Entre la elección de asientos y la de invitados

Todo el que se humilla…

El Evangelio de hoy (Lc 14, 1.7-14) nos regala con un Jesús comensal y dialogante, cercano y parabólico y rompiendo amarras precisamente contra el costumbrismo aburguesado y farisaico en la casa de un jefe de los fariseos. Dándose cuenta, en efecto, de que los invitados elegían los primeros puestos en la mesa, contó una parábola, ambientada en un banquete nupcial:

Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: “Deja el sitio a este”... Al contrario, cuando seas convidado, ve a sentarte en el último puesto» (Lc 14, 8-10).

El Señor no pretende dar una lección de buenos modales, ni disertar sobre jerarquía entre las distintas autoridades, ni tampoco impartir, bien es cierto, un máster de protocolo, eso que ahora se lleva tanto, aunque luego no sirva para nada. Insiste más bien Jesús en un punto decisivo, que es el de la humildad: «El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (Lc 14, 11).

Esta parábola, por otra parte, desde el ángulo visual de un significado más profundo y trascendente, hace sobre todo pensar en la postura del hombre relacionado con Dios. De hecho, el «último lugar» pudiera representar la condición de la humanidad degradada por el pecado, desdichada condición de la que sólo el Hijo unigénito encarnado puede elevarla. Por eso mismo Cristo «tomó el último puesto en el mundo —la cruz— y precisamente con esta humildad radical nos redimió y nos ayuda constantemente» (Deus caritas est, 35).

Al final de la parábola, sugiere Jesús al jefe de los fariseos que no invite a su mesa a sus amigos, parientes o vecinos ricos, sino a las personas más pobres y marginadas, que no tienen modo de devolverle su favor (cf. Lc 14, 13-14), para que el don sea gratuito. De hecho, la verdadera recompensa la dará al final Dios, «quien gobierna el mundo... Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podamos y mientras él nos dé fuerzas» (Deus caritas est, 35).

Por tanto, una vez más vemos a Cristo como modelo de humildad y de gratuidad: de él aprendemos la paciencia en las tentaciones, la mansedumbre en las ofensas, la obediencia a Dios en el dolor, a la espera siempre de que Aquel que nos ha invitado nos diga: «Amigo, sube más arriba» (cf. Lc 14, 10); en efecto, el verdadero bien es estar cerca de él.

A propósito precisamente del inciso «Amigo, sube más arriba» (cf. Lc 14, 10), dejó san Agustín esta pincelada autobiográfica predicando sobre los clérigos en Hipona ya al final de sus días (18/12/425): «Vine siendo joven a esta ciudad […]. Había abandonado toda esperanza mundana y no quise ser lo que hubiera podido ser; tampoco, es cierto, busqué lo que soy. Elegí ser postergado en la casa de Dios antes que habitar en las tiendas de los pecadores (Sal 83,11). Me separé de quienes aman el mundo, pero no me equiparé a los que gobiernan a los pueblos. Ni elegí un puesto superior en el banquete de mi Señor, sino el último y despreciable, pero le plugo a él decirme: Sube más arriba (Lc 14,10). Hasta tal punto temía el episcopado que, cuando comenzó a acrecentarse mi fama entre los siervos de Dios, evitaba acercarme a lugares donde sabía que no tenían obispo» (Sermón 355,2).

Podemos, pues, dividir en consecuencia el fragmento evangélico de hoy en dos partes bien definidas, componiendo entrambas una sola enseñanza, a saber: 1. La elección de los puestos (Lc 14,1.7-11); y 2. La elección de los invitados (Lc 14,12-14).

Lavatorio de los pies

Para la elección de los puestos(Lc 14,7-12), el discurso dirigido a los comensales, lo mismo que el siguiente, de construcción exactamente igual a él y dirigido a la persona del anfitrión, surge de la situación presupuesta del banquete. San Lucas lo llama una «parábola», esto es, una instrucción en forma figurada.

Pero por la situación en que se apoyan, estas palabras de Jesús no pueden, sin embargo, ser entendidas como parábola en sentido corriente; se trata en ellas, sin duda, de un ejemplo tomado de la vida misma de la sociedad, en el que, por lo demás, se manifiesta también la actitud ética interior de los que en él intervienen, o al menos de algunos de ellos, su afán de honras y su vanidad.

En cuanto al sentido del ejemplo es también de notar que la historia profana no se concibe desde el principio como figurada y sólo figurada, como sucede con otras parábolas en sentido estricto. Lo peculiar del presente pasaje es, más bien, que un proceso de la vida cotidiana profana, observado por Jesús mismo en un momento dado, queda interpretado parabólicamente y transpuesto al dominio de lo religioso. Lo que ocurre en el ámbito de lo profano se convierte así en imagen de lo que le sucederá al hombre con Dios.

Según opinan muchos exegetas modernos, la tradición habría transformado aquí en una regla de sociedad en la mesa lo que en su origen no dejaba de ser una parábola escatológica, al igual que la parábola de Lc 12,57s aparece en Mt 5,25 transformada en una exhortación al espíritu de conciliación.

Según 20,46 ( = Mc 12,39), los escribas sobre todo, conscientes de su dignidad y significación, mostraban el afán de ocupar los primeros puestos en los banquetes, uso que tenía que tener en cuenta el anfitrión, para evitar que, por ejemplo, el de más categoría no recibiera el puesto de más honor. Podía darse así en la realidad el caso que Jesús toma como punto de partida de su instrucción.

Hasta el v. 10 se mantienen sus palabras aún en el dominio del ambiente profano, burgués, y los conceptos del honor que en él rigen, que quedan elevados a una consideración de tipo religioso en la sentencia final del v. 11 -«Porque todo el que se enaltece, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»-, ofrecida también en 18,14, así como en Mt 18,4 y 23,12, pero que parece estar aquí en su contexto originario.

En ella se da expresión al principio según el cual Dios trata a los hombres. Sus miras, las miras de Dios, son las que quedan expresadas con el final «para que» del v. 10, no las del que se sienta humildemente en el último puesto. Sólo así corresponde la sentencia a la doctrina de Jesús, y no, en cambio, si con ella se exigiera una humildad que sólo se abajara con el fin de ser después elevada. La conexión con el v. 11 es lo que convierte la vergüenza del ambicioso y la honra del humilde del banquete en una parábola.

La elección de los primeros puestos

En cuanto a la elección de los invitados (Lc 14,13-14), todo hace pensar que la presente admonición dirigida al señor de la casa corresponde, tanto por su forma como por su sentido, a la que ha dirigido a los demás comensales. Tampoco en ella es posible una interpretación puramente literal.

La invitación de los amigos, o sea, un hecho corriente en las relaciones humanas de la vida profana y que sirve en primera línea al cultivo de la vida de sociedad, queda mencionado por Jesús como ejemplo de un amor egoísta, basado en la reciprocidad y, por ello, desprovisto de valor moral (cf. 6,32-34).

A él contrapone Jesús en la invitación de los pobres y miserables, que no pueden corresponder a lo recibido, un amor verdadero, que puede estar seguro de ser recompensado por Dios en la vida eterna (cf. Pr 18,17).

Así como Jesús no pretendía, en el pasaje precedente, dar una instrucción sobre la elección de los puestos en un banquete, así tampoco aquí discute  o pone en tela de juicio el hecho mismo de la invitación a las personas más allegadas. Sólo toma ocasión, eso sí, de un uso de la vida cotidiana para, de esa suerte, mostrar que un amor que se extiende sólo a aquellos que corresponden a él en igual manera, no tiene valor alguno ante Dios.

La «resurrección de los justos» referida como comienzo de la vida eterna no tiene que ser aquí entendida necesariamente, con la antigua creencia judía, en sentido restringido, como si fueran sólo los justos quienes han de resucitar. Sólo para ellos es una promesa la resurrección, ya que son los únicos que entrarán en la «vida». La continuación de la existencia de los que, para siempre, están alejados de Dios no puede, en cambio, llamarse «vida» y, por tanto, es como para no tomarla en cuenta.

Nadie ocupa en el Reino de Dios el primer puesto, a excepción, claro es, de aquellos que han optado por el servicio a los demás, por la entrega sin ningún tipo de interés a la proclamación de la Buena Noticia y por haber renunciado a la forma de pensar del mundo para sentir como el Maestro; esos, precisamente, son los que tienen ganados los primeros puestos sin distinción en dicho Reino.

La vigente escala de valores en este mundo de contravalores es del todo cambiada en el Reino, donde son preferidos los sencillos, los humildes, los pobres, los ignorantes. Ante Dios no cabe otra actitud que humillarse. Es Él tan grande y somos nosotros tan pequeños o insignificantes, tan santo Él y tan pecadores y desnortados nosotros, tan sabio Él y nosotros tan ignorantes e iletrados, que ninguna posición llega a ser tan justa y razonable delante de Dios como la de una profunda y sincera humildad.

Para nuestra sociedad sería provechoso que los hombres no busquen recompensa de orden terreno o material, ya quedará pagada cuando reciba lo que pretendía. Pero si en lo que hace, aspira siempre y busca en todo momento a Dios, de ello se seguirá como obligado efecto dominó que su recompensa será, de modo incontestable y por siempre, Dios solo y sólo Dios. ¿De qué sirve tener todas las cosas del mundo, incluso los incontables bienes de la madre tierra, si no se tiene a Dios, el sumo Bien?

Ante Dios no cabe otra actitud que humillarse

Nuestros intereses deben ser comunes a todos, sin duda. Cumple, por eso, anteponer a los egoísmos que nos agobian y a los rencores que nos enervan -a nuestras conveniencias y solicitudes-, amor y sólo amor, ese amor de todo amor que de Dios viene y a Dios lleva, el único capaz de formar relaciones estables y duraderas.

Afortunadamente los acomodadores del cielo evitarán tanta protocolaria elección de asientos e invitados. En la vida eterna, el único protocolo válido ante Dios es la caridad.

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