«El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir»



Entre servir uno y que le sirvan estriba el quid de la cuestión de este domingo XXIX del tiempo ordinario Ciclo B (Mc 10,35-45). Cuestión, por cierto, que desborda los estrictos límites de la etimología para terminar abarcando el comportamiento de la persona, esto es, una conducta que, a fuer de permanente, termina convertida en modus operandi, o sea generadora de un estilo, de una peculiaridad, de un modo de ser y estar en la vida. Lo digo a cuento del título que encabeza estas reflexiones a guisa de homilía. La frase es de Jesús exhortando a sus discípulos.

Jesús va de camino subiendo a Jerusalén y en el curso de la conversación empieza a hablar abiertamente de lo que le sucederá al final. El evangelista refiere tres predicciones sucesivas de la muerte y resurrección, en los capítulos 8, 9 y 10: Jesús anuncia en ellas de manera cada vez más clara el destino que le espera y su intrínseca necesidad. Pues bien, el pasaje de este domingo figura dentro del tercer anuncio de la Pasión y al rebufo de la petición hecha por los hijos de Zebedeo.

Luego de haber puesto en alerta a sus discípulos sobre el comportamiento dominador de los jefes de las naciones, señores absolutos de su historia y grandes del mundo, Jesús agrega: «Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 43-45).

Reiterativo en lo del exhorto al servicio, Jesús proclama después la ley fundamental que ha de regir siempre en su comunidad de discípulos, a saber: que cada uno se haga servidor de los demás. Caracterizada por el servicio y al servicio entregada, ha de ser esta de los discípulos, y la Iglesia ferviente de hoy y de siempre, una comunidad cristiana sin deseo de poder ni ambición de dominio, instintos estos profundamente arraigados en el corazón humano, sí, pero que corrompen, o pueden por lo menos corromper, tanto como las riquezas. Ello no significa, claro es, que tal comunidad deba carecer de autoridad. Antes bien, denota que ésta, o sea su autoridad, ha de reflejarse en el hecho mismo de servir, y no en el de mandar. Frente a una sociedad de mandones, sólo una comunidad de servidores será capaz de ayudar eficazmente a la humanidad en su lucha contra las fuerzas opresoras.

Y bien, Jesús no duda en proponerse a sí mismo como ejemplo de conducta exigida a los suyos, a base de interpretar su obra toda en clave de servicio. Pero un servicio, tengámoslo muy presente, sin límites ni pedanías en el recorrido: un servicio que llega hasta la entrega de la propia vida en favor de los demás. El efecto plástico que de semejante entrega se sigue es el rescate y la redención de todos los hombres, sometidos a una esclavitud de la que, por sí mismos, no podían escapar. Es más, su insistente exhorto al servicio se convierte así en otra enérgica llamada al seguimiento.

Etimología en mano, cuesta poco entender que presidente venga de presidir igual que sirviente sale de servir. Puestos, sin embargo, en el trance del análisis evangélico que hoy nos acucia, el resultado es otra cosa muy distinta: de presidir sale presidente, sí, cuando lo que debiera subir a la superficie es sirviente. Lo dijo con meridiana claridad latina aquel pastor de almas llamado Agustín de Hipona: praesse est prodesse (presidir es servir) [Ep. 134,1].



Quien preside una comunidad debe primero saber ser su siervo. La preside si de veras la sirve. Pero si el pastor es malo, si en vez de servir pretende presidir, ya no es obispo de verdad. «Tú me dices: -Es obispo, pues se sienta. –También los espantapájaros guardan las viñas» (Sermón 340 A, 6). Así que tirando de aquel sonoro latín suyo, más de una vez y más de dos les dirá a los fieles en Hipona este pensamiento.

Una vez que estuvo ordenando a un obispo, fue así de claro refiriéndose al obispo recién ordenado y a sí mismo, el ordenante, amén de los acompañantes (en las ordenaciones de entonces en África se concitaban a veces no menos de diez o quince obispos): «Para decirlo en breves palabras, somos vuestros siervos; siervos vuestros, pero, a la vez, siervos como vosotros; somos siervos vuestros, pero todos tenemos un único Señor […] Se nos ha puesto al frente de vosotros y somos vuestros siervos; presidimos, pero sólo si somos útiles (praessumus, sed si prossumus)» [Sermón 340 A,3]. O sea, presidimos, pero… si servimos.

Más que antónimo, en consecuencia, servir, según las claves evangélicas de este domingo, viene a ser sinónimo. San Agustín accedió a ser ordenado de sacerdote por entender el presbiterado no como un presidir, o sea una manera de hacer carrerismo al uso, sino al contrario, por servir, o sea prestar a la Iglesia madre que llamaba a las puertas de su generoso corazón, el humilde servicio de su incondicional entrega.

El episcopado, en opinión de san Agustín, no es un bien en sí mismo deseable, sino más que nada oficio aceptado por amor a Cristo (cf. De ciu. Dei 19,19). Y amor humilde, desinteresado, generoso. Humilde, porque la raíz de la salvación no ha de buscarse en el hecho de ser obispo, sino en la humilde y grandiosa realidad de ser cristiano. Desinteresado, ya que las ovejas han de ser apacentadas no como propias, sino como ovejas de Cristo, buscando en ello no la propia gloria, no el propio dominio, no los beneficios particulares, sino a Cristo. Y generoso, en fin, porque dicho amor debe ser más fuerte que la muerte.

Llevaba san Agustín metido muy en el corazón este sentido de lo servicial. Todo su honroso título, pues, igual en sermones que en cartas, era declararse siervo de Cristo y de la Iglesia (Ego, Augustinus, servus Christi et servus Ecclesiae). Otras, diciéndose siervo de Cristo y de los siervos de Cristo (Servus Christi servorumque Christi). Idea ésta asumida luego por san Gregorio Magno, Papa y Santo Padre de la Iglesia de corte agustiniano.

Lástima que una idea tan bella, tan evangélica, tan densa y luminosa, fuese luego arrinconada en los desvanes del olvido medieval, suplantada –y no faltará quien diga que sustituida- por títulos de raíz pagana como Sumo Pontífice. Siglos tendrán que pasar hasta que llegue san Juan XXIII, que lo aparca resuelto para abrazar, en cambio, el agustiniano siervo de los siervos de Dios.

De lo dicho sale al exterior que la lógica de Dios es siempre «otra» respecto a la nuestra, como Él mismo nos reveló por boca del profeta Isaías: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55,8). Y no hay vuelta de hoja. Seguir al Señor, por tanto, requiere en el hombre una profunda y permanente conversión, un cambio en el modo de pensar y de vivir; un abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar por dentro.



Un punto clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo que valga, porque Él es toda la plenitud y tiende todo a amar y donar vida; en nosotros los hombres, en cambio, el orgullo está enraizado en lo íntimo y requiere constante hondura de humildad y permanente vigilancia y purificación de virtud.

Nosotros, pequeños como somos, queremos parecer grandes, ser los primeros; mientras que Dios, que es realmente grande, no teme abajarse y hacerse el último. Y la Virgen María está perfectamente «sintonizada» con Dios en el camino del amor y de la humildad.

Jesús, por tanto, puede en verdad garantizar una existencia feliz y la vida eterna, puede regalar el cielo, pero por un camino diverso del que imaginaba el joven rico, o aquel tímido y punto menos que cobarde Nicodemo, y tantas otras figuras próceres del Evangelio, es decir, no mediante una obra buena, ni un servicio legal, sino con la elección del reino de Dios como «perla preciosa» por la cual vale la pena vender todo lo que se posee (cf. Mt 13,45-46). El joven rico no logró dar este paso. A pesar de haber sido alcanzado por la mirada llena de amor de Jesús (cf. Mc 10,21), su corazón no quiso desprenderse de los muchos bienes que poseía. ¡Lástima!

De ahí la enseñanza de Jesús a sus discípulos. La sagrada Liturgia antepone en la primera lectura de hoy un fragmento del profeta Isaías sobre el cuarto canto del Siervo: « Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará» (Is 53,11). Es Yahveh mismo quien toma la palabra para explicar el misterio del sufrimiento del «Siervo justo»: no sufre por sus propias faltas, entiéndase bien, sino que queda abrumado por los crímenes de la multitud y por ella intercede.

Llegamos así, pues, al ápice del servicio: Jesús de Nazaret, el verdadero Siervo de Yahveh entregado a un menester de sufrimiento y desgaste doliente, con la incondicional entrega en rescate por la multitud hasta ser quebrantado por las dolencias. El sabio refrán, por eso, suena muy oportuno, certero y dulce: «A quien te sirve, sírvele».



« Vino en humildad nuestro creador, creado entre nosotros; él que nos hizo y fue hecho por nosotros –dice de nuevo san Agustín-: Dios antes del tiempo, hombre en el tiempo, para librar al hombre del tiempo. Vino, como gran médico, a curar nuestra hinchazón. De oriente a occidente, el género humano yacía como un gran enfermo, y requería un gran médico. Este envió primero a sus ayudantes, y luego llegó él cuando algunos ya habían perdido la esperanza.

Hizo como los médicos: cuando envían a sus ayudantes, es porque se trata de algo fácil; mas, cuando el peligro es grave, vienen ellos. El género humano se hallaba en gran peligro, enredado en todos los vicios; de modo especial manaba la fuente de la soberbia: y él vino a curarla con su ejemplo. Avergüénzate de ser todavía soberbio, tú, hombre, por quien se humilló Dios. Grande hubiese sido la humildad de Dios aunque sólo hubiese nacido por ti; pero hasta se dignó morir por ti» (Sermón 340 A,5; cf. Mc 10,45 [= Mt 20, 28]).

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