« Preparad el camino del Señor »



El evangelista del Ciclo B, san Marcos, coloca esta expresión casi como dintel de su Evangelio (Mc 1,3), pero no hace con ella sino transcribir la predicación del Bautista. Son palabras que san Juan Bautista pronunció en el desierto, aunque avanzadas muchos siglos antes por el profeta Isaías (Is 40,3). Estamos, pues, ante la «Buena Nueva», que es lo que la palabra griega «Evangelio» significa. La cual Buena Nueva es la venida del Reino de Dios, primero predicada y luego poco a poco escrita en nuestros cuatro evangelios canónicos. El sustantivo, que no aparece una sola vez en Lucas, cobra siempre en san Marcos (y san Mateo 26,13) el valor de un término técnico, empleado categóricamente, que rinde mejor por «Evangelio». En otros pasajes de san Mateo, y siempre en san Lucas, que solamente emplea el verbo derivado (cf. Lc 1,19) parece preferible la traducción (anunciar la) «Buena Nueva». La sagrada Liturgia adapta esta lectura a la primera venida del Hijo de Dios en Belén.

Lo explica con detenimiento san Agustín en uno de sus sermones: «A la orilla del Jordán, en efecto –dice--, comenzó el magisterio de Cristo; allí se recomendó ya el futuro bautismo cristiano, puesto que se recibía un bautismo previo que preparaba el camino. Decía: “Preparad el camino al Señor, enderezad sus senderos” (Mt 3, 3; cf. Mc 1,3). El Señor quiso ser bautizado por su siervo para mostrar lo que reciben quienes son bautizados por el Señor […] Este profeta, mejor, este que es más que profeta, mereció ser preanunciado por otro profeta. De él, en efecto, dijo Isaías en el texto que hoy se nos ha leído: Voz que clama en el desierto: “Preparad el camino al Señor y enderezad sus senderos…” (Is 40,3s). Preste atención vuestra caridad. Habiendo preguntado a Juan quién era él, si el Cristo, o Elías, o algún otro profeta […] dijo que él era la voz. Observa que Juan es la voz. ¿Qué es Cristo sino la Palabra? Primero se envía la voz para que luego se pueda entender la Palabra» (Sermón 288, 2).

Juan es la voz, dice san Agustín, y Cristo la Palabra. Y san Gregorio Nacianceno reitera la idea: «A aquella primera lámpara, que fue el Precursor, sigue esta luz clarísima; a la voz, sigue la Palabra; al amigo del esposo, el esposo mismo, que prepara para el Señor un pueblo bien dispuesto, predisponiéndolo para el Espíritu con la previa purificación del agua» (Sermón 45).

En el fondo, hallamos sintetizado este mensaje en el salmista, cuando exclama: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación (Sal 94). Misericordia y salvación, conceptos fundamentales del Adviento. Cristo es nuestra salvación, sí, porque Jesús significa Salvador. Pero salvación y salvador son vocablos que cuadran con misericordia.

El mensaje de Isaías exhorta a extremar los preparativos: «Preparadle un camino al Señor» (Is 40,1-5. 9-11). Pero hablar de caminos y sendas a propósito del Señor es tanto como escuchar al mismo Jesús que nos dice: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Isaías añade a su exhorto, no obstante, una afirmación llena de serenidad y sosiego, porque encierra toda la categoría de un vaticinio: Dios caminará con su pueblo (cf. Is 40, 1-56). Ni el pueblo, pues, caminará solo; ni lo hará tampoco solo el Señor. El mensaje de la Navidad, de hecho, abunda en el gozo de semejante itinerario, porque le añade un hermoso calificativo al Señor que así camina con su pueblo, y es este: Emmanuel.



El concilio Vaticano II, por otra parte, se ocupó de este divino don de ruta cuando definió a la Iglesia como Pueblo de Dios (LG 2, 9), pueblo mesiánico que, «caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne» (LG 2,9: BAC 252, p. 55). Todo un rechazo a la quietud, a la pasividad, a la inhibición, a los brazos cruzados. Pero, por otra parte, todo un estímulo también a la unidad, a la esperanza, al optimismo y a la salvación, pues Cristo lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad, y de verdad.

Esconde, pues, el Adviento un mensaje teológico de altura, a saber: Dios viene a su pueblo: camina, pues; no se está quieto. Tampoco lo está su pueblo, de suerte que caminando, caminando, el pueblo de Dios se apresta de igual modo a caminar también hacia Dios, a salir a su encuentro. El Adviento, siendo así, equivale a un reciproco caminar. Por parte del hombre, esto se llama cooperación con la gracia.

No se trata de un discurrir por líneas paralelas: esas de las que por más que se prolonguen nunca llegan a encontrarse. Más bien es un caminar por una sola y misma vía: la que viene, desciende, se acerca hasta permitirnos ver cada vez con más claridad al que viene, porque cada vez está más cerca y el contorno de su figura va cobrando coloraciones, tonalidades y detalles cada vez más distinguibles. Y al propio tiempo, la que va, escala, asciende, cubre leguas acortando así distancias. Hasta que se produce el encuentro, el abrazo, el apretón. No es este el terrible momento de un fortuito choque de trenes. Antes, al contrario, es el gozoso instante de la suave caricia por el encuentro.

¿Y qué pasa cuando se interponen obstáculos por el camino? Cierto es que no transitamos un camino de choques, sino de encuentro, que es bien distinto. Pero en cuanto camino de caminar, caminante y caminata, etc., es obvio que sí pueden presentarse en el camino los obstáculos, los impedimentos, las limitaciones, los estorbos. ¿Quid faciendum? El puro sentido común adelanta la respuesta: remover, retirar, aparcar, eludir esos obstáculos.

Dios viene a salvarnos. Pero respeta nuestra libertad. De modo que habrá que ir quitando de nuestra vida cuanto impida esa esperada venida. Porque dicha venida nos traerá «un cielo nuevo y una tierra nueva». La sagrada Liturgia cuida tan hermosa idea citando a san Pedro: «Esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 P 3, 8-14:13). San Pedro responde a la impaciencia de los primeros cristianos: la promesa de Dios se cumplirá. «No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión» (2 P 3,9). En realidad, Dios ni se adelanta ni se retrasa: tiene su hora exacta de actuación. Aquí su respuesta es un estímulo a la esperanza. Prepararle el camino equivale a vigilar con espera en esperanza. De ahí que preparar el camino al Señor sea tanto como facilitar su llegada.



Cuando san Marcos repite con Isaías «Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Mc 1,3) está significando que Cristo viene únicamente por los caminos preparados. Pero bien dispuestos por quienes en Él esperan. La teología de hoy, en consecuencia, destaca tres figuras estelares del Adviento: Isaías, Pedro y el Bautista. Los tres hablan de preparar el camino al Señor. Insiste la sagrada Liturgia, pues –nótese--, con el verbo preparar.

El Adviento es, por tanto, actuación, praxis, diligencia y vivencia, conceptos que deben informar nuestra vida diaria. Informar equivale aquí a estar presentes en nuestra vida toda. Cuando así sea (y no, en cambio, el afán de gastos que hacen olvidar a Dios…) entonces tendrá sentido el danos tu salvación. De lo contrario, danos tu salvación, más que invocación, sería un insulto.

En la Liturgia de hoy, ya digo, se repite a menudo la misma palabra invitando, digámoslo así, a concentrar sobre ella nuestra atención. Es el imperativo: «preparad». Cunde igualmente en los Sinópticos. En san Lucas, por ejemplo: «Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas… Y toda carne verá la salud de Dios» (Lc 3, 4. 6). San Juan Bautista predicó de este modo cuando la Palabra de Dios descendió sobre él en el desierto (cf. Lc 3, 2). El la acogió y «vino por toda la región del Jordán predicando el bautismo de penitencia» (Lc 3, 3). «Preparad» es la palabra de la conversión —en griego corresponde a «metánoia»— por lo que se ve que esta expresión va dirigida al hombre interior, al espíritu humano.

Cumple comprender, en consecuencia, el vocablo «preparad». El lenguaje del Precursor de Cristo, es metafórico. Habla de los caminos, de los senderos que urge «enderezar»; de los montes y collados que «allanar»; de los barrancos que «rellenar», esto es, colmar para elevarlos a un nivel adecuadamente más alto. Y finalmente, habla de los lugares intransitables que deben ser allanados.

Se dice todo esto en metáfora, claro —cual si se tratase de preparar la acogida de un huésped especial al que se le debe facilitar el camino, para quien se debe hacer accesible el país, hacerlo atrayente y digno de ser visitado. Esta espléndida metáfora del Bautista, en la que resuenan las palabras del gran Isaías referidas al paisaje de Palestina, expresa lo que es preciso hacer en el alma, en el corazón, en la conciencia, para volverlos accesibles al Supremo Huésped: a Dios, que debe venir en la noche de Navidad y debe llegar después constantemente al hombre, y por último llegar para cada uno al fin de la vida, y para todos al fin del mundo.

El hombre, en su vida, se prepara constantemente para algo, sin duda. Los maestros, para enseñar. El estudiante, para los exámenes. Los novios, para el matrimonio. El seminarista, para el sacerdocio. El deportista, para sus competiciones. Un cirujano, para el quirófano. Y el gravemente enfermo, para la muerte. Vivimos siempre preparándonos para algo. Nuestra vida toda discurre preparándose de etapa en etapa, de día en día, de tarea en tarea.

La Iglesia nos repite en el Adviento lo de «prepararse», porque, a la postre, nos preparamos para el encuentro con El. Y nuestra vida sobre la tierra tiene su definitivo sentido y valor cuando nos preparamos siempre para ese encuentro constante y coherentemente. «Convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra —escribe San Pablo a los Filipenses—, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús» (Flp 1,6). Esta «buena obra» ya comenzó en cada uno de nosotros en el momento de la concepción, en el momento de nacer, porque hemos traído con nosotros al mundo nuestra humanidad y todos los «dones de la naturaleza», que a ella pertenecen. Esta «buena obra», u «obra buena», comenzó mucho más en cada uno de nosotros por el bautismo, cuando fuimos convertidos en hijos de Dios y herederos de su Reino. Es necesario desarrollarla de día en día con constancia y confianza «hasta el día de Cristo». De este modo toda la vida se convierte en cooperación con la gracia y en maduración de esta plenitud que Dios mismo espera de nosotros.



Nuestra vida toda es un Adviento. Merece la pena, pues, vivirla en plenitud en cada una de las vocaciones, en cada situación, en cada experiencia. Por esto adquiere una particular elocuencia y actualidad san Pablo cuando dice: «Ruego siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy […] Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios» (Flp 1, 4-6. 9-11).

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