa a Cristo mismo; los siervos son los discípulos; y los talentos son los dones que Jesús les encomienda. Estos dones, en consecuencia, no sólo representan las cualidades naturales, sino también las riquezas que el Señor Jesús nos ha dejado como herencia para que las hagamos fructificar: su Palabra, depositada en el santo Evangelio; el Bautismo, que nos renueva en el Espíritu Santo; la oración —el «padrenuestro»— que elevamos a Dios como hijos suyos unidos en el Hijo; su perdón, que nos ha ordenado llevar a todos; y el sacramento de su Cuerpo inmolado y de su Sangre derramada. En una palabra: el reino de Dios, que es él mismo, presente y vivo en medio de nosotros.

Este es el tesoro que Jesús encomendó a sus amigos al final de su breve existencia terrena. La parábola de hoy insiste en la actitud interior con la que se debe acoger y valorar este don. La actitud equivocada, por cierto, es la del miedo: el siervo que tiene miedo de su señor y que teme su regreso, el siervo que esconde la moneda bajo tierra y no produce ningún fruto. Plásticas imágenes estas para probar algo más profundo todavía. Y es que todo esto sucede, por ejemplo, a quien, habiendo recibido el Bautismo, la Comunión y la Confirmación, sacramentos –no se olvide- de la iniciación cristiana, entierra después dichos dones bajo una capa de prejuicios, bajo una falsa imagen de Dios que paraliza la fe y las obras, defraudando así las expectativas del Señor.



Pero la parábola da más relieve a los buenos frutos producidos por los discípulos que, felices por el don recibido, no lo mantuvieron escondido por temor y celos, sino que lo hicieron fructificar, compartiéndolo, repartiéndolo, comunicándolo. Sí; lo que Cristo nos ha dado se multiplica dándolo. Pero dándolo a base de darse primero quien lo da. Es un tesoro que hemos recibido para gastarlo, invertirlo y compartirlo con todos, como nos enseña el apóstol san Pablo, gran administrador de los talentos de Jesús.

La enseñanza evangélica que la liturgia hoy nos ofrece ha influido también, qué duda cabe, en el plano histórico-social, promoviendo en las poblaciones cristianas una mentalidad activa y emprendedora. Pero el mensaje central se refiere al espíritu de responsabilidad con que se debe acoger el reino de Dios: responsabilidad con Dios y con la humanidad.



La Virgen María, que, al recibir el don más valioso, Jesús mismo, lo ofreció al mundo con inmenso amor, encarna perfectamente esta actitud del corazón. Vale la pena que nos encomendemos a ella pidiéndole que nos ayude a ser «siervos buenos y fieles», para que podamos participar un día en «el gozo de nuestro Señor» (Benedicto XVI, 16.11.2008). Y teniendo siempre en cuenta, por otra parte, que, en poco o en mucho, lo que de veras importa es la virtud de la fidelidad.


Ser fiel en poco no es poco;
ni tampoco serlo en mucho,
que ni el lerdo lo es por poco,
ni el sagaz por ser muy ducho.
Lo mejor será si en esta
prueba de la cantidad
el amor se manifiesta
signo de fidelidad.

Volver arriba