Solemnidad de Santa María, Madre de Dios



El Martirologio Romano resume el contenido de esta fiesta del Año Nuevo, grandioso pórtico de entrada al año civil, con este rico elenco de temas en forma de proclama litúrgica: «Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en la Octava de la Natividad del Señor y en el día de su Circuncisión. Los Padres del Concilio de Éfeso la aclamaron como Theotokos (es decir, Madre de Dios), porque en ella la Palabra se hizo carne, y acampó entre los hombres el Hijo de Dios, príncipe de la paz, cuyo nombre está por encima de todo nombre». Desde 1968, tiempos del beato Pablo VI, hemos de añadir, además, por decisión pontificia tan novedosa como feliz, la celebérrima Jornada mundial por la paz.

«Nos dirigimos a todos los hombres de buena voluntad para exhortarlos a celebrar «El Día de la Paz» en todo el mundo, el primer día del año civil, 1 de enero de 1968. Sería nuestro deseo que después, cada año, esta celebración se repitiese como presagio y como promesa, al principio del calendario que mide y describe el camino de la vida en el tiempo, de que sea la Paz con su justo y benéfico equilibrio la que domine el desarrollo de la historia futura.

Nos pensamos que esta propuesta interprete las aspiraciones de los Pueblos, de sus Gobernantes, de las Entidades internacionales que intentan conservar la Paz en el mundo, de las Instituciones religiosas tan interesadas en promover la Paz, de los Movimientos culturales, políticos y sociales que hacen de la Paz su ideal, de la Juventud, —en quien es más viva la perspicacia de los nuevos caminos de la civilización, necesariamente orientados hacia un pacífico desarrollo—, de los hombres sabios que ven cuán necesaria sea hoy la Paz y al mismo tiempo cuán amenazada.

La proposición de dedicar a la Paz el primer día del año nuevo no intenta calificarse como exclusivamente nuestra, religiosa, es decir católica; querría encontrar la adhesión de todos los amigos de la Paz, como si fuese iniciativa suya propia, y expresarse en formas diversas, correspondientes al carácter particular de cuantos advierten cuán hermosa e importante es la armonía de todas las voces en el mundo para la exaltación de este primer bien, que es la Paz, en el múltiple concierto de la humanidad moderna» (Pablo VI, en la I Jornada mundial de la paz. 1 de enero de 1968).

Esquemáticamente resumido, afloran nítidos estos tres momentos: 1) La Circuncisión del Señor y lo que dicho rito implica; 2) La maternidad divina de la Virgen María; y 3) La Jornada mundial de la paz. Los tres unidos, conforman un precioso ramillete espiritual de bendiciones de lo Alto propio de este Domingo Solemne con el que la sagrada Liturgia dice concluyente que finaliza hoy la Octava de Navidad. Pero veamos de qué modo sacan adelante su exposición las tres lecturas del día.



La primera sale del libro de los Números (6, 22-27) y dice así: «El Señor habló a Moisés: Di a Aarón y a sus hijos: Esta es la fórmula con que bendeciréis a los israelitas: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré». Invocación y bendición, pues. Van, si bien se medita, mucho más allá del puro acto de culto, porque suponen adorar a Dios Padre, fuente de todas las bendiciones. Solemos principiar el año entre refranes y liturgia: ¡Que haya salud!, dicen unos. ¡Que cunda la suerte!, agregan otros. Ojalá llegue pródigo de bendiciones, se oye por doquier. Nos felicitamos con el típico gesto del que estrena cosas nuevas, y nos deseamos felicidad y paz hasta las campanadas finales del próximo San Silvestre. El salmista esgrime aires de buen deseo en el versillo que sigue a la primera lectura: El Señor tenga piedad y nos bendiga (Sal 66, 2). Lo repiten y vuelven a repetir los fieles a modo de respuesta, mientras el lector recita el salmo 66.

«Bendiga nuestra alma al Señor y que Dios nos bendiga –exhorta san Agustín:- Cuando Dios nos bendice, crecemos, y, cuando bendecimos al Señor, asimismo crecemos; ambas cosas nos aprovechan. Él no crece con nuestra bendición ni disminuye con nuestra maldición. Quien maldice al Señor disminuye y quien le bendice crece. Primeramente obtenemos nosotros la bendición del Señor, y, por consiguiente, es natural que nosotros le bendigamos. Su bendición es la lluvia; la nuestra, el fruto » (En. Ps. 66, 1).

Si la venida del Señor nos reportará señalado provecho y todo género de bienes (pues quien era invisible en su naturaleza se hizo visible al adoptar la nuestra), que hasta la Sagrada Liturgia se preocupa de recordarlo en uno de los Prefacios navideños. El III concretamente dice, entre otras cosas dignas de piedra blanca, cuanto sigue: «Por él (o sea Cristo recién nacido), hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos». Nota bien, amable lector, ese inciso: maravilloso intercambio que nos salva. A san Juan Pablo II le gustaba la expresión intercambio de dones. ¿Y qué don podemos nosotros ofrecer a quien es Don en sí? Todos, por supuesto, a condición de hacerlo en Él.

Interpretadas estas fiestas desde dicha fórmula, sale luminosa y radiante a la superficie la palabra bendición: Bendición para nosotros las mismas Navidades, cómo no. Bendición para la Humanidad, la venida de Cristo. Bendición para los pecadores, en fin, la imposición del Nombre de Jesús en la ceremonia de la Circuncisión. Porque Jesús quiere decir eso: Salvador. Jesús es el propio nombre de Cristo, porque los demás son nombres comunes suyos, que se dicen de Él por alguna semejanza que tiene con otras cosas, de las cuales también se dicen los mismos nombres.

Jesús es nombre propio de Cristo, y nombre que se le puso Dios por la boca del ángel. Fray Luis de León recuerda cómo san Bernardo «concluye que los nombres que Cristo tiene son todos necesarios para que se llame enteramente Jesús, porque, para ser lo que este nombre dice, es menester que tenga Cristo y que haga lo que significan todos los otros nombres. Y así, el nombre de Jesús es propio nombre suyo entre todos. Y es suyo propio también, porque, como el mismo san Bernardo dice, no le es nombre postizo, sino nacido nombre, y nombre que le trae embebido en el ser; porque, como diremos en su lugar, su ser de Cristo es Jesús, porque cuanto en Cristo hay es salvación y salud » (Los nombres de Cristo, L. 3: Jesús).



La lectura del Santo Evangelio según San Lucas (2, 16-21) acude al portal de Belén para decirnos que: «En aquel tiempo los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al Niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo, como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción».

El II Prefacio de Navidad proclama lo que cabe interpretar como el primer comentario litúrgico a este fragmento evangélico cuando dice: «Porque en el misterio santo que hoy celebramos, Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído, para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado».

Un segundo comentario que yo quisiera traer ahora puede venir de san Agustín. Comenta él a propósito de las palabras Y encontraron a María y a José, y al Niño acostado en el pesebre (2, 16): «Se anonadó, pues, ante los hombres; pero este anonadamiento no consistió en dejar de ser lo que era cuando se hizo lo que no era, sino en ocultar lo que era y manifestar lo que se había hecho […]. Dada la forma de Dios, oculta, pero estable, le ponemos por nombre Emmanuel, como lo anunció Gabriel. Permaneciendo en su ser, Dios se hizo hombre, para que justamente se llame al hijo del hombre Dios con nosotros; no es Dios uno y hombre otro. Regocíjese, pues, el mundo en las personas de los creyentes, por cuya salvación vino el salvador del mundo. El creador de María nació de María; es hijo de David el señor de David; del linaje de Abrahán quien existe antes que Abrahán. El creador de la tierra fue hecho en la tierra; el creador del cielo fue creado bajo el cielo. Él es el día que hizo el Señor, y el Señor mismo es el día de nuestro corazón. Caminemos en su luz, exultemos y gocémonos en él» (San Agustín, Sermón 195, 3).

Me gustaría traer a cuento además otros matices: por ejemplo, cómo san Lucas refiere que «En aquel tiempo los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al Niño acostado en el pesebre. [Sí, pero nótese que añade:] Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores». Hicieron, pues, los pastores de catequistas, de predicadores, anunciando, refiriendo, haciéndose lenguas de lo que les habían dicho sobre aquel Niño. Y seguro que se lo contaron a María y a José, aparte de la gente, claro, según deja entender este inciso: Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. La evangelización reclama, siendo así, un puesto en el Portal de Belén: con los pastores están postrados también los sencillos ante la Sencillez, que yace recostada en el pesebre. Por ello justamente cabe añadir que no están pasivos. Por absorta que parezca, la adoración nunca es pasiva, sino al revés: siempre activa. Los pastorcillos miran boquiabiertos, sí, pero contemplativos y locuaces: informan, cuentan, refieren. A menudo la evangelización consiste sólo en contar, referir, transmitir la Palabra. El resto siempre lo pone Dios. Porque se trata de acciones verbales en modo alguno carentes de sentido, sin entusiasmo quiero decir, sin desbordante alegría, júbilo, gozo. En el fondo, tal vez no nos equivoquemos suponiendo que toda evangelización encierra en sí misma un punto de exultación navideña.

Los especialistas en teología litúrgica distinguen entre los pastorcillos y los Magos. En ambos cuadros estamos ante una Teofanía, es decir, manifestación del Señor. Diré más: ante una Cristofanía. Pero con la nada irrelevante diferencia de los destinatarios. Porque mientras en la Noche Buena es manifestación a los pastores y en ellos al Pueblo elegido, a Israel, en los Magos, por el contrario, lo es a los gentiles. No debemos olvidar que san Mateo, el evangelista que nos refiere el tierno encuentro de los pastores con Jesús Niño, con el Misterio entero, es decir la Sagrada Familia en el destartalado Establo de Belén, san Mateo, digo, escribe su Evangelio sobre todo al Pueblo de Israel.

Los Magos, en cambio, representan a la gentilidad, como dándonos a entender que el Mesías nacido en Belén viene para salvar a todos los pueblos. Si en el primer caso tenemos un Dios salvador que viene a cumplir las promesas salvíficas dentro del Pueblo elegido, en el segundo lo que destaca sobre todo es la voluntad salvífica universal. Pero el evangelista Lucas nos regala más. Nos declara que «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Y que «Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo, como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción».




En cuanto a que María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón, el matiz lo pone Beda el Venerable: «Ponderaba, en verdad, -dice- los hechos que veía y que había leído que debían suceder. Así veía que ella había nacido de la estirpe de David en Nazaret y que había concebido un hijo por obra del Espíritu Santo […]. Veía que había concebido y había dado a luz un hijo siendo virgen y que le había puesto por nombre Jesús […]. Veía al Señor colocado en el pesebre al que suelen acudir el buey y el asno para comer […]. Escuchaba que las virtudes angélicas, que son hijas de la ciudad celestial, se habían aparecido a los pastores en el lugar en el que desde antiguo se reunían las ovejas y llamaban torre del rebaño, y se encuentra a una milla al este de Belén, y donde todavía ahora se enseñan en una iglesia tres monumentos de esos pastores. Sabía, en consecuencia, que el Señor había venido en la carne, cuyo poder es uno y eterno con el Padre, y que daría a su hija la Iglesia el reino de la Jerusalén celeste. Ponderaba, por tanto, María, aquellas cosas que había leído que debían cumplirse junto a estas otras que veía se estaban cumpliendo, pero lo hacía sin hablar de ellas, guardándolas cerradas en su corazón» (Homilías sobre los Evangelios, 1, 7).

Los pastores, sin embargo, «se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído». Los pastores, pues, «no guardaron silencio sobre los misterios divinos que les habían sido revelados, sino que los comunicaron a todos los que pudieron. También los pastores espirituales de la Iglesia –comenta el mismo Beda- están destinados a eso mismo: a predicar los misterios de la Palabra de Dios y a enseñar a sus oyentes a admirar las maravillas que ellos han aprendido en las Escrituras» (Homilías sobre los Evangelios, 1,7). De lo dicho se deduce que la evangelización puede salir adelante lo mismo con silencio que con locuacidad.

La segunda lectura que se proclama en este solemne Domingo es de la Carta de San Pablo a los Gálatas (4, 4-7). El Apóstol escribe a los cristianos de Galacia en estos términos: «Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios».

El segmento cuando se cumplió el tiempo, o dicho también de forma equivalente: al llegar la plenitud de los tiempos, es expresión que designa la llegada de los tiempos mesiánicos o escatológicos que dan cumplimiento a una larga espera de siglos, como quien colma finalmente una medida. «Se puede decir nacido bajo la ley porque nació de una mujer… Por eso mismo también los gálatas debían haberse dado cuenta de su error, puesto que el Salvador, a quien han creído, por el hecho de que estuviera bajo la ley, sin embargo no estaba sometido a la ley», comenta Mario Victorino (Comentarios a la Carta a los Gálatas, 2, 4, 3-4).

Lo que viene a continuación: para rescatar a los que se hallaban bajo la ley indica el aspecto negativo y positivo de la redención: al llegar a ser hijo, el esclavo adquiere la libertad. El esclavo liberado es adoptado como hijo, no sólo por la accesión legal a la herencia, sino también por el don real de la vida divina, en la cual intervienen las tres divinas Personas. En lo que atañe a la frase Para que recibiéramos el ser hijos por adopción (4,5b), se impone precisar que nuestra filiación es por adopción, en tanto que la suya lo es por naturaleza. «Dijo por adopción –explica san Agustín- para que con claridad distingamos al único Hijo de Dios. Porque nosotros somos hijos de Dios por merced y gratitud de su misericordia; pero Él es Hijo por naturaleza, pues es lo que es el Padre» (Exposición de la Epístola a los Gálatas, 30). De modo que ya no eres siervo, sino hijo (cf. 4,7). Y si hijo, también heredero. «No cabe duda de que quien adopta un hijo es para dejarle como heredero. Pero la herencia viene después de la muerte: ¿entonces qué significa que se habla de herederos mortales del que sigue siempre vivo? Pero la Escritura habla según nuestro modo de hablar, para que podamos entender lo que dice. Pues para decir que un padre ha de dar a sus hijos los bienes que le pertenecen, llama herencia a lo que les va a dar» (Ambrosiáster, Comentario a la Carta a los Gálatas: CSEL 81/3,45).

En lo tocante a la expresión aramea y griega ¡Abbá, Padre!, bueno será tener presente que «Dos son las palabras que escribió, para que por la última se interpretara la primera, porque es lo mismo Abbá que Padre. Y ha de entenderse que no en vano escribió con elegancia, de dos lenguas, palabras que significan lo mismo, por razón de la universal congregación que fue llamada a la unidad de la fe, tanto de judíos como de gentiles» (San Agustín, Exposición de la Epístola a los Gálatas, 31).

Pero volvamos a san Pablo y su recuerdo a los Gálatas insistiendo en que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo. Esto es, puso de relieve la obra de Dios Trino. «He aquí el orden completo de esas tres potencias conforme a la única virtud y divinidad. Dios –dice-, que es el Padre, envió a su Hijo, que es Cristo. A su vez, Cristo, siendo potencia de Dios, es Él mismo Dios –Dios envió, dice; porque Dios y Cristo son una sola cosa, fundamentalmente cuando Cristo fue santificado después del misterio-, envió al Espíritu de su Hijo, -señala-, que es el Espíritu Santo, quien descendiendo a nuestros corazones da a conocer fácilmente al Padre» (Mario Victorino, Comentarios a la Carta a los Gálatas, 2, 4, 6).



En resumen: la divina Providencia nos congrega para celebrar en este primer día de año la riqueza y belleza de sus coincidencias: el inicio del año civil se encuentra con el culmen de la octava de Navidad, en el que se celebra la Maternidad divina de María, y el encuentro de ambos tiene una feliz síntesis en la Jornada mundial de la paz. Y todo ello, además, en un domingo en el que, a partir del acontecimiento de Belén, evocado en su realidad histórica concreta por el evangelio de Lucas (cf. Lc 2, 16-21), el Señor recién nacido se convierte en bendición para el pueblo de Dios y para toda la humanidad. De acuerdo con la antigua tradición judía de la bendición (cf. Nm 6, 22-27): los sacerdotes de Israel bendecían al pueblo «invocando sobre él el nombre» del Señor.

Con una fórmula ternaria —presente en la primera lectura— el Nombre sagrado se invocaba tres veces sobre los fieles, como auspicio de gracia y de paz. Esta antigua costumbre nos lleva a una realidad esencial: para poder avanzar por el camino de la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el «rostro» de Dios y ser bendecidos por su «nombre». Precisamente esto se realizó de forma definitiva con la Encarnación: la venida del Hijo de Dios en nuestra carne y en la historia ha traído una bendición irrevocable, una luz que ya no se apaga nunca y ofrece a los creyentes y a los hombres de buena voluntad la posibilidad de construir la civilización del amor y de la paz.

El concilio Vaticano II dijo, a este respecto, que «el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22). Esta unión ha confirmado el plan original de una humanidad creada a «imagen y semejanza» de Dios. En realidad, el Verbo encarnado es la única imagen perfecta y consustancial del Dios invisible. Jesucristo es el hombre perfecto. «En él —afirma el Concilio asimismo- la naturaleza humana ha sido asumida (...); por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime» (ib.).

Por esto, la historia terrena de Jesús, que culminó en el misterio pascual, es el inicio de un mundo nuevo, porque inauguró realmente una nueva humanidad, capaz de llevar a cabo una «revolución» pacífica, siempre y sólo con la gracia de Cristo. Esta revolución no es ideológica, sino espiritual; no es utópica, sino real; de ahí que requiera infinita paciencia, tiempos quizás muy largos, evitando todo atajo y recorriendo el camino más difícil: el de la maduración de la responsabilidad en las conciencias.

Que la Madre de Dios nos acompañe a lo largo de todo el año que hoy empieza, y obtenga del Príncipe de la paz ese don para toda la humanidad. De Ella tomó la Palabra nuestra condición y así lo reconoció el Concilio de Éfeso con el título Theotokos. María está presente, pues, en este misterio, para que de ella la Palabra tome un cuerpo, y, como propio, lo ofrezca por nosotros. […]. Y es que Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de él ha conseguido la salvación el hombre entero. Él, que es, ante todo el Príncipe de la Paz.



Las palabras de san Atanasio, el campeón de la ortodoxia nicena frente al arrianismo, constityen una espléndida oración a la Theotokos. Dice así: «La Palabra tendió una mano a los hijos de Abrahán, como afirma el Apóstol. Y por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro. Por esta razón, en verdad, María está presente en este misterio, para que de ella la Palabra tome un cuerpo, y, como propio, lo ofrezca por nosotros. La Escritura habla del parto y afirma: Lo envolvió en pañales; y se proclaman dichosos los pechos que amamantaron al Señor, y, por el nacimiento de este primogénito, fue ofrecido el sacrificio prescrito. El ángel Gabriel había anunciado esta concepción con palabras muy precisas, cuando dijo a María no simplemente “lo que nacerá en ti” –para que no se creyese que se trataba de un cuerpo introducido desde el exterior-, sino de ti, para que creyéramos que aquel que era engendrado en María procedía realmente de ella […] Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de él ha conseguido la salvación el hombre entero.

Porque de ninguna forma es ficticia nuestra salvación ni afecta sólo al cuerpo, sino que la salvación de todo el hombre, es decir, alma y cuerpo, se ha realizado en aquel que es la Palabra. Por lo tanto, el cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro. Pues María es nuestra hermana, ya que todos nosotros hemos nacido de Adán […]. Por otra parte, la Trinidad, también después de la encarnación de la Palabra en María, siempre sigue siendo la Trinidad, no admitiendo ni aumentos ni disminuciones; siempre es perfecta, y en la Trinidad se reconoce una única Deidad, y así la Iglesia confiesa a un único Dios, Padre de la Palabra » (San Atanasio de Alejandría, Carta a Epicteto, 5-9).

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