Audaz relectura del cristianismo (25). El dinero corrosivo

Un gran capítulo de la economía sumergida, además del sinfín de pequeñas empresas productivas o de servicios que operan en la clandestinidad fiscal, es el consumo de materias psicoactivas no reguladas, todo un inframundo de desorden y abuso, asentado sobre el fabuloso dinero que produce el narcotráfico y la necesidad acuciante que sus adeptos o víctimas tienen de una felicidad al alcance de la mano, fácil y rápida, como es la felicidad alucinógena. La dependencia que crean las drogas obliga al desgraciado drogadicto a pagar muy cara una felicidad postiza, efímera y corrosiva, que termina destrozando, además de su cuerpo y su mente, la vida de toda su familia.

Estímulos para sobrellevar la vida

Por droga se entiende, en general, todo el espectro de materias psicoactivas que consumen los seres humanos para estimularse y, más en particular, aquellas cuya elaboración y tráfico están prohibidas, razón por la que su enorme demanda genera un mercado permanente que se ve obligado a operar en las cloacas de la sociedad. El tabaco y el alcohol, que son también materias psicoactivas o estimulantes, al estar regulado todo su desarrollo, no forma parte del submundo al que nos referimos; las adicciones que ambos crean, tan corrosivas y mortales como la drogodependencia, al estar asumidas socialmente, cuentan con un seguimiento sanitario y con un control económico normalizados.

Desde siempre, sirviéndose de su inteligencia, el hombre se ha servido de cuanto encuentra en la naturaleza de estimulante, cultivando y elaborando las materias psicoactivas. Los animales han hecho lo propio con el único apoyo de sus instintos. Para lo que ahora nos interesa, puede decirse que los seres humanos se han venido drogando desde siempre, que la estimulación basada en el consumo de sustancias psicoactivas ha sido una constante a lo largo de su su historia.

Sin duda, la dureza del hecho mismo de vivir necesita estímulos. Sin el placer gastronómico que producen los alimentos dejaríamos seguramente de ingerirlos y moriríamos por inanición. El sabor de la comida es un gran estímulo para saciar el hambre, ese chivato que nos advierte de la necesidad de reponer los nutrientes que produce el desgaste de vivir. Cuando una enfermedad nos priva de ese sabor y nos quita el apetito, no hay manera de que el enfermo coma por muy beneficioso que sea hacerlo. ¡Qué penoso resulta comer sin ganas! Vivir, pues, es un fenómeno complejo y costoso que necesita estimulantes físicos y espirituales.

Difícil regeneración

Pero los atajos para alcanzar el bienestar, como son los poderosos estímulos narcóticos del cerebro humano, llevan aparejadas graves secuelas de deterioro funcional. Son atajos que llevan directos a despeñaderos. Quien los recorre termina siendo, más bien pronto que tarde, una piltrafa humana.

Por desgracia, tan lúgubre perspectiva no entra en la cabeza de quien persigue el bienestar momentáneo que producen las drogas. El drogadicto cree que consumir drogas es algo inocuo y que, en el peor de los casos, seguirá siendo dueño de su vida y podrá renunciar a ellas cuando le venga en gana. Pero la verdad, mil veces contrastada, es que, cuando se quiere reaccionar para poder fin a los destrozos, flaquean las fuerzas y la voluntad se aletarga. Desengancharse resulta entonces un gesto más que heroico, pues el síndrome de abstinencia descarga terribles coletazos.

Lo sé bien por experiencia propia en lo que se refiere al tabaco: siendo fumador de una media de tres cajetillas diarias, un buen día de febrero del 81, humillado por el gesto valiente de un amigo, me lie la manta a la cabeza y logré barrer de golpe de ella cuanto significa y connota el tabaco. Sin duda, un bendito momento en el que, in extremis y tras haber perdido mil batallas, le gané la guerra al tabaco.

Legalización de las drogas

Retomando nuestro propósito, salta a la vista que la venta clandestina de narcóticos produce enormes beneficios que animan a cuantos se arrastran por ese submundo. La perspectiva de lo que ocurre ahora, con un narcotráfico capaz de franquear mil obstáculos para conseguir su propósito y con una masa de incautos dispuestos a despeñarse por atajos, es tan negra que un mínimo de conciencia social no nos permite cruzarnos olímpicamente de brazos dejando que las cosas sigan igual y que los drogadictos apechuguen con las terribles secuelas de su adicción, al tiempo que, trapicheando como camellos, se convierten en los mayores promotores del consumo.

Partiendo del hecho de que las drogas siempre han estado ahí y siempre han sido consumidas por los seres humanos, a mi criterio son dos los caminos que es preciso recorrer sin rendirse. El primero consiste en emprender amplias campañas tratando de disuadir a los incautos para que no se adentren en un submundo tan destructivo. El segundo se enfrenta a la difícil tarea de cambiar la mentalidad imperante para que las drogas, cuyo consumo jamás será erradicado, sean asumidas como mal menor y legalizadas a fin de conseguir que tanto su cultivo y comercialización como su distribución y consumo creen puestos de trabajo y contribuyan a los gastos generales del Estado. Una valiente regularización del consumo de drogas nos ayudaría a recorrer lo mejor posible ambos caminos.

Se trata de una solución drástica, muy difícil porque únicamente se apoya en que “del mal, el menos”, es decir, en la conveniencia del mal menor, solución drástica pero muy de sentido común, habida cuenta de todas las circunstancias. Los pros de la legalización son muchos y sólidos; los contras, pocos y endebles.

Ventajas de la regulación

1º) El Estado controlaría así una parte importante de la economía sumergida y se beneficiaría de los impuestos que deben gravar esta actividad humana como cualquier otra.

2º) La legalización crearía muchos puestos de trabajo o, mejor, reflotaría los muchos que en la actualidad se dedican de forma opaca a todo ese desarrollo.

3º) La legalización permitiría un buen control sanitario de las drogas, como ocurre con cualquier otra mercancía, lo que evitaría los daños derivados de su consumo a escondidas y, sobre todo, de su adulteración.

4º) Un beneficio de enorme repercusión social sería que la droga llegaría al consumidor a un precio razonable, en atención únicamente a los costos de su cultivo, fabricación y comercialización. Su precio no superaría seguramente el del alcohol y el tabaco. Muchas familias se verían libres del infierno real de amargura de la existencia y de extrema pobreza a que las somete la conducta depredadora de alguno de sus miembros.

5º) La adulteración de la droga, que tantos destrozos causa, se debe únicamente al elevado precio de la dosis diaria. Solo un abultado beneficio tienta al narcotraficante o al camello distribuidor a beneficiarse de enormes beneficios adicionales. Un precio normalizado no daría pie para ello.

6º) Un pro de gran importancia, del que apenas se habla al referirse a este tema, es que la legalización evitaría de un plumazo los peligros y los destrozos que causan los camellos al trabajar con tesón por atraerse a niños y adolescentes para convertirlos en adictos y asegurarse el negocio.

7º) Una buena regulación y un costo razonable dejaría sin apoyos un narcotráfico que, además, causa estragos en otras dimensiones de la vida social, pues el dinero fácil y rápido es un incentivo para alzarse con el poder a base de revoluciones, guerrillas, guerras y dictaduras.

Inconvenientes

Quienes se oponen a su legalización, escondiendo la cabeza debajo del ala, apenas pueden aducir ninguna razón consistente, pues se limitan a decir que, al ser legal y fácil el consumo, crecería mucho el número de drogodependientes. Ahora bien, como las drogas son malas para la salud, cosa que nadie en su sano juicio pone en duda, al menos hay que evitar que aumente su consumo.

Es una objeción inconsistente por varios motivos. Primero, no parece que el hecho de que el alcohol y el tabaco estén legalizados incite a consumir más cuando sabemos que el consumo de tabaco está en franco retroceso por convicción social y que muchas bodegas tienen serios problemas cada año con excedentes.

Segundo, una parte del dinero legal de las drogas podría destinarse a la prevención eficaz de su consumo, justo lo contrario de lo que hace el narcotráfico. Tercero, desaparecería de nuestras calles un ejército de propagandistas del consumo, los pequeños camellos, capaces de ir con su veneno a las puertas de los colegios para embaucar a los escolares.

Si no puedes vencer a tu enemigo, sírvete de él

El enemigo lo tenemos ahí y la historia demuestra que es invencible. El sentido común exige evitar la guerra suicida en que nos hemos enzarzado y sacarle partido a la situación adversa. “Velis nolis”, la droga seguirá estando ahí y consumiéndose. Dado que se trata de algo obviamente nocivo para la sociedad, cuanto menos se consuma, mejor. Y, puesto que se consume, sacarle algún partido.

Quedémonos hoy con que el mejor camino para mejorar la forma de vida en que estamos inmersos es ayudar a nuestra sociedad a descubrir y disfrutar

los valores como estímulo de comportamientos bien orientados y, a sensu contrario, a restringir el campo de maniobras de los contravalores con la astucia necesaria para aprovecharse de ellos. Los poderes religioso, legislativo, ejecutivo y judicial no han podido ni podrán con el consumo de materias psicoactivas. Es más, su enconada prohibición, al encarecer el precio de lo prohibido, ha provocado un narcotráfico depredador. De conseguir que una dosis de droga valga lo que un pitillo o una copa de vino, el siniestro y diabólico montaje del narcotráfico se vendrá abajo como un castillo de naipes. Además, frente al estímulo tramposo de la droga para aguantar la vida, la Iglesia católica debe convertir el Evangelio en un estímulo de mucha mayor fuerza y solidez, el estímulo de la satisfacción incomparable de quien, lejos de matar, ayuda a vivir a sus semejantes.

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