Mándame ir a ti sobre el agua



El Evangelio de este domingo décimo noveno del tiempo ordinario Ciclo A excita la fe, acrecienta la confianza, y retrata la sencilla familiaridad de Jesús con sus discípulos (Mt 14,22-33). El Maestro se retira primero al monte, y allí ora él solo durante toda la noche. Alejado tanto de la gente como de los discípulos, manifiesta su intimidad con el Padre a la vez que la exigencia de orar a solas, lejos de los tumultos mundanales. Retirarse a la soledad del monte, sin embargo, no se debe interpretar como desinterés por las personas ni tampoco un abandonar a los Apóstoles. Es más, según narra san Mateo, hizo que los discípulos subieran a la barca «para que se adelantaran a la otra orilla» (Mt 14, 22), a fin de encontrarse de nuevo con ellos.

La barca mientras tanto «iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario» (v.24). De pronto, he aquí que «a la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar» (v.25). Los discípulos, naturalmente, se asustaron y, creyendo que era un fantasma, «gritaron de miedo» (v.26).

Aquí sí que no vale eso de ¿Quién dijo miedo? Porque lo escribe textualmente san Mateo y lo suelen decir quienes niegan estar asustados, o sea los miedosos de verdad. Pero el miedo, según tercia el adagio, es libre y de él se dice que es lo que ha salvado más vidas a lo largo de la historia. Bajo diversos pseudónimos, como prudencia y precaución, trata de ocultarse ese instinto humano que obliga a pensar con los pies, agitar las manos y salir por piernas huyendo de las situaciones comprometidas. Lo malo es que aquí no valía esa escapatoria de urgencia porque la situación estaba más oscura que la noche.

Sencillamente, no reconocieron a Jesús. Se quedaron lejos de comprender que pudiera tratarse del Señor: ya se sabe que el miedo acaba hasta con los reflejos. Pero Jesús los tranquiliza: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (v.27). No tengáis miedo y resulta que no lo soltaban.

Es este un episodio, aparte de pintoresco e inusual, sumamente extraño y misterioso en el que los Padres de la Iglesia descubrieron una gran riqueza de matices. El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo visible. La tempestad, toda clase de tribulaciones y dificultades que oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios, en Aquel que se reveló al profeta Elías en el monte Horeb por el «susurro de una brisa suave» (1 R 19, 12).

El pasaje continúa con el gesto del apóstol Pedro, el cual, movido por un impulso de amor al Maestro, le pide que le haga salir a su encuentro, caminando sobre las aguas; así, a cuerpo limpio y con espíritu escotero. Al principio todo funcionó maravillosamente. Pero no todo lo que bien empieza bien acaba. De modo que «al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: “¡Señor, sálvame!”» (Mt 14, 30).

San Agustín, como si tuviera al Apóstol delante, le comenta a él mismo para que lo entendamos todos: el Señor «se inclinó y te tomó de la mano. Sólo con tus fuerzas no puedes levantarte. Aprieta la mano de Aquel que desciende hasta ti» (En. in Ps. 95, 7). Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Nos sucede lo mismo a nosotros: mirándonos sólo a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida.

El gran pensador y teólogo ítalo-alemán Romano Guardini escribe que el Señor «siempre está cerca, pues se encuentra en la razón de nuestro ser. Sin embargo, debemos experimentar nuestra relación con Dios entre los polos de la lejanía y de la cercanía. La cercanía nos fortifica, la lejanía nos pone a prueba» (Accettare se stessi, Brescia 1992, p. 71). He ahí el quid de la cuestión: basar una relación con Dios que discurra entre lejanía y cercanía. ¡Difícil me lo ponéis!

Con el arrojo que le caracteriza, Pedro pide al Maestro casi una prueba: «Señor si eres tú, hazme ir hacia ti sobre las aguas» (Mt 14,28). Como dando a entender: la prueba de que Tú para mí eres Tú, será que yo pueda caminar con seguridad y firmeza sobre el asfalto líquido de las aguas. Jesús responde con un monosílabo que invita a la confianza y que, a la vez, es una prueba de fe:«¡Ven!».

Ni corto ni perezoso, Pedro baja de la barca y se pone a caminar sobre el agua. ¿Quién dijo miedo? La cosa discurre al principio magníficamente. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo, claro que sí, también a él le asaltó el miedo; y, como comenzara a hundirse, gritó: “¡Señor, sálvame!”. «Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” Subieron a la barca y amainó el viento» (Mt 14,31-32). El fantasma, pues, no era Jesús, no; pero sí andaba merodeando por aquel revoltijo de espuma de las olas en forma de duda. ¡La duda, siempre la duda! ¿Por qué dudaste, Pedro, por qué dudaste? ¿Por qué dejaste que el fantasma de la duda te pegara el revolcón?

Esta narración, por eso mismo, es una hermosa imagen de la fe del apóstol Pedro. En el fondo, y tantas veces en la vida, todos somos pedros. En el monosílabo «¡Ven!», Pedro reconoce el eco del primer encuentro orillas de aquel mismo lago y en seguida, nuevamente, deja la barca y se va directo hacia el Maestro. ¡Y camina sobre las aguas!



La respuesta confiada y pronta al Señor hace cumplir siempre cosas extraordinarias. Jesús dejó dicho que nosotros somos capaces de hacer milagros con nuestra fe: la fe en Él, en su palabra, la fe en su amor. En cambio, Pedro comienza a hundirse cuando retira la mirada de Jesús para centrarla en las difíciles circunstancias del entorno. Menos mal que el Señor está siempre allí, siempre al quite. Y cuando Pedro vuelve presuroso al Señor y lo invoca, el Señor no sólo no se ha ido, sino que sigue allí y lo salva del peligro.

Por eso mismo, en la persona de Pedro, con sus entusiasmos y debilidades, se describe nuestra fe: una fe siempre frágil y pobre, inquieta quizás y a pesar de todo victoriosa: la fe del cristiano camina hacia el Señor resucitado, en medio a las tormentas y peligros del mundo, pese a todos los peligros que se interpongan.

La experiencia del profeta Elías, que oyó el paso de Dios, y las dudas de fe del apóstol Pedro nos hacen comprender que el Señor, antes aún de que lo busquemos y lo invoquemos, él mismo sale a nuestro encuentro, baja del cielo para tendernos la mano y subirnos a su altura. Sólo espera que nos fiemos de él por completo; que tomemos realmente su mano. Merece la pena, pues, invocar a la Reina de los mares, a la Virgen María, modelo de abandono total en Dios, para que, en medio de tantas preocupaciones, problemas y dificultades que agitan el proceloso mar de nuestra vida, resuene en el corazón la palabra tranquilizadora de Jesús, que nos dice también a nosotros: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» y aumente nuestra fe en él.

¿Qué podía decirles a los cristianos de aquellos siglos primeros de la Iglesia el recuerdo de aquella noche en el Lago de Tiberiades? Por de pronto, que Jesús no estaba lejos ni ausente y, en consecuencia, que siempre se podía contar con él. Que también ahora, esto es a los cristianos de los primeros tiempos, daba órdenes a sus discípulos para que se le acercaran «caminando sobre las aguas», es decir, avanzando entre las corrientes de este mundo, turbulentas tantas y tantas veces, apoyados sólo en la fe.

Idéntica invitación es la que hoy, a tanta distancia cronológica del evento, nos hace Jesús: aplicar lo sucedido a nuestra vida personal. Cuántas veces esta vida nuestra guarda estrecho parecido con la rudimentaria barca aquella «zarandeada por las olas a causa del viento contrario». La barca zarandeada puede ser unas veces el propio matrimonio; otras, los negocios; otras, la salud; otras, ese punto filipino que tú y yo conocemos y que se nos hace imposible casi el describir.

El viento contrario puede ser la hostilidad y la incomprensión de las personas, los continuos reveses de la vida, la dificultad para encontrar casa o trabajo. Quizá al inicio hemos afrontado con valentía las dificultades, decididos a no perder la fe, a confiar en Dios. Durante un tiempo, también nosotros, como Pedro, hemos caminado sobre las aguas, o sea confiando únicamente en la ayuda de Dios. Pero después, al ver que nuestra prueba se volvía dura e interminable, hemos pensado que no hay mal que cien años dure, que no podíamos más, que nos hundíamos, y que ya estaba bien. Hemos perdido la valentía, que a menudo es tanto como perder la confianza, y el fantasma de la duda ha terminado por hacer presa de nosotros.



Es el momento de pararse a pensar en las palabras de Jesús: «¡Ánimo!, que soy yo; no temáis». La valentía, basada en la fe en Dios y en la oración, no es cruzarse de brazos y esperar a que Dios te lo haga todo. Eso sería huir de tus propias posibilidades y responsabilidades; desconfiar de tus proyectos. Nada tiene que ver semejante conducta con la verdadera fe y la verdadera oración, que es lo contrario de la resignación pasiva. Jesús dejó que los apóstoles remaran contra el viento durante toda la noche y que utilizaran todos sus recursos antes de intervenir él personalmente.

Dicho de otro modo, pero con el tratado De Gratia en mano: Dios quiere que te salves, que seas feliz, que seas santo, y está dispuesto a echarte no una mano, sino las dos amorosas de Padre, a condición, eso sí, de que te dejes ayudar, bien por él mismo, bien por los que te rodean, bien, en fin, por las mil y una circunstancias de cada día. Porque cada día tiene su afán; y cada hora su querencia; y cada minuto su ocasión de gracia; y cada vida su alborada y su crepúsculo. Y a la postre, lo que en definitiva importa es que «caminemos a la luz del Señor» (Is 2,5), sea por tierra o por mar…, cuya suerte final dictarán, cuando lleguen, los «cielos nuevos y tierra nueva» (Is 65,17).

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