Parábola del tesoro escondido



Con su acostumbrado estilo esencial y directo Benedicto XVI dijo en la Gruta de Lourdes de los Jardines Vaticanos allá por el remoto 31 de mayo de 2010 que «Jesús es el verdadero y único tesoro que nosotros tenemos para dar a la humanidad. De él sienten profunda nostalgia los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, incluso cuando parecen ignorarlo o rechazarlo. De él tienen gran necesidad la sociedad en que vivimos, Europa y todo el mundo». Era un modo sencillo de comentar lo sustancial de la parábola del tesoro escondido, sobre la que abunda la catequesis dominical de este XVII domingo del tiempo ordinario Ciclo A (Mt 13, 44-52).

Lo que pasa es que la sagrada Liturgia se hace también hoy eco de otras parábolas cuyo denominador común es, como poco, el espíritu de discernimiento, y hasta puede que la imagen elegida resulte más atractiva que la del tesoro escondido, que, de puro escondido, dudo mucho de que algunos lo encuentren. Así que, por comparanzas, que no quede: el Reino de Dios es, igualmente, «semejante a un mercader que anda buscando perlas finas » (v.45s), o «a una red que se echa en el mar y recoge peces de todas clases» (v.47-51), o, en fin, «todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo» (v.52).

La verdad es que lo esencial de la primera parábola citada, la del tesoro escondido, que es, vamos a decirlo así, como la que sirve de pauta para las demás, nos lleva sin esfuerzo a recordar esa novela de aventuras llamada La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson; El secreto de Karkús, de Adelina Prato; o simple y llanamente al tan traído y llevado Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas (padre). En los tres ejemplos hay, como mínimo, el tesoro por descubrir.

Y es que las preocupaciones y los bienes de esta tierra de nuestro destartalado planeta nos absorben a veces hasta el extremo de impedirnos escuchar las palabras de vida eterna que Dios nos dirige como un padre a sus hijos. Aunque quizás sea preferible decir, por más ajustado, que las escuchamos, sí, pero no logran incidir directamente en nuestra vida: no perdamos de vista otra parábola, la de las clases de tierra que acogen el grano del sembrador.



La experiencia enseña, por otra parte, que nuestra vida sobre la tierra es breve, poco más que un alargado suspiro, que los bienes materiales son transitorios, y de muy voluble uso y posesión, como las aves migratorias al fin y al cabo, ya que la desnaturalizada madre Naturaleza se encarga de que pasen a menudo de manos.

Con suma facilidad, pues, «no nos sirve de nada ganar el mundo entero si perdemos la vida», pues, aunque tengamos nuestra vida asegurada por «muchos años», en cualquier momento podemos recibir este aviso: «Esta noche se te pedirá el alma; ¿todos los bienes que tienes atesorados, para quién serán?». A menudo escuchamos todas estas verdades, las sabemos o creemos saberlas por lo menos. Nuestra interpretación de las mismas discurre con incuestionable regocijo cuando tenemos a la vista a corruptos que han hecho de los bienes ajenos su propia fortuna en menos de lo que canta un gallo de corral. Observamos que acontecen diariamente a nuestro alrededor –como si la cosa fuera con los demás y nunca con nosotros- y nos impresionan, si acaso, por un instante, mas en modo alguno consiguen atraer nuestra atención; por un oído nos entran y por otro nos salen.

El Evangelio nos presenta diversos episodios cuyo clímax resulta ser el encuentro con Jesucristo, que acaba produciendo en las personas afectadas un cambio tan radical, que el interesado termina por no reconocerse ni siquiera a sí mismo. Más aún: no lo reconocen ni los que el día anterior habían comido y bebido juntos. A tal extremo llega la mudanza. En casos así, que se han dado en la historia y es presumible pensar que se sigan dando, emerge la sencillez evangélica de los Boanerges: «Dejando la barca y a su padre, le siguieron» (Mt 4,22; cf. 4,20).

Es lo mismo que nos enseña el Evangelio de hoy, por medio de la citada parábola del tesoro escondido en el campo. Mientras alguien no se ha encontrado –o no se ha dejado encontrar, que esa es otra- con Jesucristo y no ha vivido la experiencia de venderlo todo por adquirirlo a Él, no se puede decir que esté totalmente evangelizado.

Estar evangelizado quiere decir haber recibido una noticia tal que transforme radicalmente tu vida. Lo que antes era importante, fundamental incluso, en tu vivir, pierde de pronto valor ante el encuentro con Cristo. Es como el hombre que de buenas a primeras da con un tesoro escondido en un campo, y por la alegría que siente, se va, vende todo lo que tiene y compra ese campo. O como el mercader de perlas que, encontrada una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra.



Lo interesante de estas parábolas es que su objetivo no es otro que el de explicar la conducta de los cristianos a los de fuera, a los que no han tenido la misma experiencia, a los que critican y no entienden. Ellos pueden ciertamente entender la situación presentada en las parábolas: por qué alguien puede acoger a Jesucristo como lo más importante de su vida; por qué algunos le consagran sus vidas.

Cuando observamos que tantos hombres anteponen a Jesús y su enseñanza los bienes de esta tierra -dinero, fama, popularidad, placer-, la conclusión que uno saca es que no han encontrado aún «el tesoro escondido», que ahí falta todavía la conversión radical a Cristo. De haberlo encontrado y, por ende, de haberse convertido a Él, esas otras cosas todas serían secundarias comparadas con Jesús.

La reacción entonces, una vez encontrado, será similar a la de san Agustín convertido: lo anterior se antojará pérdida de tiempo, ciertamente, lamentable discurrir por caminos tortuosos o pindios, deleznable actitud y desafortunada experiencia. Las palabras del hijo de santa Mónica harán diana si dejamos al corazón que se desahogue:

« ¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! El caso es que tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando y, como un engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me tenían prisionero lejos de ti aquellas cosas que, si no existieran en ti, serían algo inexistente. Me llamaste, me gritaste, y desfondaste mi sordera. Relampagueaste, resplandeciste, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tus perfumes, respiré hondo, y suspiro por ti. Te he paladeado (cf. Sal 33,9; 1 Pe 2,3), y me muero de hambre y de sed (cf. Mt 5,6; 1 Co 4,11). Me has tocado, y ardo en deseos de tu paz» (Conf. 10, 27, 38).

El Reino de los Cielos –he dicho- expresa la novedad de Jesucristo. Pero esto no echa por tierra lo revelado por Dios en el Antiguo Testamento, sino que le da cabal cumplimiento. Por eso todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos «saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo» (Mt 13,52). La relación entre ambos Testamentos ha sido formulada por un antiguo adagio: Novum in Vetere latet; Vetus in Novo patet («El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo; el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo»).

Pero volviendo a la parábola del tesoro escondido, ¿dónde está tu tesoro? Esta es la pregunta (cf. Mt 13, 44-46. ¿Dónde descansa tu corazón? ¿En qué tesoro descansa tu corazón? Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu vida. El corazón vive apegado al tesoro, a un tesoro que todos nosotros tenemos. Ese tesoro unas veces se llama poder, otras dinero, otras orgullo, y tantos… y tantos… y tantos nombres afines. También, por supuesto, la bondad, la belleza, el deseo de hacer el bien… Puede haber tantos tesoros… ¿Dónde está tu tesoro? He aquí la pregunta que cabe hacer. La respuesta debe salir de cada uno, por supuesto. Ella será el termómetro que marque caliente o frío.

Jesús explica que «El que lo encuentra (el tesoro), lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo» (Mt 13,44). Encontrar y conservar la alegría espiritual surge, pues, del encuentro con el Señor, que pide que le sigamos, que nos decidamos con determinación, poniendo toda nuestra confianza en Él.

No tengamos, pues, ningún miedo de arriesgar nuestra vida abriéndola a Jesucristo y su Evangelio; es el camino para tener la paz y la verdadera felicidad dentro de nosotros mismos, es el camino para la verdadera realización de nuestra existencia de hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. Buscar la alegría en el Señor: la alegría es fruto de la fe, es reconocer cada día su presencia, su amistad: «El Señor está cerca» (Flp 4,5); es volver a poner nuestra confianza en Él, es crecer en su conocimiento y en su amor (Cf. Benedicto XVI: A la XXVII JMJ 2012).

En cada una de las dos parábolas hay dos actores: uno evidente, que llega, ve, va, vende y compra; y otro escondido, dado por supuesto. El dado por supuesto es el viejo propietario que no repara en que su campo esconde un tesoro y lo malvende al primer postor; es el hombre o la mujer que poseía la perla preciosa, no se da cuenta de su valor y la cede al primer mercante que pasa. ¿Cómo no ver en todo esto una advertencia a quienes malvendemos nuestra fe y nuestra herencia cristiana?

No dice la parábola que un hombre vendió todo lo que tenía y se puso a buscar un tesoro escondido. Huelgan las historias de soñadores y visionarios. Sobran las utopías estériles. Dice, más bien, que un hombre encontró un tesoro y por esto vendió todo lo que tenía para comprarlo. Expresado de otra manera, y por lo breve: Es preciso, pues, encontrar primero el tesoro para tener la fuerza y la alegría de venderlo todo a fin de hacerse con dicho tesoro.

Parábolas aparte: hay que encontrar antes a Jesús, pero encontrarlo de una manera personal, nueva, convencida, íntima, experiencial, vital. Descubrirle como amigo y salvador. Ya vendrá luego el juego de niños de venderlo todo. Es algo que se hará con íntimo regocijo y profunda alegría y redoblado empeño, como el campesino del que habla el Evangelio.



¿Cómo recibir y conservar este don de la alegría espiritual? El salmista nos echa una mano. Dice: «Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón» (Sal 37 [= 36], 4). Encontrar y conservar la alegría espiritual surge del encuentro con el Señor, que pide y pide que le sigamos y nos decidamos con «determinada determinación» (la expresión es genuinamente teresiana), poniendo nuestra confianza toda en Él. Abrir la vida a Jesucristo y su Evangelio es el camino para tener la paz y la verdadera felicidad dentro de nosotros mismos, para la verdadera realización de nuestra existencia de hijos de Dios.

Buscar la alegría en el Señor, o sea la verdadera alegría: porque la alegría es fruto de la fe; es reconocer cada día su presencia, su amistad, su acción saludable. «El Señor está cerca» -Dominus enim prope est-, decimos en Adviento, lo reiteramos en Cuaresma y podemos repetirlo cuantas veces notamos la dicha de su gracia misteriosa. En definitiva, es volver a poner nuestra confianza en Él, crecer en su conocimiento y en su amor, encontrar el tesoro escondido.

Volver arriba