La Sagrada Familia



Simpática fiesta, esta de la Sagrada Familia, que todos los años nos gana el corazón en medio de la Navidad, y que los cristianos de cualquier color y raza, de una u otra manera más o menos difícil de referir y puede que no menos ardua de comprender, celebramos con alegría desbordante volviendo los ojos a Nazaret, verdadera escuela de laboriosidad, de silencio y de vida interior. El contexto navideño por eso mismo es el más adecuado, porque la Navidad es por excelencia la fiesta de la familia. Así lo demuestran numerosas tradiciones y otras tantas costumbres sociales, especialmente la de reunirse todos, o sea el clan, precisamente en familia, para las comidas festivas y el cruce de felicitaciones y regalos. Lo cual, así dicho, conduce directamente al célebre intercambio de dones --del que tanto hablaba san Juan Pablo II--, al que no pocas veces se reduce la nueva evangelización.

Sería muy de temer, no obstante, omitir que en estas circunstancias, u otras análogas, el malestar y el dolor causados por ciertas heridas familiares se amplifican considerablemente. Porque la familia, a la postre, no está ni mucho menos exenta de golpes bajos, ni de insidias. Y son innumerables los perversos ataques que sufre a diario de la misma sociedad versátil que pisa diariamente el suelo oscuro y vegetal de este viejo planeta. De ahí que sea más de valorar el dato evangélico que abunda, informa, detalla la vida del Hijo de Dios hecho carne y nacido precisamente en el seno de una familia.

Quiso Jesús nacer y crecer en una familia humana; tuvo a la Virgen María como madre; y san José le hizo de padre. Ellos lo criaron y educaron con inmenso amor. La familia de Jesús merece de verdad el título de «santa», porque su mayor anhelo era cumplir la voluntad de Dios, encarnada en la adorable presencia de Jesús. Por una parte, es una familia como todas las demás y, en cuanto tal, modelo de amor conyugal, colaboración, sacrificio, abnegación, de ponerse en manos de la divina Providencia, de laboriosidad y de solidaridad. Es decir, de los valores todos que la familia conserva y promueve, contribuyendo de modo primario a formar el entramado de cualquier sociedad.

La Familia de Nazaret, sin embargo, es, al mismo tiempo, única, diversa de las demás, por su singular vocación vinculada a la misión del Hijo de Dios. Precisamente con esta unicidad señala a toda familia --y en primer lugar a las familias cristianas-- el horizonte de Dios, el primado dulce y exigente de su voluntad y la perspectiva del cielo al que estamos destinados.

Es por eso comprensible que hoy demos gracias a Dios, pero también a la Virgen María y a san José, que con tanta fe, tanta ternura, tanta disponibilidad y diligencia cooperaron al plan salvífico del Señor. La familia es ciertamente una gracia de Dios, que deja traslucir lo que él mismo es: Amor. Acaso la más grande gracia de Dios, porque deriva de la Santísima Trinidad, familia por antonomasia. No es extraño, siendo así, que muchos teólogos hayan glosado las dos familias trinitarias, la arquetípica del Dios Trinidad, con las tres Personas adorables compartiendo, conviviendo y amando, de un lado; y de otro, la nazarena y trinitaria de Jesús, María y José.



Amor enteramente gratuito, que sustenta la fidelidad sin límites, aun en los momentos de dificultad o abatimiento. Estas cualidades se encarnan de manera eminente en la Sagrada Familia, en la que Jesús vino al mundo y fue creciendo y llenándose de sabiduría, con los cuidados primorosos de María y la tutela fiel de san José. Es, en consecuencia, saludable y oportuno que encomendemos al Señor a cada familia, especialmente a las más probadas por las dificultades de la vida y por las plagas de la incomprensión y la división. Conceda a todas el Redentor, nacido en Belén, la serenidad y la fuerza para avanzar unidas por el camino del bien.

Los primeros testigos del nacimiento de Cristo, los pastores, no sólo encontraron al Niño Jesús, sino también a una pequeña familia: madre, padre e hijo recién nacido. Y es que Dios quiso revelarse naciendo en el seno de una familia humana y, por eso, la familia humana se ha convertido en icono de Dios. Dios, lo dije ya, es Trinidad, o sea comunión de amor, y la familia, con toda la diferencia que existe entre el Misterio de Dios y su criatura humana, una expresión que refleja el Misterio insondable del Dios amor. El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en el matrimonio llegan a ser «una sola carne» (Gn 2, 24), es decir, una comunión de amor que engendra nueva vida.

La familia humana es, en cierto sentido, icono de la Trinidad por el amor interpersonal y por la fecundidad del amor. Se siente además sabedora, porque lo experimenta, lo vive, de que los hijos son don y proyecto de Dios. No pueden, por tanto, considerarse como posesión propia, sino que, sirviendo en ellos al plan salvífico de Dios, está llamada a educarlos en la mayor libertad, que es precisamente la de decir «sí» a Dios para hacer su voluntad. La Virgen María es el ejemplo perfecto de este «sí». Merece la pena, pues, que le encomendemos a ella sin condiciones las familias, rezando en particular por su preciosa misión educativa.

Llegado al mundo en el seno de una familia, Dios manifiesta que esta institución es camino seguro para encontrarlo y conocerlo, así como un llamamiento permanente a trabajar por la unidad de todos en torno al amor. De ahí que uno de los mayores servicios que los cristianos podemos prestar a nuestros semejantes sea ofrecerles nuestro testimonio sereno y firme de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, salvaguardándola y promoviéndola, pues ella es de suma importancia para el presente y el futuro de la humanidad. Vivimos tiempos en que decir esto equivale a tacharle a uno de retrógrado, trasnochado y fuera de época. Es lo cierto, sin embargo, que secundar planteamientos esnobistas y alotrópicos no viene a ser, en definitiva, sino dar las espaldas al Evangelio.

No debiéramos echar en olvido, por de pronto, que la familia es, se admita no, la mejor escuela donde se aprende a vivir aquellos valores que dignifican a la persona y hacen grandes a los pueblos. Se comparten en ella también --porque así es en definitiva, un compartir--, las penas y alegrías, sintiéndose todos arropados por el cariño que reina en casa de puro ser miembros de la misma familia. Es de igual modo la familia el mejor referente al que acudir para encarnar los grandes valores de la Iglesia.

Bien mirado, no hallamos en el Evangelio discursos sobre la familia, sino un acontecimiento, una realidad, un hecho a la vez histórico y trascendente que vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en una familia humana. De este modo, la consagró como camino primero y ordinario de su encuentro con la humanidad. Esto es, de puro humilde y elemental, sencillamente grandioso. Que el Verbo encarnado pasara treinta años en el silencio de Nazaret, es decir, en el total acatamiento a la voluntad de unas criaturas, muy santas y nobles en verdad, pero criaturas al fin, como María y José, es tan profundamente sobrenatural y mistérico que llena de estupor.

San Agustín lo suele destacar en sus sermones acudiendo a la figura retórica de la antítesis. He aquí un ejemplo: « Yace en un pesebre, pero contiene al mundo; toma el pecho, pero alimenta a los ángeles; está amamantado, pero adorado; no encuentra lugar en el establo, pero se construye un templo en los corazones de los creyentes. Para que la debilidad se hiciera fuerte, se hizo débil la fortaleza. Sea objeto de admiración, antes que de desprecio, su nacimiento de la carne, y reconozcamos en ella la humildad de tan magna excelsitud por causa nuestra. Encendamos en ella nuestra caridad para llegar a su eternidad» (Sermón 190, 4).



En su vida transcurrida en Nazaret, Jesús honró a la Virgen María y al justo José, permaneciendo sometido a su autoridad durante su infancia y adolescencia (cf. Lc 2, 51-52). Puso así de relieve el valor primario de la familia en la educación de la persona. María y José introdujeron a Jesús en la comunidad religiosa, frecuentando la sinagoga de Nazaret. Con ellos aprendió Jesús a peregrinar en familia a Jerusalén. Cuando tenía doce años, «se perdió» en el Templo, y sus padres emplearon tres días para encontrarlo. Con ese gesto les hizo comprender que debía «ocuparse de las cosas de su Padre», es decir, de la misión que Dios le había encomendado (cf. Lc 2, 41-52).

María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus padres conoció toda la belleza de la fe, del amor a Dios y a su Ley, así como las exigencias de la justicia, que encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13, 10). De ellos aprendió que en primer lugar es preciso cumplir la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre.

La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el «prototipo» de toda familia cristiana que, unida en el sacramento del matrimonio y alimentada con la Palabra y la Eucaristía, está llamada a realizar la estupenda vocación y misión de ser célula viva no sólo de la sociedad, lo que no es poco, sino también de la Iglesia, lo que ya es más que mucho, signo e instrumento de unidad para todo el género humano.

Día es hoy, pues, para invocar la protección de María santísima y de san José sobre todas las familias con el propósito de que resistan a los impulsos disgregadores de cierta cultura contemporánea, posmoderna, y a veces incluso laicista, que socava las bases mismas de la institución familiar. Que ayuden ellos a las familias cristianas a ser, en todo el mundo, imagen viva del amor de Dios.

El tema dominante de la Navidad, en fin, contempla tres puntos de corte enteramente familiar. Los tres correspondientes a las lecturas de este domingo, a saber: 1) El que teme al Señor honra a sus padres (cf. Si 3,2-6. 12-14). Temer y honrar son verbos que se implican y se complementan. El Talmud enseña que hay tres socios en la formación de una persona: el padre, la madre y Dios. Si agradecemos a nuestros padres por el regalo de la vida, ¿cuánto más habremos de agradecer a Dios por la creación y el mantenimiento de todo el mundo? – por darnos aire para respirar, flores para oler y suelo para caminar-. Y claro es que los padres son, a la postre, el don incomparable otorgado a los humanos por la divina misericordia. Pero eso no es todo. La sagrada liturgia trae a la segunda lectura un hermoso exhorto paulino a los colosenses.

2) La vida de familia vivida en el Señor (cf. Col 3,12-21). Son, como digo, preceptos particulares de moral familiar, muy sencillos, de la vida corriente, sólo que cristianizados por Pablo mediante la simple fórmula «en el Señor», que aquí equivale a «según la vida cristiana». Sencillamente, pretende significar que la gracia del cristianismo supone, dentro de la familia, un plus de elevación y santidad del que las familias no cristianas carecen.



3) El niño iba creciendo y se llenaba de sabiduría (Lc 2, 22-40). San Lucas resulta elocuente al respecto: «el niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2,40). Está dándonos a entender con ello el evangelista de la misericordia que ese Jesús, en cuanto Hijo de Dios, perteneciente a la familia de la Trinidad adorable, y en cuanto hombre a la Sagrada Familia de Nazaret es el Hijo de Dios encarnado al que llamamos Cristo. Su componente divina no tenía por qué invadir la humana hasta dejarla punto menos que anulada.

En cuanto hombre, pues, iba creciendo, robusteciéndose, aprendiendo las primeras letras hasta un día en que empezó con los demás niños judíos a dar los primeros pasos en la escuela, en la Sinagoga, a base de aprender gradualmente la Sagrada Escritura. Con la Sagrada Familia cantaba a Dios, y junto con María y José daba gracias a Dios de corazón. Se hizo uno como nosotros, menos en el pecado. Y en ese hacerse como nosotros entra de lleno todo lo que representa el don incomparable de la familia. Viviendo en familia aprendió a obedecer ofreciéndose al Padre celestial a través de la obediencia a sus padres de la tierra. La familia cobró, escaló, alcanzó, en Él y con Él, la más alta cumbre espiritual desde la natural y humana de las noches y los días inolvidables, silenciosos y laboriosos de Nazaret.

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